lunes, 11 de agosto de 2008

Las sucesiones

Vi ciudades sobre ciudades. Se superponían unas sobre otras, reemplazándose en un movimiento nebuloso, de lento pero preciso desvanecimiento, como si la pereza de la mutación acrecentase su pulcritud.
En una de ellas, existe una enorme plataforma sobre la que construyen una gigantesca nave espacial en la que todos contribuyen. En otra, decenas de varas de luz se ordenan en los vértices de otras tantas decenas de palmetas de cemento, rodeando un edificio magnífico, con una cúpula verde oscuro porque veo a ambas ciudades atardeciendo.
Mientras las observo, con pasmosa tranquilidad, los árboles que tengo entre las ciudades y mis ojos, comienzan a moverse. De todo mi cuadro visual se recortan trozos escuadrados, que ascienden diagonalmente/arriba/izquierda. Pero no queda un vacío, sino que el mismo trozo se reemplaza de inmediato por sí mismo. Y esto ocurre como lo cotidiano, como si efectivamente así se comportasen los árboles invernales. A falta de hojas, entonces el movimiento fractálico: la realidad dividida en secciones perfectamente calzables unas con otras --un rompecabezas siempre allí dispuesto a ser desarmado.

Hay otras muchas ciudades que no recordé. Quizás no eran tales, sino las transiciones entre una y otra, las etapas medias de la labor de destrucción de la previa. Por lo mismo, es evidente el no recordarlas. El entremedio no se nota más que como comienzo o final.

Hay una tercera ciudad, pero esta es real en la medida de las cosas duras e impenetrables, no como las otras que son horizontes de llegada, plataformas de lanzamiento de lo (im)posible. Ciudades como eternos fetos dentro de cáscaras grises.
El solo verlas es una experiencia sublime.
Desde atrás vienen coros que me rodean, que envuelven como algodón cálido, rosado pero no de azúcar. La sutileza de la música no se condice con sus efectos en el ánimo. Las voces femeninas son un bálsamo. Hacen más suave la ya de por sí sutil transición entre las ciudades. Y con otras músicas puestas sobre los coros, los efectos se potencian, mientras mis manos frías funcionan como parlantes móviles. Los dedos incluidos. Moverlos supone variaciones de las ondas sonoras, cuencas de audio, distintas formas geométricas enfundadas en sondo que envuelve sobre la envoltura de los coros.

En la tercera ciudad -la real porque dura-, al atardecer, comienzan a aparecer tentáculos de fuego sobre sus calles, en ellas. Las máquinas que las recorren producen luz propia, rojiza o amarillenta, formando haces consistentes, varillas incandescentes que son la materia de los brazos del pólipo de fuego.
Con detención, es posible ver los cruces de las grandes avenidas. En sus esquinas se detienen las máquinas, dejando pasar a otras. El detalle es magnífico, la precisión que alcanza la vista a pesar de la distancia, es sorprendente.
En estas ciudades el detalle brilla.
Fuera de estas tres, y todas sus posibles transiciones, existe la ciudad que bulle en el suelo, en una baldosa de piedra de otra ciudad que la contiene y disimula.
Es cosa de mirar este piso, uno como cualquier otro, y comienzan a delinearse sus barrios y avenidas vistas desde la altura de un avión imposible, que volaría con una ciudad arriba y otra abajo, donde el cielo no fuese sino otra calle que une las urbes antípodas.
Y como esta ciudad está entre otros rectángulos idénticos, ellas se multiplican hasta el absurdo, pensando en las decenas de avenidas que usan estos adoquines. Todos estos cuadros-ciudades se mueven como si estuviesen montados sobre una ola de cemento líquido que los destruye y reconforma segundo a segundo. Quizás todas las ciudades se muevan sincronizadas, y sus reflejos e incandescencias les sean comunes.

Al final, el número de ciudades posibles de montar y desvanecer no es infinito, pero sí suficiente. Llegará el momento en que ya todas hayan pasado frente a mis ojos, y ese número habrá de ser multiplicado por sí mismo (por las innumerables ciudades que no son sino transiciones).
Y entonces, quizás, todas las ciudades se con-fundan y destruyan para comenzar de nuevo los movimientos entre ellas. O se acaben todas, y la idea misma de ciudad acabe y no queden más que prados y mesetas. Vacíos y puros bajo el cielo diamantado.

1 comentario:

Carlos dijo...

Quizás no vemos más que una secuancia interminable de nuestra vida pasando enfrente de nuestros ojos. Desfilando perpetuamente, sin poder notarlo jamás.

Como fotografías. Fotografías del cuadro visual sobrepuestas unas a otras, que en secuancia dan la impresión del movimiento y no con movimiento como tal.

Quizás el tiempo no es más que eso, una eterna película de fotografías en secuencia.