miércoles, 11 de junio de 2008

Los crímenes del sujeto

Releo la noticia del suicidio del galerista español Ignacio García. Lo relevante del caso, es que al parecer, acometió contra sí, por la carga que le significaba ser acusado de falsificar ciertas pinturas de José Vela Zanetti, y venderlas como si fuesen originales, obviamente.

Se comprende el destino de Pierre Menard entonces. Pero con salvedades, como por ejemplo: que Menard no falsificó, en el sentido propio de la palabra, es decir, no quiso hacer pasar la obra de Cervantes como propia, sino que quiso hacer propia aquella obra que de suyo no lo era, pues de su inventiva no había nacido. La labor de Menard (escribir nuevamente ciertos capítulos del Quijote a partir de sí mismo), es de suyo vana, puesto que no hay forma de diferenciar aquellos textos, a no ser claro, que se conozca de antemano la psicología del escritor.

Si bien es posible que existan covers, que una banda haga el mismo tema de otra, ¿cómo sería eso posible escribiendo? Además, ¿por qué se considera como homenaje que otros reproduzcan lo ya hecho por uno? Sobre todo pensando que a veces las re-producciones alcanzan mayor reconocimiento que el original.

Un cover perfecto vendría siendo lo mismo que el original: réplica de sí misma puesta entre dos espejos, ¿para qué seudos homenajes entonces? Aunque el original siempre queda corrido respecto sí mismo, un desfase, desenfoque que impide saber con certeza qué es qué (cuál es cuál, dónde se está), y en ello, una indiferenciación donde da lo mismo que es réplica y que original. Porque también se da el caso de que algo sea tan sí mismo (se parezca a sí) que sea imposible comprenderlo como verdadero: desconfiamos de la perfección como de una mala copia.

Capítulo nuevo de Suicidios ejemplares: centenas de escritorzuelos lánzanse de altos edificios, declarando los robos que cometieron durante sus carreras, por las que ganaron premios, millones, viajes. Hay quienes se enfurecen contra Homero, otros contra Milton, los más con los Evangelistas.

De seguro llamaría más la atención que hoy se escribiese la Biblia que hace más de 2.000 años, donde escribirla era una tarea necesaria, obligada según las circunstancias, tal como recuerda Borges que en su momento lo fue el Quijote. Entonces, ahora mismo, cabría la posibilidad de ser realmente innovador, haciendo algo que jamás nadie haría: una vindicación de la divinidad, del reino etéreo, de la trascendencia a partir de la debilidad, un ensalzamiento de la mojigatería como medio de la felicidad. En resumen, del cristianismo más rancio.

No por nada «plagiar» tiene dos sentidos distintos a primera vista, pero íntimos en un examen un poco más cuidadoso. (1) Copiar en lo sustancial obras ajenas, dándolas como propias, y (2) Entre los antiguos romanos, comprar a un hombre libre sabiendo que lo era y retenerlo en servidumbre.

Se retiene, se ata una obra impropia con el nombre que la firma. La signatura no funciona sino como lazo que impide y obliga a la originalidad, a pesar del hurto. Se firma tanto para reafirmar el ego como para distinguir las cosas, unas de otras, unas las mías, de las otras, las tuyas. La firma asegura la originalidad, promete la singularidad de lo firmado, en primer lugar, del trazo mismo que constituye la firma: toda vez que existe una firma similar a otra, ambas son desacreditadas por ser indiferentes.

Lo impropio pasado por agua, queriendo con la operación de la firma, hacerlo pasar por propio. Como cuando los padres les ponen a sus hijos sus propios nombres. A la vez que realizan el gesto de apropiación, no hacen por otro lado, sino confirmar que esos niños jamás les pertenecieron, dándoles la separación de antemano.

¿Por qué Ignacio García decidió el suicidio a los 78 años? No puede haber sido por los cuatro años en cárcel que le esperaban por estafa y delitos contra la propiedad intelectual, ni tampoco por la indemnización de 300.000 euros que debía a los herederos de Vela Zanetti. ¿La enorme deshonra de que le hubiesen descubierto, de saber que su trabajo no era lo suficientemente bueno? Quizás la indignidad de nunca poder haber pintado él mismo lo que otros ya habían hecho. Habría que haberle dicho que todo era una irreversible cuestión de tiempo. Que cuando pudo pintar, ya otros habían pintado lo que él hubiese podido. Que todo estaba hecho ya, desde siempre.

Que no habían posibilidades de singularidad alguna, más que desde los bordes de la cordura.

