lunes, 30 de octubre de 2006

26ª

Camino por la Feria del Libro de Santiago. Dice mi tía que hace décadas la Estación Mapocho recibía a los viajantes que venían desde el norte de Shile hasta Santiago. De pronto —rato después, solo— me saco un audífono de la oreja sebosa por alguna palabra clave que oigo por fuera, entonces atiendo:
«…Borges, en el vigésimo aniversario (…) entrevista exclusiva con su viuda, María Kodama. El homenaje al autor de El alep (sic)».
Entonces me vuelvo a poner el audífono y concuerdo conmigo en que no por tener voz cavernosa propia de locutor se tiene por qué saber que se pronuncia «alef» y no «alep». De hecho el tipo dudó antes de decir el título. Pero nadie a su lado estuvo para soplarle cómo debía decirlo.
Me dirijo al mesón de informaciones para —en vez de cansarme buscando local por local— consultar por libros específicos. Que dónde tienen En busca del tiempo perdido en la edición de Alianza. Una chica preciosa y simpatiquísima me atiende, me entrega un mapa de la Estación y un papelito con los nombres de las editoriales y su ubicación en coordenadas que debo desentrañar del mapa entregado. Quizás hiciese falta un GPS en estas circunstancias, pero llego sin complicaciones a mis destinos. En el FCE no está Proust. En el stand de una librería un vendedor con pinta de barra brava afirma que no traen de esos libros por ser muy caros. Por dentro me río porque sé que lo más vendido de esta Feria serán las Obras completas de Parra que cuestan más del doble del libro por el que pregunté.
El día anterior el jodido antipoeta había hecho esperar más de 1 hora a todos los que habían asistido al lanzamiento de la compilación. Tuvo que aparecer el también jodido Ricardo Lagos a explicar el atraso, a intentar calmar al público. Cuando Parra aparece apenas si habla, y su intervención se resume en pararse frente a un micrófono, todo despeinado (él, no el micrófono), y recitar de memoria El hombre imaginario. Parra declama los primeros versos y se calla, esperando que el público se vuelva loco. Quizás ya lo estaban antes de entrar al salón enorme donde una vez tuve bien cerca a Jodorowsky, y también donde nunca vi a Bolaño siendo entrevistado por Warnken. Cuando va saliendo, Parra le dice a los periodistas: «hace muchos años decían que yo quería ser el presidente de los poetas. Pero ahora digo que soy el poeta de los presidentes», demorándose en el juego de palabras sólo para que todos alrededor de él le celebren la gracia y se rían de su chochería, de su dizque irreverencia.
La búsqueda de la búsqueda del tiempo ido se demora más de lo previsto. Finalmente recorro toda la Feria en la cacería. Proust, descubro, también se dice Prost, y que muchos no lo conocen ni de pelea de perros, que no saben cómo escribir su nombre en la computadora que no lo registra, al igual que sus memorias. Algún vendedor me da una pista, que vaya a Arrayán, que ellos lo distribuyen. Vuelvo a informaciones. En Arrayán finalmente lo encuentro, y junto con el volumen segundo —A la sombra de las muchachas en flor— veo los otros cinco que ahora me faltan. Y también a Hesse, a Faulkner, y El largo adiós de Chandler y toda su propia biblioteca de autor.
Ahora tengo que buscar a la tía que me lo regalará por mi cumpleaños que se aproxima. Doy vueltas y vueltas por los pasillos mirando libros que no me interesan en su mayoría. Perú está de invitado en esta ocasión y me regocijo hojeando los libros hermosos de César Vallejo y de Martín Adán. Reviso otros versos de Westphalen mientras recuerdo que él sufrió el síndrome Bartleby entre 1940 y 1971. Ni miro los de Vargas Llosa.
En esta otra búsqueda estoy cuando de lejos, a un costado y por arriba del nivel del suelo, veo una cabeza llena de cabello canoso y largo. No le puedo ver el rostro a Kodama, pero los escasos kilómetros que nos separan hacen que me quede extático en el piso sólo para darme cuenta que la mentada conferencia de prensa ya había sido, y que ella ahora se marchaba despidiéndose de algunos asistentes. Suspiro (no sé por qué, quizás ni lo haya hecho, quizás le haya mentado la madre) y vuelta a caminar.
Quisiera completar la cuota monetaria que mi tía reserva para mi regalo, entonces busco otros libros. Quisiera también La serpiente de Aira, que está harto barata, pero que junto al pintor viajero es lo único que de él veo. Pero luego voy también a donde está casi todo lo de Anagrama, lo poco que llega al país. Me entretengo preguntando por Perec, queriendo tener dinero para llevarme por fin La vida instrucciones de uso, o El secuestro o Las cosas, pero todo es tan caro.
