lunes, 17 de noviembre de 2008

Thalassa

Vi mares sobre mares. Infinitas y distintas formas del agua se movían allá abajo. La masa de líquido estaba en verdad formada por capas de piedra, delgada, dispuestas a deslizarse una sobre otra, lentamente.
Al principio el océano se presenta de manera calma, como una olla de aceite, de agua estancada y grasienta –pero no especialmente asquerosa. Su aspecto leguminoso no permitía un fluir normal del cuerpo que el mar es. De pronto comencé a tomarle sentido a sus movimientos y los bajorrelieves aparecieron. Estructuras de recta geometría, pulidos sus bordes por el mismo aceite del que estaban formados. A veces, en el deslizamiento de las capas de piedra, parecían motivos aztecas, pero antes que eso, se trataba de diseños primigenios que algo dicen sobre el origen y el punto final del mar: de la existencia misma y de sus propósitos (en el buen caso de que estos existan). Pienso que es imposible querer comprender lo que el mar me muestra, porque para ello yo debería ser tan antiguo como él. Yo debería tener una comprensión del total de los movimientos y operaciones de la naturaleza. Como por ejemplo, de los pájaros, de esos gorriones que pasan a pocos metros de mi cabeza y que su aleteo inunda todo lo que es posible de oír. Cada pequeño sonido satura el oído. A veces puedo escuchar las pequeñas burbujas que decenas de metros más abajo el mar infla y destruye. El movimiento de la espuma tampoco se me escapa a pesar de las distancias. Y tampoco dejo de notar los fractales que tengo pegados por dentro de los párpados. En sus movimientos perfectos porque simétricos se me muestran figuras ora horrorosas ora bellas pero ambas igualmente sagradas, fuera del promedio, de lo que el ojo ha tenido que acostumbrarse por comodidad, para poder sentirse a gusto entre los objetos que mantienen siempre sus formas excepto para desparecer en sus destrucciones.
Allá arriba (pero al mismo momento abajo), cierro los ojos y alejo al mar un momento, cierro los ojos para tener conciencia de las formas que los párpados esconden y que ahora se me revelan.
Allá lejos puedo ver el sol yéndose lento, muy lento, coloreando el borde que lo separa del mar. Vi un rojo intenso, que permaneció mucho tiempo luego de que el sol se pusiese. También un damasco y un celeste, y un calipso: líneas de color que se acostaban unas sobre otras formando un cuerpo homogéneo, pero que al fijar la vista en él se descomponía en sus individuos. Pienso que ahora sí que no hay relación alguna entre el todo y las partes, porque así como esta totalidad de color es independiente de sus componentes, los mismos componentes parecieran no querer formar nada más que a ellos mismos: ni suma ni resta, sino la dispersión misma.
El mar mismo, en el horizonte, se transforma en tierra firme. El mar se ha convertido finalmente en dureza pura, pero sólo en el borde que comparte con el sol y su marcha. Digo que sólo en el horizonte, porque bajo mis ojos el mar me ha mostrado su verdadera forma, un cuerpo, un organismo completo hecho a partir de pústulas verdes. Un sujeto único que repta por el fondo de arena. Millones de guarisapos musgosos, o de simple musgo animado que a lo largo de millares de kilómetros permaneces unido y del que ahora puedo ver una mínima sección. Me asusto levemente. La visión es reveladora, y todo vez que algún velo se corre la cordura corre serio riesgo, o por lo menos la normalidad.

Las cosas y sus versiones. Las cosas y las visiones de las cosas.

El mar corre muy lejos allá abajo mientras las luces de pueblos lejanos se encienden. El pueblo está lejos, pero sus luces se prenden a pocos metros de mis ojos. Puntos rojizos y amarillos dejan sus estelas en una lengua de tierra que desafía al océano.
El sol se ha ido pero deja los ojos incendiados, tanto como para que el resto de la noche sea luminosa, como la fachada de la cabaña que es más naranja que las mandarinas que estallan en la boca antes de que los chocolates revienten y dejen salir su jugo de cerezas.

Las versiones de la realidad son innumerables, sus combinaciones infinitas, y el sólo hecho de pensar a lo real como algo único, parece un despropósito. Tanto como formular la idea del yo.

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