martes, 25 de agosto de 2009

Imagen de RF

Imagino tu vida como una versión sangrienta de Seinfeld, o sea casi como Curve Your Enthusiasm, pero con esos toques intelectualoides de Gilmore Girls, pero sin su mamonería romántica (a veces sí, pero pasados por limón), ni menos con los estereotipos de Dawson’s Creek (a veces sí, pero pasados por vino y ganja).

Imagino ver en la tele la escena en que el protagonista entra a su departamento, mira a su compañero beber con otro tipo y le dice: “A veces quisiera que estuvieras con una chica” [RISAS].

O también, como la cíclica cotidianidad de Bill Murray en El día de la marmota. Aunque a veces, lo intuyo, estás como Murray cuando graba su spot de whisky en Lost in Translation.

Aunque a ti te gustaría estar siempre gloomy como dice ser Harvey Pekar a su esposa, en esas escenas de documental que incluye American Splendor. O con todas las enfermedades de Philip Seymour Hoffman en Sinecdoque, New York, que te pondrían en un vórtice esquizofrénico, entre la espada y la pared como se dice, pero no por ello harías algo como escribir más o decidirte a escribir la novela que aún está en bosquejos: “¿Quién ha escrito la gran obra sobre el inmenso esfuerzo requerido para no crear nada?”, y entonces tú le responderías al pendejo de Slacker: “¡Vila-Matas po conchetumadre!”. Y reflexionarías en voz alta sobre la escritura no lineal, o su imposibilidad, o la imposibilidad de la lectura lineal, pero sólo durante unos minutos en voz alta, hasta que te das cuenta que nadie te escucha y bajas la voz hasta que el murmullo mismo se interioriza y el monólogo continúa por dentro.

Imagino la escena en que Betania (algo así como su Elaine Benes) le pide el correo a una compañera del taller de poesía, y tú dices: “Y qué, si nadie quiere ser tu amigo”. Y una exclamación de “uuuuhhh, la cagaste” del público mientras pasa por la pantalla tu explicación a esa pachotada, la evidencia de que tú también quieres ese correo, y que sólo dijiste eso para molestar, en el extraño humor muerto del protagonista [AAAHHH cariñoso del público].

El fanatismo por el fútbol tiene mucho de telúrico, en tu caso. Y debe haber también algo de esos fanáticos de fútbol inglés, que no piensan mucho en lo que hacen cuando saltan por un gol. Pero que lo racionalizan como buenos ingleses que son. Y entonces eso hace que el protagonista de esta sitcom pueda ir al estadio pensando en el porvenir de la poesía eléctrica (o en su pasado), que celebre un gol con su padre maldiciendo el grabador de DVD que no funciona, o descubra que Curicó existe en su completud en un patio arrabalero donde los viejos se juntan a tomar cerveza.

Una situación que se espera para la próxima temporada: el protagonista conoce a los tipos de “mal vivir” como dice su abuela, que habitan la casa del frente en Curicó. Y toman vino, y se embriagan mientras realizan sublimes cadáveres exquisitos.

Dicen que el protagonista es similar al actor. Tal que Jerry Seinfeld era sí mismo en su serie (¿cómo si no?). Una vez le vi en el metro, con un gorro de cazador como el de Ignatius Reilly, de esos con orejeras, todo forrado en chiporro. Unas calcetas chilotas saliendo de sus zapatillas y cubriendo el pantalón de buzo roído. Quizás hasta tenga esas “bolsas de olor” de Pekar. Pero yo sé que las tiene de antes de siquiera tener noticia de él. A veces parece un mendigo, pero su rostro lo delata y no sería apropiado tirarle una moneda, básicamente porque no tiene jarro metálico donde caer.

jueves, 20 de agosto de 2009

Descuidos remediados

Juguetes perdidos: Un Transformer Decepticon recién regalado. Uno que mutaba en avión, de color rojo. Un idiota lo tiró al aire pensando que volaría por sí solo. Cayó entre unos arbustos y nunca más lo vi. Quizás el mismo imbécil hizo eso como maniobra distractiva para robarlo. Quiera dios que el sinvergüenza haya pagado.

Libros perdidos: El león, la bruja y el ropero en una edición única: el lomo dice que es Cuentos chilenos para niños. Se perdió por culpa de mi madre que me insistía tanto para que le prestase libros a sus putas compañeras de trabajo que no podían (o querían) comprarles libros a sus hijos. Hace una semana vi la misma edición, con el mismo error en su lomo. Lo abrí queriendo que fuese el mío, pero no: no estaba el timbre con mi nombre.

