lunes, 13 de diciembre de 2010

CHIL3: La disección del mito

Simónides, poeta griego clásico, fue contratado para declamar en la casa de cierto militar cuyo nombre no recuerdo. El bate engalanó su discurso con múltiples referencias a Cástor y Pólux, gemelos heróicos hijos de Zeus. Tantas fueron estas referencias, que el militar amenazó a Simónides con pagarle únicamente la mitad de lo convenido. En ése momento le avisan al poeta, con urgencia, que le buscaban dos jóvenes a caballo en la entrada a la mansión. Cuando llega al punto de reunión, ve que nadie le espera y al momento de comenzar a volver ve cómo la construcción se viene abajo. Tal fue el nivel de destrucción de los cuerpos, que sólo Simómides pudo identificar los restos, basándose únicamente en sus ubicaciones al momento de él salir del salón. A partir de esta anécdota, fue creada la mnemotecnia, y con ello, la oratoria y su disposición y orden mental y argumentativo para la declamación de un discurso. Se da inicio al concepto de “memoria artificial”, y algo de lo más propio y privado, ahora puede ser emulado, falseado, potenciado, o manipulado.

Rarísimo es éste país. Dejando de lado chauvinismos hediondos, hay todo un mundo fantasmagórico y bizarro que aparece en CHIL3, Relación del Reyno (se lee ‘Chile’ a pesar de la E al revés).
La recopilación de textos es plural en tonos e intensidades, y cosa sorprendente, no hay relato que desmerezca al que le antecede, a pesar de que nadie está inventando la rueda (eso ya está en Borges y en Philip K. Dick) y en muchos casos los escritos parecieran venir del mismísimo Pierre Menard, aquel que propagó la idea de que, dado un plazo de tiempo infinito un hombre sería capaz de realizar lo que toda la humanidad en su conjunto.
Éstos textos crean una historia alternativa a ésta en la que ahora vivimos, pero no una en particular, puesto que donde un relato da por sentado un hecho, al siguiente se le omite, creando casi en casa nuevo título una vertiente histórica nueva: un ‘what if…’ multiplicado hasta el hartazgo. Por ejemplo: existió el combate “aeronaval” de Iquique (con un Prat rodeado de máquinas steampunk); Allende fue un rockstar que se suicidó dejando a su baterista Augusto Pinochet desbaratado; existió una liga de héroes enmascarados, con la misma carga anímica y problemática de los Minutemen/Watchmen; Chile es dejado como país fantasma, por su sus “deleznables ataques” a nuestro plano de realidad…

Hay textos que claramente resaltan sobre el resto, como aquel cortísimo en que el narrador busca un palacio de La Moneda que nadie conoce (o recuerda). Apenas un párrafo que acaba afirmando: “Claramente fuimos derrotados por alguien” («Inflexion, 2007», pp. 225). Y me queda dando vuelta la idea de guerras en donde los ataques no estallan en esquirlas, sino que eliminan fragmentos y goznes del pasado, que reconfiguren la débil realidad. Y entonces, se hace imposible no traer a colación a Russell: “la humanidad ha sido creada hace cinco minutos con una memoria implantada”.
Toda la saga de la metahulla y el glorioso pasado, el relato de la batalla de Olivares, las biografías de bandas de rock, la voltereta cómica y ñoña que implica en su conjunto este volumen no se queda únicamente en el gesto, quiero decir: en el guiño y la morisqueta cómica y ñoña.

La memoria es una voluta y una madeja. Bien lo sabe Proust en buena parte de su obra, o Perec escribiendo W. Y así lo mencionaron en varias ocasiones los compiladores d este volumen, en el lanzamiento hace pocas semanas. La cuestión es, ¿qué decimos de la Guerra de Independencia que no sea esa memoria escrita en los textos escolares, que no sea Encina ni Salazar ni Jocelyn-Holt? Y entonces esto se convierte en un tema historiográfico y hermenéutico, puesto que cada texto es un fragmento mnemótico, y por lo tanto prótesis: ficción y no experiencia.
CHIL3 funciona a este nivel teórico y por lo mismo vacuo y tautológico, pero más acá está la relación emotiva. Aquella que se tiene con el texto que es la Historia de Chile, con todos los cuentos que implica la educación en este país. Es de algún modo, reconocerse en un espejo deforme de los Juegos Diana, que un una línea temporal fue escondite de Coco Legrand al momento de huir a Argentina para el golpe de 1982…

En cada texto leído se vuelve a la infancia y la reinterpretación de la historia la muestra porosa y desnuda. De hecho, la hace grande porque la muestra como producto, como efecto de la humanidad y la saca de la espiral del condicionamiento cristiano o supraterrestre que sea.