Comemos un helado de capuchino mientras hablo con mi prima de nueve años que ya lee más que yo a esa edad que saborea uno de chocolate, y eso me gusta, porque a pocos les gusta. A nuestro lado su madre que es mi tía conversa con mi hermana señalando a un punto indeterminado allá abajo donde la gente se mueve y mira libros. Apuntan a un joven que se ha echado un tomo a la mochila. Realmente espero que no lo pesquen, que cuando salga ninguna alarma lo delate. Porque todo es tan caro. Parece que el tipo se ha robado algo desde el stand de Ediciones B, que se ha llenado de dinero y de sorpresa luego de publicar Ygdrasil de Baradit, y que ahora hacen renacer a la editorial Bruguera. Y esto me da una alegría enorme, porque siempre pensé en Bruguera como quien piensa en el latín o el esperanto, algo un poco ido o presente pero como difuminado porque los libros que de ellos tengo son clásicos, colecciones empastadas y hermosas: una lengua muerta publicada en una editorial acabada. Eso pensaba. Pero por los extraños vaivenes del mercado ahora resurge y publican a la vez la primera novela de Ernesto Ayala —Examen de grado— que hace críticas de libros en el «Artes y letras» de El Mercurio todos los domingos, con esa fotografía en la que aparece él, tan siútico, como en una pose clásica de Hugo, él también, atormentado por el mundo, por las gallinas ponedoras y quién sabe por qué otras cosas. También publican la primera novela de Álvaro Bisama, del cual leo metódicamente su columna en que devora libros en la revista de los ídem. Antes de conocerlo ya me cae bien. He leído críticas encomiables sobre Caja negra, y me gustaría leerlo pienso cuando oigo por los altoparlantes que él junto a Ayala estarán firmando sus libros.
Es terriblemente penoso: Pablo Mackenna (famosillo farandulero, que estudió filosofía en Alemania, que dicen que es poeta, que se hizo conocido por estar entre los tres insoportables conductores de la versión shilena de CQC) está sentado en un taburete alto esperando que llegue la gente para firmar su librito 40 noches que relata su triste odisea luego de chocar su automóvil ebrio a más no poder y tener que pasar esa misma cantidad de noches en reclusión nocturna. ¡Ay qué pena! Y la gente lo mira y se sonríe porque lo reconocen de la tele y nadie se le acerca y las viejas cuchichean: «Es más bonito en vivo que en la tele». Lo mismo pasa con Marcelo Simonetti que vende millones porque salió del clóset. Pero se llena cuando aparece el autor de una guía astrológica para el próximo año.
En otras condiciones me habría demorado mucho, realmente mucho, en leer la novela de Bisama, pero aprovecho y lo compro y junto con Proust se alcanza justo justo la cuota de mi regalo. Tiene que estar a las seis y treinta firmando, pero aparece recién a las siete y quince mientras converso con mi prima lengüeteando el helado de capuchino que está tan rico. Lo dejo a medio terminar y se lo doy a mi tía que también le gustó, pero que no quiso comprar el suyo propio.
Me habla de Los Ángeles, de Ellroy y yo le digo algo sobre Hammett y Chandler; me cuenta de un novelista secreto de L.A. que escribe sobre detectives travestis, o algo así, o curas terroristas del medio este gringo; me dice que su novela es el opuesto a Bonsái de Alejandro Zambra, que ése libro es todo lo que él no haría en una novela: a pesar de lo mucho que le gustó y de la amistad que lo une a ése otro crítico y escritor. Creo que también habla del Fitzgerald crepuscular (y le digo que ni siquiera conozco al Fitzgerald matutino) y su relación con esa misma ciudad. Habla de Santiago, y de lo que entiendo es su lejanía respecto a ella, suficiente como para haber escrito sus Postales urbanas también sobre su Valparaíso y de la mano suicida de Tito Mundt. De pasada me cuenta que probablemente no publique en harto tiempo (un año o un año y medio) porque está medio seco luego de publicar este año ya dos libros; que sabe qué quiere escribir, pero que mejor no, que se tranquilice, calma, calma. Que también hace clases en una universidad jesuita de Santiago, de crítica literaria a alumnos de cuarto año. Que qué hago. Ya ha firmado hace rato la primera página de mi/su novela. Me despido, quizás lo esté molestando, pero quizás no, en los quince o veinte minutos de conversación sólo se acercó una niñita a que le pusiera la rúbrica a su ejemplar. De Ayala, ni rastros. Quizás hubiese sido mejor quedarme conversando con él un rato más.
Por mientras tengo a mi lado su novela casi acabada. Tiempo récord.