Juguetes perdidos: una máquina cuyo tamaño hoy resulta excesivo, poco más de una palma adulta, en que únicamente se jugaba Tetris e innumerables variantes, siempre con los bloques. Quedó sobre el asiento al lado de la ventana en el bus que me dejaba frente a la casa de mis abuelos paternos, de cuando ellos vivían en Santiago en la calle Curitiva. El bolsillo era muy amplio.

Libros perdidos: la primera (y única) edición que tuve de Fahrenheit 451. Ahora yo timé a mi madre, que de vez en cuando me preguntaba dónde estaría ese libro. Siempre le sacaba en cara su dadivosa colaboración para con la educación de los hijos de sus compañeras de trabajo, pero la verdad es que ese libro yo lo había vendido junto con otros. No sé para qué. Intuyo que fue para comprar casetes.

Juguetes perdidos: un pequeño muñequito de G.I. Joe, o quizás una imitación comprada en la feria dominical. Fuimos con mi abuelo a visitar a uno de mis tíos. Era invierno y/o hacía frío. Me subí a un juego de plaza —de los que parecen cúpulas metálicas—, di una vuelta completa entre los tubos quedando de cabeza, y nuevamente el bolsillo del buzo me jugó una mala pasada.

Libros perdidos: Una mochila fue robada a un estudiante de filosofía que dormía una borrachera. Al parecer, el terrorista sacó sutilmente la mochila del regazo del estudiante dormido, éste despierta y le increpa pero demasiado tarde, el tipo ya se había ido con la mochila con Ser y tiempo y otros más. Con Gernández llamamos a este delincuente, “el ladrón fenomenológico”.

«Debí haber sido más cuidadoso cuando chico» pienso respecto a los Transformers que perdí, en esos años nebulosos entre la niñez y la adolescencia. De esa época sólo me queda uno, al que yo le llamo “Willie”. Hace poco compré la versión actual revisitada del mismo. Se transforman siguiendo el mismo patrón que el antiguo de 1985. He remediado el poco cuidado con los juguetes con otros juguetes, los de ahora. No por nada tengo a una figura de Bobba Fett cuidando los ejemplares de mi biblioteca. Son objetos que mantienen una relación estrecha con mi pasado, y unos cuántos, con mi futuro inmediato. Se quedan llenos de polvo, se acaban y se leen, quedan prendados entre la frágil tela de esta memoria, y luego se mezclan con otros formando argumentos tetradimensionales y con colores desconocidos, paisajes ya idos. Hojas quemadas. Y mi biblioteca es un mausoleo.

lunes, 17 de agosto de 2009

La realidad está acá dentro

Uno hasta podría pensar que la ficción se mete en la realidad, al modo en que Tlön acaba suplantando la aburrida realidad. Pero no, doy apenas dos ejemplos —que únicamente son tales teniendo en mente a Aira:

1. Justo antes de quedarme dormido, presentan en un estelar de televisión a un ex animador de programas infantiles, que ahora ha cambiado de rumbo y regenta una clínica para solucionar problemas de convivencia familiar. Mientras cierro los ojos imagino que tal escena cabría perfectamente en alguna novela de Aira: la exaltación de la familia, los recuerdos del añejo programa infantil, con un “yo lo veía de niño” a coro de todos los demás invitados, etc. Cosa que ha de haber ocurrido.

2. Gernández me llama a primera hora para saber si leí un titular de El Mercurio. Le aclaro que hago lo posible por no leer mentiras. Pero lo hago cuando en la web leo: “Atentados contra centros deportivos Sportlife y Balthus: Dos bombas de la misma factura estremecieron anoche a concurridos gimnasios de Las Condes y Vitacura”. Y entonces pienso que esto no es más que la primera manifestación pública de la guerra de los gimnasios que ya hace rato comenzó. Y nosotros ni sabíamos. Guerra que indefectiblemente acabará con la desaparición de el Chile. Aunque Playmobil Hipotético cree que estos bombazos también pueden presagiar la reedición de todas las novelas de Aira, y la guerra entre sus distintos editores. Yo creo que con tal reedición se acaba de una vez el Amazonas.

Se pueden tener reparos incluso estéticos para con Aira. Hay a quienes les aburre de plano. Otros a los que sus finales ponen rojos de ira. Y otros —los peores— que le toman en serio cada una de sus zafarranchos lógicos. Les apoyo a todos, excepto a los aburridos. Pero lo que no se puede hacer, es criticar a la realidad de aburrida, ilógica o “fea”. Porque eso implica un proceso imposible: quitarle el apoyo a lo que base de todo, incluso de esas opiniones en su contra. Petitio principii.

La realidad es muchísimo más compleja que la más celebrada ficción. Ningún relato podría, ni de lejos, acercarse a la trama de lo cotidiano. Quizás por eso mismo la mejor representación de la realidad se haya dado en las variantes del teatro de lo absurdo, la patafísica o el dadaísmo.