Tal como ocurre con la sentencia de Russell, no hay imposibilidad lógica alguna en que vivamos en una burbuja creada por técnicos, en esta ucronía propuesta, con un pasado irreconocible y olvidado, y un futuro manejado de antemano: «los ingenieros lo recalibraron todo y fabricaron una historia adecuada, mientras dormimos».


* * *

CHIL3. Relación del Reyno. Ediciones B. Jorge Baradit, Álvaro Bisama, Francisco Ortega, Mike Wilson (compiladores), Variados autores (entre los que destacan los mismos compiladores, Rodrigo Fresán, Edmundo Paz Soldán, Tito Matamala, Martín Cáceres, Sergio Amira, Patricio Jara).

jueves, 2 de diciembre de 2010

Family Gay

+ Fun Home, Allison Brechdel. Aprendo un nuevo término: slice of life. Éste ‘tragicomic’ pertenece al género: rebanadas/trozos de la vida, una autobiografía fragmentaria, o sincera. Quiero decir que es fragmentaria en el sentido literario, pero es plenamente completa si se la toma por el lado vivencial…

Brechdel relata su vida familiar temprana y adolescente junto a un padre —casi de entrada lo sabemos— homosexual y obsesivo-compulsivo. La mayor gracia de las referencias a Proust es que saco en claro que de haber existido otro marica tan grande como el padre de la escritora, éste habría sido el tal Proust. Y bueno, que también viene harto al caso la referencia al momento en que el narrador del Tiempo perdido se enamora de Gilberte por el exuberante jardín que le rodeaba: Brechdel se pregunta si acaso su padre no sufrió el mismo encantamiento con su madre, al enamorarse de ella por su entorno.

+ La Ciudad, Mario Levrero. En la feria cerca de casa encuentro una caja con libros a $500. Sólo sobresale un libro, el resto es novela policial pésima. Ése libro es La ciudad de Levrero, del que justo la noche anterior habíamos hablado con RF y F en un bar de viejos.

+ Los siete locos. Roberto Arlt. Ha de ser la cuarta lectura de esta novela. Es una mole. Es un uppercut maravilloso que anonada y sorprenderá incluso en la décima lectura. La tríada junto a El juguete rabioso y Los lanzallamas supone una saga sin pérdida. Las crónicas de Arlt son magras. Su obra completa es de naturaleza sobria pero de pretensiones pantagruélicas: su desborde sólo es equiparable a la de sus personajes.

+ A veces, la infinita separación entre obras inspiradas en lo mismo. Por un lado un cómic, y por el otro, también. Juan Vásquez, ilustrador chileno, con una adaptación deficitaria de La llamada de Cthulhu. Veo el facsímil por la calle y lo compro, sólo para decepcionarme en menos de 2 minutos. Podría decir mucho sobre el objetable (y excesivo) uso de las sombras y el grafito en los dibujos, pero apenas sé dibujar. Sé, por lo pronto, escribir sin faltas ortográficas, y Juan Vásquez no. Para el valiente: que revise la biografía sucinta de HPL con que abre el volumen. Y entonces, en el mismo punto de origen —pero en las antípodas respecto a calidad y profundidad, a seriedad y dedicación: Alberto Breccia adaptando gráficamente las pesadillas lovecraftianas. En 1973 el argentino innova sobre su mismo y gran trabajo previo, para darle un tono particular sus ilustraciones. Utiliza fotomontajes, collages, acuarelas y logra un ambiente ambiguo y propicio para el desbarajuste mental que provoca HPL. Excepcional es, por ejemplo, la viñeta de El horror de Dunwich cuando Wilbur Watheley muere despedazado por los perros dentro de la biblioteca de la Universidad de Miskatoni: Breccia alcanza el punto exacto de horror y literalidad respecto a la descripción que hace HPL.

martes, 24 de agosto de 2010

Lecturas

Ciertas consideraciones:

Llego a Gabriel Rodríguez por la lista de colaboradores confirmados para el comic Karma police de Baradit. Desde ahí a su obra Locke & Key hay un paso, mínimo, pero paso al fin. Rodríguez dibuja y Joe Hill (hijo de Stephen King) escribe las historias, cuyo primer arco se titula “Welcome To Lovecraft”. Habrá que leerlo antes que lo caguen haciendo una película.