martes, 24 de octubre de 2006

Ahí va y llegó el hijo de Fernán

Está provisto de un aparatito balzaciano para poder leer los pensamientos. Porque según él mismo dice: “Resolví hablar en nombre propio porque no me puedo meter en las mentes ajenas, al no haberse inventado todavía el lector de pensamientos”. Y otros inventos cuál más útiles: un manojito de tuercas que permite envejecer a la gente en cinco sencillos pasos, en cinco fotogramas que hacen pasar a la víctima desde el pecho materno hasta la teta de la muerte.
Y por sobre todo, su odio es tan pero tan grande. Pero a no exagerar, porque sí que ama, o con precisión (y sin exagerar la nota): ama a su abuela muerta y a la Bruja, su perra ídem, y quizás a cuántas decenas más de muertos que tiene que cargar dentro de sí. Un cementerio móvil, cada vez más lento claro, pero móvil a fin de cuentas. Cuando lo entierren, cinco millones de otros muertos por fin van a tener descanso eterno. ¡Ah! Pero es que no lo van a enterrar, va a ser cremado por la Agencia Gayosso en el DF. El Rincón del Zopilote, del Cuervo, del Gallinazo (México, Shile, Colombia: para que todos entiendan, porque no sabe qué mierda pasa con el lenguaje que está cambiando tanto, cuando habría que saber que todo se reduce a problemas gramaticales. Por lo menos él lo sabe).

«Los idiomas son como las mujeres: cambiantes, insaciables, noveleros. Putas a las que cuando se les sube la confusión a la cabeza les da por tener hijos.»

Y no se quedan embarazadas porque sí. Como si todas las putas asesinas histéricas fuesen dizque la Virgen (tanto o más puta que ellas, que le prestó su agujero al Divino Falo). No. Porque ahí ya hay otro ganapán imbécil que les quiere meter el apéndice que le cuelga entre las piernas en esa caverna de la otra. ¡Cuánto se enojaba él con estas prácticas antiguas y perniciosas!

«Que eyacularan, pues, si querían, y si querían en el interior de una vagina; pero eso sí, que la dueña de la vagina se lavara, no fuera a ser tan de malas que la preñaran y nueve meses después le saliera, por el mismo hueco ciego por donde entró la babaza blanca, el hijo negro del Chamuco, de Nuestro Señor Satanás que en los infiernos reina, con cola y cuernos y una gran vara.»

Y esto tenía —por lo menos— algo bueno. Que podía darse muy bien el caso de que efectivamente naciese el Hijo de Satanás. Entonces era bueno: de un momento a otro la catástrofe se completaría y de la faz de la Tierra se irían todos los humanos: «¡Cuántas bestia bípeda entregada a la cópula! ¡Caterva! Habéis vuelto el planeta una colmena. Y entráis y salís, sacáis y metéis, zumbáis y zumbáis.» ¿Pero y los animales que tanto amaba? Probablemente también morirían, pero no tanto como para no poder volver a poblar el mundo libre, sin humanos. Y por ahí se acordaba de su rabia contra los musulmanes —«a los que habría que exterminar en una guerra santa con bombas atómicas que no dejaran de su religión maldita ni los huevos de las cucarachas»—, por lo mal que trataban a las dizque bestias, que en realidad eran ellos.

