martes, 24 de agosto de 2010

Lecturas

Ciertas consideraciones:

Llego a Gabriel Rodríguez por la lista de colaboradores confirmados para el comic Karma police de Baradit. Desde ahí a su obra Locke & Key hay un paso, mínimo, pero paso al fin. Rodríguez dibuja y Joe Hill (hijo de Stephen King) escribe las historias, cuyo primer arco se titula “Welcome To Lovecraft”. Habrá que leerlo antes que lo caguen haciendo una película.

En una revista encuentro la primera referencia a Coheed and Cambria, una banda de la que no conozco nada. Resulta que todos los discos de CaC han sido concebidos dentro de una saga superior, una saga ideada por el frontman de la banda, Claudio Sánchez, y que tiene la forma de comic: The Amory Wars. Cada lanzamiento de disco, viene acompañado por la publicación de la sección del comic que corresponde.

En una viñeta sin mucha importancia de The Return of the Dark Knight de Miller, un pendejo ñoño espera cruzar la calle disfrazado de Miracle Man.

Resulta penoso y enojoso avanzar por El grito silencioso de Ōe y por El guardián del vergel de McCarthy. Libros de los que probablemente apenas diga algo. Pero sobre Ōe hay mucho que decir, muchísimo. Como por ejemplo sobre la vuelta de tuerca de su final, que supondría una espectacular solución de continuidad, no tanto narrativa como emotiva respecto a los personajes involucrados. Pero todo pasa como si no hubiese ocurrido, o por lo menos no me pasa. La pasividad (por ponerle algún nombre) de Takashi logra sobrepasar la Cuarta Pared, y entonces podría muy bien ocurrirle a uno lo más horrible, la peor traición, la muerte del más querido amigo en condiciones ridículas y humillantes, y nada pasaría más allá de la anécdota, del memorándum y de la efeméride mundana.

Boris Vian nunca deja de sorprender. Y se dice eso tal que Vian fuese un amigo propio desde hace muchos años, y siempre tuviese salidas sorprendentes. Decir “Boris Vian nunca deja de sorprender” es equivalente a decir “Nunca entiendo lo que Hegel dice”, como si lo dijera al medio de una cena o la once. A la luz de la lectura de El otoño en Pekín, La hierba roja aparece pausada y lentamente a la memoria. Como un bálsamo. No con la estridencia patafísica del desierto en Exopotamia, ni las vanas empresas de construir un tren justo ahí:
“—Se va a construir un ferrocarril –dijo Amadís–. He escrito a mi Empresa proponiéndoselo. Esta mañana se me ocurrió la idea.
—Pero aquí no hay viajeros.
—¿Cree usted que a los ferrocarriles les convienen los viajeros?
—No. Evidentemente, no.
—Entonces… No se desgastará y de esa manera no habrá que cargar la amortización del material en la cuenta de gastos de explotación. ¿Se da usted cuenta?”


El Buda en los suburbios de Kureishi resulta ser una “novela histórica” como él mismo dice, no sin cierta sorna e ironía. Ocurre en Londres a principios de los ’70. Anoté buena parte de las bandas y discos que menciona, con lápiz mina en una hoja del mismo libro. Su protagonista resulta, ya en el inicio de la novela, un tipo “vivido”. Un adolescente que probablemente experimentó más cosas que la mayoría en toda su vida. Y bueno, que estaba todo en esos años para vivirlo. A pesar de quererse como un texto iniciático (como lo debe haber sido para algunos hace años Demian o Rayuela o Los detectives salvajes hace menos), no es pretencioso estilísticamente. Hace lo que hace y lo hace bien, sin aspavientos intelectuales ni de forma, aunque Kureishi (y esto se nota a la legua) podría perfectamente darse la lata de escribir como la Eltit… letargos y paneos eternos alrededor de una frase manida y despojada de todo sentido, como un mantra. El contexto histórico de El Buda es sin duda ideal para los propósitos del protagonista Amir, que sin dejar de ser simpático al lector, siempre mantiene una cuota de amargura. Hay algo que no me permite “quererle”, si se diera el caso. Esta cuestión “personal” con Amir, no impide disfrutar de Kureishi hasta la última página. Los saltos temporales en la narración están más que bien construidos, y cuando se va a creer que algo no se sabe, ahí de inmediato viene el dato que completa. Kureishi quizás pensó en una serie de televisión cuando escribió: sus capítulos tienen esa extensión e intención, pues cada uno inicia desde una meseta que se encumbra en el desarrollo, rematando siempre al final. De hecho, existe la serie hecha por la BBC. Con música a cargo de Bowie.

De Adams Phillips nada sabía antes de comprarme un libro suyo por una suma ridícula. Lo compré porque su título me llamó la atención. Porque hace semanas que pensaba en el protagonista de su ensayo. Una vez que comencé a leerlo me di cuenta que a este personaje ya lo había utilizado en una ocasión anterior para referirme a lo mismo que hace Phillips: la huída. La caja de Houdini: Sobre el arte de la fuga (Anagrama) resulta ser un ensayo iluminador, en un sentido literario y también teórico —en el supuesto que la literatura sea más que pura teoría. Quiero decir: (el traductor de) Phillips se encarga de escribir correctamente. Puede citar a Ferenczi siendo absolutamente justo con el contexto, y también hilar una conversación con un paciente en su consulta de psicoanálisis sin simplemente transcribirla, sino que intercalando lo que él como médico va concatenando y diagnosticando en complicidad con el lector. Los casos clínicos que presenta parecen distintos, pero apuntan a una misma raíz que Phillips identifica con el ansia del escape, de la huída sin más: es decir, de la única forma de huir posible. El caso que se mantiene a lo largo de todo el volumen es el de un tipo que “desea en la huída”, por ponerle un nombre. Algo como desear escapar (desear el deseo y a la vez la huída), lo cual implica también el trabajo de cada vez conseguir de qué escapar, en este caso, las mujeres. Pero lo verdaderamente notable, es su acercamiento a la figura de Houdini, como paradigma no únicamente del arte escapista, sino como encarnación del Zeitgeist, pero no únicamente del inmigrante recién llegado a la Tierra de las Oportunidades, sino que como estereotipo social que esa misma sociedad construyó. Houdini escapaba de todas las formas que la sociedad yanqui tenía para vigilar y castigar: esposas, celdas, camisas de fuerza, e incluso inventaba nuevas formas de mortificar su propio cuerpo. No es el caso explicar cada lectura que hace Phillips se Houdini, puesto que él las hace a la perfección. Dan ganas de conocer más de cerca la máquina hermenéutica de Phillips, que parece calar tan hondo.