En una revista encuentro la primera referencia a Coheed and Cambria, una banda de la que no conozco nada. Resulta que todos los discos de CaC han sido concebidos dentro de una saga superior, una saga ideada por el frontman de la banda, Claudio Sánchez, y que tiene la forma de comic: The Amory Wars. Cada lanzamiento de disco, viene acompañado por la publicación de la sección del comic que corresponde.

En una viñeta sin mucha importancia de The Return of the Dark Knight de Miller, un pendejo ñoño espera cruzar la calle disfrazado de Miracle Man.

Resulta penoso y enojoso avanzar por El grito silencioso de Ōe y por El guardián del vergel de McCarthy. Libros de los que probablemente apenas diga algo. Pero sobre Ōe hay mucho que decir, muchísimo. Como por ejemplo sobre la vuelta de tuerca de su final, que supondría una espectacular solución de continuidad, no tanto narrativa como emotiva respecto a los personajes involucrados. Pero todo pasa como si no hubiese ocurrido, o por lo menos no me pasa. La pasividad (por ponerle algún nombre) de Takashi logra sobrepasar la Cuarta Pared, y entonces podría muy bien ocurrirle a uno lo más horrible, la peor traición, la muerte del más querido amigo en condiciones ridículas y humillantes, y nada pasaría más allá de la anécdota, del memorándum y de la efeméride mundana.

Boris Vian nunca deja de sorprender. Y se dice eso tal que Vian fuese un amigo propio desde hace muchos años, y siempre tuviese salidas sorprendentes. Decir “Boris Vian nunca deja de sorprender” es equivalente a decir “Nunca entiendo lo que Hegel dice”, como si lo dijera al medio de una cena o la once. A la luz de la lectura de El otoño en Pekín, La hierba roja aparece pausada y lentamente a la memoria. Como un bálsamo. No con la estridencia patafísica del desierto en Exopotamia, ni las vanas empresas de construir un tren justo ahí:
“—Se va a construir un ferrocarril –dijo Amadís–. He escrito a mi Empresa proponiéndoselo. Esta mañana se me ocurrió la idea.
—Pero aquí no hay viajeros.
—¿Cree usted que a los ferrocarriles les convienen los viajeros?
—No. Evidentemente, no.
—Entonces… No se desgastará y de esa manera no habrá que cargar la amortización del material en la cuenta de gastos de explotación. ¿Se da usted cuenta?”


El Buda en los suburbios de Kureishi resulta ser una “novela histórica” como él mismo dice, no sin cierta sorna e ironía. Ocurre en Londres a principios de los ’70. Anoté buena parte de las bandas y discos que menciona, con lápiz mina en una hoja del mismo libro. Su protagonista resulta, ya en el inicio de la novela, un tipo “vivido”. Un adolescente que probablemente experimentó más cosas que la mayoría en toda su vida. Y bueno, que estaba todo en esos años para vivirlo. A pesar de quererse como un texto iniciático (como lo debe haber sido para algunos hace años Demian o Rayuela o Los detectives salvajes hace menos), no es pretencioso estilísticamente. Hace lo que hace y lo hace bien, sin aspavientos intelectuales ni de forma, aunque Kureishi (y esto se nota a la legua) podría perfectamente darse la lata de escribir como la Eltit… letargos y paneos eternos alrededor de una frase manida y despojada de todo sentido, como un mantra. El contexto histórico de El Buda es sin duda ideal para los propósitos del protagonista Amir, que sin dejar de ser simpático al lector, siempre mantiene una cuota de amargura. Hay algo que no me permite “quererle”, si se diera el caso. Esta cuestión “personal” con Amir, no impide disfrutar de Kureishi hasta la última página. Los saltos temporales en la narración están más que bien construidos, y cuando se va a creer que algo no se sabe, ahí de inmediato viene el dato que completa. Kureishi quizás pensó en una serie de televisión cuando escribió: sus capítulos tienen esa extensión e intención, pues cada uno inicia desde una meseta que se encumbra en el desarrollo, rematando siempre al final. De hecho, existe la serie hecha por la BBC. Con música a cargo de Bowie.