«Y los musulmanes. ¡Ay los musulmanes! Peste propagadora de la peste humana, que les cierran las puertas de las mezquitas a los perros. ¿Acaso se creen espíritus gloriosos estos cagones?»

Entonces por fin se desata la Guerra de las Guerras. Él lo decía cada mañana, se levantaba no preguntándose por qué el ente y no más bien la nada, sino que haciendo plegarias para que hoy India y Pakistán se pusieran a tirar bombas atómicas, y que por otro lado China se levantara contra Estados Unidos. Y rogaba (yo lo vi una vez) porque con eso se borraran por lo menos unos tres billones de humanos. Irresponsable pero certero.

«—Maestro, si usted pudiera volar el mundo hundiendo un botoncito, ¿lo hundiría? —le preguntaron.
—Sin dudarlo ni una bimillonésima de segundo —les contestó.»

Ateo, apóstata y blasfemo. No economizaba en improperios contra el dios que fuese. Amarillos, negros, italianos y todos son unos hijeputas. Que se quedaran rezando y babeando si lo deseaban, pero que después no lloraran si los alcanzaba la desilusión, cuando se cumpliera una de sus esperanzas: «quemar el Vaticano y la Kaaba bajo las barbas mismas de Dios o Alá.»
Y todo se resumía en gritar con rabia y que las salivas espumosas cayeran donde debían. Y si a otro le caían, pues culpa de él, que para qué se ponía entre medio. A no defender a nada ni a nadie, y por sobre todo, no defender ninguna tesis, que en cualquier momento se convierte en dogma, y se construye otro Vaticano más infecto que el actual —si es posible esto claro.

«La Iglesia, güevón, no es una colectividad religiosa sino un “ente” económico-político, con bancos, barcos, aviones y todo tipo de intereses terrenales. Lo único que le falta hoy al Vaticano es montar una cadena de burdeles con monaguillos.»

Y aquí (en todo él) se nota una nota de don Pablo, el único Pablo que importa. ¿Escobar Gaviria? Que no, ése era otro hijeputica que no podría haber nacido más que en Colombia, un cabrón del que por suerte su abuela se había librado de conocer, de tener que respirar el mismo aire. No Gaviria, sino De Rokha. Por ahí quizás estaba su parentela perdida, rabiosa y gritona. Toda una tradición que viene desde Aristófanes riéndose de Sócrates, Voltaire de Leibniz, y De Rokha expulsado del Seminario de los putos católicos por leerlo. No hay caso con nada, y todo indica que él lo supo.
Le quedaba el consuelo de que por lo menos la vida es un accidente, y de que nadie es preciso: el único derecho inalienable, el único derecho humano es a no existir. Por lo menos la muerte es todopoderosa.
Eso sí era existencialismo.

«—¿Y Sastre cómo era?
—Bajito, flaquito, feíto, de gafitas redonditas de carey.
—¡Pues cuántas guerra no dio el maldito!»


* * *

Citas tomadas de La Rambla paralela de Fernando Vallejo. Alfaguara, Bogotá, 2002.