Que la inexistencia es la única originalidad posible.

martes, 3 de junio de 2008

El otro como (problema) necesario

En el estado actual de las cosas, las películas de animación japonesa, incluyen, fuera de los subtítulos correspondientes, notas a pie de pantalla: detallando la fraseología, los períodos históricos, las referencias externas a que los personajes aluden. Aunque claro, estos textos están en la parte alta de las animaciones.
De pronto, cualquiera puede hacerse de una muy buena idea de los complejos shogunatos y de los procesos políticos que involucran. Esto bien se entiende si se observa a los fanáticos japoneses: otakus, tipos obsesionados con la culturas orientales.
¿Qué otro indicio es necesario para mostrar que las ramificaciones de cualquier obra no acaban jamás? De esto tenía harta conciencia Melville, por dar un ejemplo a la mano.
Cabría la labor propiamente postmoderna: un trabajo sobre textos, y detenerse de escribir cuestiones disque originales. Pero, dejando de lado la siutiquería y el gestos de desprecio propios de tal operación.
Algo así como «Usher II» de Bradbury (Crónicas marcianas); o meterse en los sucesos privados de un personaje real, tal como en «Tres rosas amarillas», donde Carver mistifica la muerte de Chéjov. Nada nuevo bajo el sol, esto es evidente, baste recordar que todo autor “sarcástico” (por lo menos en algún grado, en cierto momento), ha sabido mezclar elementos de muy distinta procedencia para sus collages: Chesterton, Papini, Rabelais o el indecible autor de la Biblia.
Claro que ahora, en el terreno en el que se juega es en el del mundo pop, del cruce preparado por el despliegue globalizado de los caracteres idénticos, del sesgo de las diferencias. Sería cosa de ver cualquier filme de Kevin Smith, donde en cada una de ellas hay referencias explícitas a la saga de Star Wars: como en Clerks, donde se produce una extraña conversación sobre la moralidad de la causa rebelde al asesinar a los constructores “inocentes” (ahí está el meollo) de la Estrella de la Muerte. O de manera más actual, y más cercana, la imaginería completamente externa de Nicolás López, que no hace sino remedar en tono coloquial lo que ha devorado en su vida. Y no hay que apuntar que esto no ha de ser considerado de manera peyorativa, toda vez que la máxima habría de ser «escribir es haber leído». Parafraseando: «crear es conocer lo ya creado».

¿Habrá que decir algo sobre el tan manido concepto de la influencia de unos sobre otros?
A veces las traducciones se convierten en obras más altas que el original que provocan tal trabajo. Por ello, Borges puso su atención a las versiones homéricas. Quizás por ello Aira traduce a Chandler (y por el dinero obviamente). O al revés, en reverencia a un autor admirado: Cortázar traduciendo a Poe, y Vargas Llosa a Flaubert (o prologando Los miserables).
Cae en todo lo anterior todo aquel que escribe. Escribe él y los mil y un fantasmas que lo acompañan. No únicamente sus oscuros pasajeros, sino los ángeles que le protegen también.

A cada paso, no se hace sino confirmar paulatinamente, que llegara el momento en que todo será hecho. En un hipotético tiempo, en el centro de las actividades, en algo así como el grado cero de la inventiva (o de su voluntad), se concentra la materia densa y oscura del obrar. Su ovillo que nutre desde las pesadillas nocturnas hasta los magníficos puentes sobre el mar o los rascacielos de acero y hormigón. A la vez que el ovillo cede, quita, pierde su carácter de completud, esperando volver a reencontrarse luego del ciclo que tarde o temprano se cumplirá. La doctrina del eterno retorno es aplicable a todo, porque quizás todo no sea sino volteretas, palos de ciego contra la nebulosa de lo desconocido y lo por-venir.
Aplicar la teoría psicodélica del Big Bang a la creación humana.

Gernández baja y baja música de la red, a un ritmo superior al que utiliza en escucharla, en conocerla y saborearla. Cuántas centenas de bandas desconocidas. Por una simple cuestión estadística, y no por ciega confianza, es evidente que habrán docenas que vendrán a hacernos felices, a proponernos nuevos estados mentales o de ánimo, pero ¿qué nueva sensación puede ser conocida ahora, a casi la mitad de la vida, si no es una intensificación de otras ya conocidas? Ciertos fraseos, riffs, modulaciones de la voz, escenifican párrafos ya leídos, palabritas ya pasadas, o muestran la necesidad de ponerles nuevamente atención, porque a veces el oído es torpe (o lo que hay entre él y yo).

Humanos al fin, quiero decir, esperanzados, queda el consuelo de las obras ya hechas. La lectura (la música, la pintura: esto es en realidad una gran X) entrega, por momentos, la ilusión de la creación compartida. Si no hay un narrador omnisciente, es entonces el ingenuo lector quien cree serlo, conocer aquello que los personajes no, cuando la miserable realidad (porque ajena), es que ya aquello estuvo previsto de algún modo por otro, semejante, perdido y sufriente, pero dador de infinitos placeres que por suerte, aún no acaban de descubrirse.
Quiera la Divina Mente que esto siga así por siempre.