De Adams Phillips nada sabía antes de comprarme un libro suyo por una suma ridícula. Lo compré porque su título me llamó la atención. Porque hace semanas que pensaba en el protagonista de su ensayo. Una vez que comencé a leerlo me di cuenta que a este personaje ya lo había utilizado en una ocasión anterior para referirme a lo mismo que hace Phillips: la huída. La caja de Houdini: Sobre el arte de la fuga (Anagrama) resulta ser un ensayo iluminador, en un sentido literario y también teórico —en el supuesto que la literatura sea más que pura teoría. Quiero decir: (el traductor de) Phillips se encarga de escribir correctamente. Puede citar a Ferenczi siendo absolutamente justo con el contexto, y también hilar una conversación con un paciente en su consulta de psicoanálisis sin simplemente transcribirla, sino que intercalando lo que él como médico va concatenando y diagnosticando en complicidad con el lector. Los casos clínicos que presenta parecen distintos, pero apuntan a una misma raíz que Phillips identifica con el ansia del escape, de la huída sin más: es decir, de la única forma de huir posible. El caso que se mantiene a lo largo de todo el volumen es el de un tipo que “desea en la huída”, por ponerle un nombre. Algo como desear escapar (desear el deseo y a la vez la huída), lo cual implica también el trabajo de cada vez conseguir de qué escapar, en este caso, las mujeres. Pero lo verdaderamente notable, es su acercamiento a la figura de Houdini, como paradigma no únicamente del arte escapista, sino como encarnación del Zeitgeist, pero no únicamente del inmigrante recién llegado a la Tierra de las Oportunidades, sino que como estereotipo social que esa misma sociedad construyó. Houdini escapaba de todas las formas que la sociedad yanqui tenía para vigilar y castigar: esposas, celdas, camisas de fuerza, e incluso inventaba nuevas formas de mortificar su propio cuerpo. No es el caso explicar cada lectura que hace Phillips se Houdini, puesto que él las hace a la perfección. Dan ganas de conocer más de cerca la máquina hermenéutica de Phillips, que parece calar tan hondo.

martes, 6 de julio de 2010

Sobre la (falsa) higiene militar

«Después de diversos avatares, provocados tanto por la malignidad de los seres humanos o de las cosas como por las inexorables leyes de la probabilidad, se reunió ante la puerta de la sala de juntas la casi totalidad de los convocados, que fueron introduciéndose en dicho lugar tras los frotamientos palmarios y las eyaculaciones de saliva aspergeada que son de uso en las sociedades civilizadas y que las sociedades militarizadas sustituyen por manotadas en la sien y taconazos ante el jefe, acompañados, en ciertos casos, de escuetas interjecciones aulladas a distancia, lo que, convenientemente considerado, podría inducir a creer en la higiene militar, opinión que, con todo, uno se ve obligado a abandonar nada más ver las letrinas de aquestos, con la excepción de los militares americanoides, los cuales cagan en fila y mantienen sus estancias para la caca en permanente estado de limpieza y olor a desinfectante, como ocurre también en algunos países en los que se cuida la propaganda y en los que se tiene la fortuna de contar con una falta de población a la que persuadir mediante semejantes medios, que es lo que sucede a escala general, siempre que la propaganda no se la cuide al tuntún, sino teniendo en cuenta los deseos puestos de manifiesto por los servicios de prospección y de orientación, como asimismo los resultados plebiscitarios de los referendos que los gobiernos felices organizan pródigamente para aumentar aún más el dichoso bienestar de las hordas a las que administran».


miércoles, 16 de junio de 2010

A quién le importa

1. El mundial pasado. Nos juntamos a ver un partido de Japón contra no recuerdo qué otro equipo. Junto a amigos, igualmente me sentí extraño, hablando de cuestiones de las que apenas sé, tanteando un terreno guiado sólo por el instinto del fútbol metido en la cultura de este país miserable.



2. Francia ’98. Junto a un amigo nos pusimos en cada partido al fondo de la sala de clases, tirándoles papelitos mojados con tubos plásticos. Ni por altanería ni por ningún afán intelectual contra el fútbol, simplemente (en ese momento) por molestarlos. Porque este país se había convertido en un lugar peor para vivir, para ver televisión, para leer diarios e incluso para caminar por la calle.


3. Justo antes de Francia ’98. Todos y cada uno de los seleccionados pasaron por el plató del jodido ‘Viva el lunes’. Jugando al “Si se la sabe cante”, bailando con putitas creídas modelos, hablando en monosílabos, re-demostrando la insustancialidad de la educación, logrando que le implorase a los Cielos que este país no clasificara para Sudáfrica.


4. Educación básica. La obligación, la presión colegial de partir todos los sábados a participar de un campeonato de fútbol entre los cursos. 3 ó 4 equipos por nivel, contra los equipos del otro. Los papás gritando instrucciones contradictorias al borde de la cancha, hinchando por hacer goles, que no le crea, que métele la pata. Las mamás y hermanos en la barra, metiendo bulla, entonando cancioncitas que supuestamente han de levantar el ánimo a los jugadores. Y cuando acaban, un desayuno preparado por los apoderados, en las mismas salas en que pasamos de lunes a viernes oyendo a un profesor hastiado y deprimido.