A pesar de todas las evidencias (mediáticas todas, es decir, modernas y por lo tanto indignas de confianza), no existe el Área 51 ni el tinglado de los banqueros judíos controlando el mundo desde las sombras. The Mindscape of Alan Moore no puede ser más claro: los teóricos de la conspiración creen en sus ideas, no por la evidencia que de ellas tienen, sino porque es tranquilizador concebir un mundo tal. Pero, continua Moore, la terrible verdad es que no existe conspiración alguna, que la existencia es completamente caótica y que nadie puede controlarla*. Y a la escena siguiente, Rorschach recordando que no es dios el que mata a los niños ni provoca las tragedias, sino que somos nosotros y que, desde siempre y por siempre, estamos solos.


(*). "The main thing that I learned about conspiracy theory is that conspiracy theorists actually believe in a conspiracy because that is more comforting. The truth of the world is that it is chaotic. The truth is, that it is not the Jewish banking conspiracy or the grey aliens or the 12 foot reptiloids from another dimension that is in control. The truth is far more frightening, nobody is in control. The world is rudderless..."

lunes, 10 de agosto de 2009

Apenas si pueden llamarse

Stella Díaz Varín pegó una foto del Ché en su ventana y gritaba “viva el partido comunista” apenas ocurrido el 11 de septiembre de 1973. Se marcó con una navaja una A por el nombre de pila de Jodorowsky. El mismo cuenta que una noche mientras le esperaba, se tomó 3 ó 4 cervezas, hasta que aparece acompañada de un tipo de pésimo aspecto. Jodorowsky le reprocha que ande con tipos así, que debería meterse con otros como él o como un tal Nicanor Parra del cuál estaba prendado porque su lectura era reciente. Le dijo que ella debería ser musa de poemas como «La víbora» de Parra, y no hacerse acompañar de pelafustanes como su compañero. La tal Stella, colorina y harto rica, le espetó que ése poema le había sido dedicado en efecto, y que el tipejo a su lado era Nicanor Parra. Durante el mandato de Ibáñez del Campo y la promulgación de la “ley maldita” que hacía ilegal al partido comunista, ella y varios otros escritores (Lihn y Lafourcade por ejemplo) se tatuaron una calavera con un cuchillo partiéndola, como seña del odio y sus ganas de cometer un magnicidio que nunca ocurrió. Dijo la anciana que tuvo por meses su tatuaje hinchado. Durante la dictadura delatar era asesinar, pero no pensaba lo mismo Enrique Lafourcade que en cada columna de El Mercurio que podía le tiraba mierda a la poeta, hasta que una noche se atrevió a presentarse en la Sociedad de Escritores, pero escoltado por un púgil profesional. La poeta le prometió combos, sacarle la cresta apenas se lo encontrase fuera, cosa que cumplió. El boxeador al enfrentarse a esta colorina endemoniada, se hizo a un lado y dejó solo a Lafourcade quien recibió su dosis de nudillos, y luego, huyó.

En una feria de antigüedades encuentro un ejemplar de un pasquín poético, editado por compañeros en ese momento, de filosofía. Se llamaba Empédocles, y me divirtió mucho encontrarla ahí. Apenas la hojeé. Reconocí gran parte de los nombres de sus participantes. Recordé a uno que nos hizo pasar una noche de horror queriendo golpear a otro, sin querer marcharse, y todo porque había bebido pisco de más de 35º alcohólicos. Una vez llega mi hermana a casa, me pide ayuda para un debate en el que ha de defender a un filósofo presocrático. Y no se trata otro que Empédocles, el latero del amor y odio que unen y separan a discreción los cuatro elementos fundantes. En el momento no noté la coincidencia, sólo lo hice 8 segundos antes de dormirme.

Me enojo con Fernández. Pero no me enojo, y si lo hiciera no sería con él. Entonces me enojo porque a los poetas apenas les alcanza para poetitas. A los putos de la novísima poesía shilena les sobra el acné y la histeria y las bolas llenas como para poder hacer algo medianamente respetable. Si acaso tuvieran una pizca del ímpetu suicida de De Rokha. Que se metan la antología del recién difunto Alfonso Calderón, esa que ni conocen, la Antología de la poesía chilena contemporánea. Que se la metan por el ojete a ver si escupen aunque sea una frasecita decente, un verso digno, o en su defecto: un eructo inteligente. Aunque hasta sea dable pensar que todos esos indignos sean necesarios, dando vueltas en sus talleres y jornadas de vino y desbande, para que nazca uno como Alfonso Calderón. Que repito, murió hace dos días. Claro, son tantos y tantos, que toda la inteligencia que no tuvieron viene a parar en la cabeza de otros.

La pregunta «¿para qué poetas?» es inválida porque anacrónica.