martes, 17 de octubre de 2006

A César, lo que es suyo

El 25 de septiembre César Aira visitó Shile. A propósito de una conferencia sobre qué novela te llevas para el siglo XXI, para una isla desierta como la de Lost, si mañana te mandaran a Plutón (minimizado planeta lovecraftiano) porque la Tierra se derrumbará o algo así. ¿Una catástrofe y hay que pensar en llevarse un libro, elegirlo de entre todos los amados de la biblioteca? Joder.
Visito a Gernández para que me acompañe a su exposición. Aparte de la estrella en tour, está también Rafael Gumucio y Raúl Zurita. Me importaba una mierda lo que ellos se llevarían en su valija para el siglo actual, pero por ellos mismos ya sabíamos que estaría totalmente abarrotado el local, sino de sus lectores sí de jovencitos más jovencitos que nosotros. Gernández decide no acompañarme, y yo por eso decido no ir, por vergüenza, porque el nerviosismo me comería cuando quisiera saludarlo, para que me autografiara uno de sus libros que tengo. Como si él fuera una estrella de rock y yo un fan adolescente y a punto de desmayarme cuando asoma su cabecita por la ventana del vigésimo quinto piso de su hotel.
Esa noche ocurren cosas muy extrañas en el departamento de Gernández, y al día siguiente también. Quizás fuera bueno olvidar ciertas cosas.
Dos semanas después visito un supermercado que huele a esos químicos que sueltan para que de hambre. Lagos Correa me ha avisado que allí en unos mesones y dentro de unos carros de compras hay centenas de libros a precios irrisorios, él se compró La Eneida de Virgilio. Llego al frente del mesón y el primer libro que veo es Las noches de Flores de Aira. Me río por dentro y quizás hasta por fuera pero no me escucho, metido como estoy en los vaivenes de la música del iPod. Lo pongo bajo mi brazo y me sumerjo a bucear en los demás libros, rescato a Vallejo, Fernando no César. Pienso, recuerdo, que alguna vez prometí no leerlo nunca, a propósito de unas palabrotas que dijo contra Balzac. Que si sigo así acabaré leyendo hasta a Dumas.
Libros por kilos, como el esposo de Cesárea Tinajero le compraba: y ella lo leía todo.
Qué preciosa novela pensaba cuando aún no la terminaba. Los chicos en sus ruidosas motonetas recorriendo las calles del barrio Flores, las que tan bien (también) conoce Aira, repartiendo pizzas, y la pareja de ancianos de Aldo y Rosita Peyró caminando y haciendo lo mismo en tiempo récord. Todo muy bonito, con esas digresiones absolutas e idiotas, circunstanciales respecto a nada o a las conversaciones a la entrada de Pizza Show, o la lógica de los motoristas para ir siempre a contrapelo de la dirección única de las calles: sus planes a priori para lograrlo, y el misterio del camino de vuelta.
Aparece Nardo, un monstruo con alas de murciélago y pico de loro que les habla a Aldo y Rosa. Y de pronto —cuando ya sabía que Aldo es medio sordo—, se sabe que Rosa es ciega y que por eso no sabe cómo es ése enano con zapatitos plásticos rojos.
Entre medio de todo se mueve la trama oculta pero primera del secuestro y muerte de Jonathan. Un nombre que a los argentinos les parece tan flaite como Alexis o Bryan. Y el amor secreto de Walter por Diego que cree que él es el mito de la chica disfrazada de hombre que corre más rápido que cualquier otro motorista. Hay también una exposición acerca de los GPS y de la increíble cantidad de ellos que hay en Buenos Aires.
Y siempre, por sobre todo, la barbarie argentina de la crisis, de los hijos de puta que nos andan cagando día por medio. Y Aira pone: «¿Habrá historiadores de la crisis?» Y sus personajes principales serían las bandas de jóvenes, los secuestradores, los mendigos sacando de la basura la comida de los McDonalds, que ignorantes ellos, ya era basura antes de ser desechada.
De pronto todo se enreda y se vuelve confuso, porque hay un corte brutal que no deja ver bien. Hay que volver a abrir los ojos y decir que se está leyendo otro libro, otro tomo de la misma obra. Y ahora sí todo es clarito.
Qué novela más horrorosa digo luego de proferir innumerable improperios contra Aira por escribir como escribe. Zenón aparece y promueve el movimiento (judicial). La verga de Rosita metida en una cabeza muerta. La escultura que no son sino unas palabras: «Mientras José y María experimentaban por primera vez el sexo anal, Josecito, que desde el cuarto contiguo oía los gemidos, acariciaba la cabeza cortada de su hermano muerto». Qué perturbación del ánimo puede llegar a provocar cierta ordenación de unos caracteres negros. Qué terrible que esos signos puedan moverme más que un niño que vive bajo un puente rodeado de perros que lo violan.
Como beber y beber y pasarlo bien, y de pronto el bar comienza a girar, y el estómago duele y ya viene, ya viene el vómito y llega cuando no alcanzamos a llegar al retrete. El dueño nos patea y saca, y afuera las estrellas nos iluminan, «y esa noche hubo una reacomodación de las estrellas en el firmamento y se formó una constelación nueva justo encima de Flores, en la que muchos quisieron ver los recorridos de las rutas llevando pizzas, y la llamaron la constelación “Delivery”.»