5. Educación media. Se juega porque sí, porque aunque presionen por hacer goles, ya a nadie le importa. Y de hecho no me importa. Y me importa tan poco que no hago goles, que echo las pelotas fuera del arco, y siempre convierto “casi-casi” goles. Nos reímos tanto, incluso de los boludos que quieren jugar a ganar, los que se pican, y los que quieren revivir los partidos dizque épicos de cuando niños.


7. Durante varios años jugué pichangas con amigos de la casa. Hasta que luego de centenas de partidos, me di cuenta –de pronto– que acabar el juego era similar a que terminase un encanto: ya no los soportaba, les notaba imbéciles, sin nada que decir aparte del fútbol y Street Fighter, y en esos años no sabía nada de eso. Hoy sé algo de juegos de pelea. Acabé alejándome para siempre de ellos, y sé que siguieron jugando, hasta bien grandes.


8. Fui al partido en que la selección clasificó a Francia ’98. Fue justamente el día de mi cumpleaños en 1997. No recuerdo qué pensé, ni cómo la pasé. Fui con el tío con que fuimos muchas veces al estadio, a muchos y distintos encuentros. No me sentí privilegiado por tener un ticket que muchos codiciaban, era simplemente un regalo de cumpleaños.


9. José Luis Gómez venía corriendo solo con la pelota, en un partido sin importancia. Venía solo, sin nadie en su horizonte más que el arquero, y entonces José Luis Gómez se arrastra por el piso duro, gira sobre sí, y cae llorando con el brazo quebrado. Uno de esos momentos en que duele el estómago de tanto reír.


10. Ahora lo mismo. Televisión peor que de costumbre. Conversaciones de almuerzo, en el metro, de radio. Cambios en los horarios de trabajo por los partidos. No ver los mismos, porque no importan en absoluto, porque créense tan críticos y caen redondos como la pelota que idolatran. Mejor, que nunca más reclamen por nada, si se comen este bolo de un solo bocado.


11. Todo se resume en banalidad e identificación primaria. Espectáculo vacuo y representatividad fantasma.

martes, 4 de mayo de 2010

No hay cambio, sólo mistificación de lo-mismo

jueves, 11 de marzo de 2010

Mesura

Hace unas semanas en la Feria del Libro Usado estoy parado revisando los cajones de libros a mil pesos. Una tipa al lado se excita encontrando Los altísimos de Hugo Correa. La maldigo entre dientes viéndola alejarse con su nueva joya, que por lo menos, parece apreciar. En las mismas cajas me topo con El caos de Juan Rodolfo Wilcock. Recordaba en esos momento un cuento suyo, que venía en la Antología de literatura fantástica, «Los donguis», y poco más: sólo una referencia halagüeña a La sinagoga de los iconoclastas, además de su excelente título. Dejo los pies en la Feria. Encuentro otro ejemplar de Los altísimos, pero es primera edición y su precio es prohibitivo. Reconozco en el vendedor a Sergio Fritz Roa, un antiguo conocido con el que compartimos material de Lovecraft muchos años ha.
En la noche, sin éxito, busco la entrada para Wilcock en la Enciclopedia de autores latinoamericanos de Aira. Qué extraño que ni le mencione, es del tipo de omisiones que sufren los tipos como Papini pienso. Entonces voy a la Antología, y confirmo a «Los donguis» allí incluidos. Aunque en toda antología deberían estar incluidos otros cuentos de Wilcock. Partiendo por El caos: «Desde muy chico me atrajo la filosofía. Debo confesar que padezco de algunos impedimentos físicos», frase que según me dicen ha marcado a varios argentinos con tendencia a la literatosis.

No dejo de pensar en la transición entre cuento y cuento. Me ha dado a pensar la misma nebulosa transición entre sus cuentos. Leer un volumen de cuentos como si de una novela se tratase, o como esos capítulos de sitcom en el que la linealidad de sucesos no importa mucho, puesto que al final del capítulo todo acaba tal como empezó. Así, «Diálogos con el portero» funciona como una caja infinita. Unas cuantas páginas de una conversación con un portero romano, con decenas de ideas para relatos, anécdotas y demases. O «La casa» donde a través de un velo nostálgico por el pasado del inmueble, se atisba el eco de todas las historias que alguna vez allí ocurrieron: «cuando Emilia era joven y sus padres vivían y el cordobés sádico que un día la perseguiría desnuda a latigazos (…) no le había sido presentado todavía y tal vez por eso las adelfas y los jazmines florecían puntualmente en un clima ideal.»

Hay en El caos un paseo maravilloso, preciosista y detallado por todas las formas en las que los cuentos emergen, se hacen letra. Y por sus variados temas. Pensar: ésta es una antología antes que un volumen uniforme de cuentos. Aunque bien pensado, todo libro de cuentos es antología: cada uno funciona a ritmos y velocidades diferentes, donde se siente los bajones y al final se le puede reprochar al autor por tal o cual relato.
El cuento que da título al volumen es una versión resumida pero no menos brillante del Cándido, si se considera la salvedad de su final disparatado y por ello emparentado directamente con «Casandra», que a su vez tira líneas con los devaneos borgeanos respecto al orden de la realidad íntimamente incubado en el azar («La lotería de Babilonia» sin ir lejos). Una realidad, o un orden de las cosas que está trastocado en detalles, en los bordes de lo común donde se muestran no sus trizaduras sino otras formas de cerrar los ángulos —por decir algo, algo muy alejado de lo que ocurre luego de leer «La fiesta de los enanos» o «La engañosa», porque uno no tiene a enanos como quien tiene perros, ni se encuentra a mujer alguna con rasgos demoníacos bajo las enaguas…

Hay un paseo que es un fresco, una pintura del paisaje nocturno de una ciudad en «La noche de Aix», y que a la vez es una fenomenología del pensamiento de un hombre solo en medio de un paraje desconocido. Reconozco sus formulaciones, me identifico con sus pasos, con su remolón alejamiento del frío y la intemperie, sin darle mucha importancia. Para acabar en su hotel, quedándose dormido con las primeras luces del día, con esa noche para siempre dentro de él. Un cuento que perfectamente pudo no haberse escrito. No hay necesidad de relatarlo, puesto que hay decenas y probablemente todas con mayores incidentes memorables que esta noche en Aix: «Y esa certeza suya de que nadie en el futuro comprendería su experiencia, ni siquiera se interesaría en ella, constituía la mejor confirmación de la esencia misma de la experiencia, que era la soledad.» Como si Wilcock hablase no de una noche a la intemperie, sino del escribir mismo, que visto como lo vería Bolaño, no sería otra cosa que vivir con las estrellas como techo, huyendo  de la luz de la luna (o entregándose), confirmando en cada paso que no hay verdaderas necesidades por parte de nadie de interesarse o siquiera leer (leer no implica interés alguno, claro) lo que otro ha formulado. Basta la propia experiencia para sentirse (auto) satisfecho respecto al fenómeno de la existencia, entonces ¿para qué volcar tiempo y dedicación por relatos propiamente ajenos?

Wilcock se fue de Argentina sin que le lloraran. Parece que es el destino por estos lares. ¿Habrá gritado que mataran a alguien cuando partía, como Gombrowicz? (De seguro nada contra Borges ni sus cofrades de los cuales fue amigo). Y se quedó en Italia. Quizás conoció a Papini, pero no por persona porque uno murió el año anterior a que el otro llegase a su país. Escribió y publicó en aquella lengua, y se olvidó como tantos otros, de la primera. Fue gran amigo de Queneau. Quizás por allí conoció a Vian, o a Perec. Creo que debe haber jugado asiduamente al ajedrez también. Fumaba. Y escribió un relato que leí una noche, una semana luego de adquirir este volumen. Cuando lo acabo, sé de pronto que es el mejor cuento que he leído en mi vida. Y se me olvida la Historia de la literatura, y mi historia con la literatura, y no hay más que «Hundimiento», porque tengo la certeza que es el mejor cuento que he leído. Y aunque dentro del furor sé que no es el mejor cuento que leeré en todo lo que de vida me resta, sé que es, hasta el momento, el mejor —porque algo de mesura aún guardo incluso en medio de éxtasis estéticos.

lunes, 15 de febrero de 2010

Jugar a las escondidas

1. Mi suegra se sienta con el libro entre las manos. Pregunta qué tal es. Le respondo que muy bueno. Quizás hasta le haya dicho “la raja” o “terrible de bueno”. No lo sé. Entonces se sienta con Rabia de Sergio Bizzio y va a comenzar a leerlo. Pero yo ya sé cómo inicia, y mi mujer también. Entonces ella me mira con mezcla de risa y alarma, con los ojos bien abiertos tanto como los míos, y con un gesto de la cabeza le hago entender que sea ella la que le diga que mejor no lo lea, que es un poco “fuerte”. Y no lo es tanto, de hecho es un buen gancho para lanzarse a leerle todo de corrido.

Bien dicho de una buena vez: que comience con un tipo pidiéndole a su novia que le facilite el culo, no es para alarmarse ni mucho menos. Pero mi suegra no lo leyó. Y ante la insinuación de un posible desagrado, dejó el libro de inmediato de lado.

2. Serie de malos entendidos que hicieron que un libro que debió haber llegado hace casi un año, llegase hace poco más de un mes. Y cuando llega Rabia, la recepcionista lo abre puesto que no trae destinatario, apenas la dirección garrapateada al igual que el remitente. Con un poco de fortuna, la mujer comprende que es para mí, puesto que al parecer, nadie más recibe libros por correo en esta oficina.

3. Acabo por fin con El guardián del vergel de McCarthy, y el viernes a primera hora inicio Rabia en el bus. El primer capítulo vuela, lo mismo el segundo. Me sorprendo lo que se puede leer en 20 minutos recordando los detalles en la tarde de ese mismo día incluso. Lo acabo el domingo viajando esta vez en metro, y hay furor y escándalo sordo, o eso es lo que siento al cerrarlo.

4. Si, como dicen al otro lado de la cordillera, la escritura de Aira ya se ha convertido en un género por sí mismo, Bizzio es vanguardia respecto de él, o es retroguardia y desintegra antes de que se conciban los pilares del mundo esquizofrénico y lisérgico de Aira. Donde hay una argumento lineal, Bizzio interpone capas de irrealidad, de cuestiones que parecen imposibles de que ocurran pero que de hecho son posibles en este mundo, no como la ilusoria guerra de los gimnasios, o la configuración astral de las calles del barrio de Flores en Aira. Y a pesar de ellos, hay una explosión de líneas argumentales absurdas, en un primer momento, según me informa la web: decenas de relatos febriles y geniales, guiones de televisión, películas, quién sabe si un melodrama, quizás un disco de pop romántico…

5. Cuestión sencilla entonces: un obrero de la construcción inicia una relación con la mucama de una mansión. Todo comienza en un motelito donde ocurre esta petición anal. Para decepción del lector voyerista o directamente pornógrafo, nunca se sabe qué ocurre finalmente en esta escena, porque luego, todo es recuerdo hasta un punto indeterminable en el que la narración supera temporalmente a la escena del comienzo, y luego también es pasado. Digo: en Rabia toda la acción ha ocurrido como un sueño, porque su protagonista es un espectro, un tipo que se esconde y procede en esa calidad. Todo lo que un fantasma haga en el presente, no puede sino ser pensado como algo ya ido,  es algo que actúa en el pasado con consecuencias actuales.

Continua en MEDIAPINTA.CL

martes, 9 de febrero de 2010

V V V

Que todo sea escribir o decir algo es un problema. Clarito está luego de Elephant Talk: talk, talk, it’s only talk... cheap talk. Y está en lo cierto Belew cantándola con la guitarra elefante que se le cuela.

Habría que decir algo sobre el quedarse en silencio, sobre el no escribir por ejemplo, pero ya está hecho, ha sido un tema fértil: ahí se tiene Bartleby y compañía sin ir más lejos, y quién sabe cuántos trataditos posmodernos más.

«Quizás tengas que leer para que puedas escribir», me decían hace unos días. ¡Pero si leo!, ¡si por sobre todas las cosas leo! «Pero no comics», me espetan. ¡Pero si de lo que quiero escribir es sobre comics!, me levanto en furia. Y no sé cómo escribir sobre Grant Morrison y Los Invisibles y Doom Patrol. Y poner todos los pequeños detalles que se van acumulando en la retina al leer sus obras.

O proponer una respuesta ante la pregunta de cuánto tiempo dura una viñeta, en contrapunto a la fácil medición de un fotograma del cine. Decir, que cuando me dormía respondí que una viñeta dura lo que tarda en ser olvidada. Tiempo muerto y espacio neutro. Una viñeta que atrápalo todo, como un Aleph de papel, o como el cuadro que se comió París en Doom Patrol.

Contar las viñetas que se acumulan y que no se olvidan de Doom Patrol.

1. Aquella vitrina de librería donde anuncian Las aventuras del Barón Munchausen,

2. y luego Crazy Jane posesa, destruye decenas de libros lanzando sus trozos al aire para formar un texto aleatorio con la solución al problema del momento.

3. El inconsciente traumatizado de Crazy Jane, imaginado y dibujado como una compleja de red de trenes subterráneos. Con un conductor que viaja entre las distintas personalidades, cuando él mismo es una de ellas, donde la personalidad dizque original yace dormida bajo todas ellas en silencio e inmóvil.

4. Dos personajes distintos, en bandos opuestos, leen las Confesiones de un opiómano de De Quincey, con resultados diversos.

5. Uno de los más brillantes villanos: el Señor Nadie, una sombra incierta que apela al sinsentido Dadá y al azar como modos de ataque,

6. llevando a la Doom Patrol dentro de un cuadro que se ha tragado París, que ha sido abierto con un poema automático luego de invocar a Duchamp, Tzara y Breton.

7. La villana que mientras duerme tiene un poder arrollador, la cual lleva en cada uno de sus hombros una pequeña cama donde reposar la cabeza mientras patea a medio mundo.

8. «Cada día el cuerpo humano pierde diez mil millones de escamas de piel/ ¿Nunca os habéis preguntado qué ocurre con toda esa piel muerta?/ No desaparece, ¿sabéis?/ Los Agentes del Culto la recogen./ También recogen las viejas cartas de amor que la gente tira cuando el amor se les agría./ Y los Cirujanos del Culto juntan escamas y cartas./ Las rarezas resultantes son conocidas como Los Solteros Áridos./ Y no son muy educados.»

9. Y el Jinete del Apocalipsis, viajando por este cuadro que devoró París, moviéndose entre sus niveles, adquiriendo fuerza de sus versiones surrealistas, impresionistas, cubistas... Pero llegado el momento, se enfrenta a la imposible pintura Dada, dejándole sin sentido, totalmente sin sentido.

10. Robot Man luchando en el sótano del inconsciente de Crazy Jane, contra el padre que la violó cuando apenas contaba 5 años, el que desencadenó las docenas de personalidades.

11. Los Hombres Tijera hablando la lengua del sueño, del sentido desencajado. Cortando la realidad y llevándola

12. a un mundo paralelo, alzado originalmente en un libro, tal cual Tlön.

13. El horror patente ante la locura, la misma que mueve a toda la Doom Patrol, aquella que hizo escribir a Morrison Los Invisibles en un período de alto consumo de alucinógenos, cosa

14. que se nota ya al principio, cuando a doble página John Lennon aparece graficado con los colores propios del viaje psicotrópico. Un dios únicamente posible de ser invocado mediante el LSD. «Me gusta la idea de un dios psicodélico».

15. Y la otra Londres que se esconde detrás de la humareda del moho azul que crece en sus túneles, lo que fuma Jack Frost y el viejo Tom, que recuerda el discurso de los Hombres Tijeras, pero más aún a Tom Bombadil.

16. Un recorrido por Londres, que cómo no, lleva al de William Gull de From Hell. Y Tom dice sobre las ciudades, parado en medio del Londres oculto: «Hay muchos mundos, muchas ciudades, y todos son ondas de choque que nacen de un solo momento de claridad y comprensión.»

16. «En tercer lugar más sombrío como gratas brevedades» dice un Hombre Tijera por ahí.

17. Recitar los nombres de las muertas en Whitechapel 1888, para poder entrar a los aposentos de Red Jack.

18. El gorila inteligente Mallah, que diserta sobre Descartes y Platón, que lleva una boina que le regaló Fidel Castro (la favorita del Ché según éste), cuya polera dice “Drop the Bomb”, y que lee el Tratado sobre el Conocimiento Humano de Berkeley.

19. O el integrante de la Hermandad de Dadá que fue bautizado en honor a Byron y Shelley.

20. El Descreador, que lentamente hace desaparecer objetos, diluyendo el Universo. Un ojo enorme. Un mundo que existe dentro de una bola de cristal de nieve.

El parloteo incesante, un zumbido en la oreja, la incomodidad de la racionalidad, del pensar-bien, o del por lo menos ajustarse a las reglas del raciocinio. Una locura que desborda el mundo material, dándole sentido a pesar de todo. O una realidad tan deshilachada, tan sin pies ni cabeza, que justamente en el esfuerzo por hallarle sentido se nos va la cordura por el inodoro. Algo así se lee en Doom Patrol, eso se intuye.

Viñetas y el mosaico de la mirada. Un ojo enorme que captura y entiende siempre que no haya tiempo que le apremie. Como decir: no hay tiempo que valga con las viñetas, no hay secuencia espacial entre una y otra, sino un vacío con el cual la narración clásica queda despachada. Ni la inmediatez de la televisión, ni la absorbente irrealidad del cine, y ni siquiera la ya tan mediada relación con la letra simple. Ni PDF ni la máquina de Gutemberg.

Ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario:

“— ¿Y los libros electrónicos tipo Kindle?
— Esos no son libros. Los libros sólo tienen dos olores: el olor a nuevo, que es bueno, y el olor a libro usado, que es todavía mejor.”