martes, 19 de septiembre de 2006

Anacrónicas

«Nunca se está demasiado agotado para tener ocurrencias oportunas»
lactancio

Who needs action when you got words
Meat Puppets, Plateau


En una de las infinitas posibilidades del futuro abierto, Gernández y Salgado decídense por fin a hacer algo productivo por y para el mundo, sin darle tiempo ni espacio a una posible opinión suya. Cuales doctores Frankenstein, buscan por toda la comarca —primero con avisos en los matutinos, y luego ya decididamente en las calles— a las mozas más adecuadas para su misión. Ven en ellas lo que de corriente se ve. En ellas buscan las cualidades morales, el talante intelectual y el porte esbelto de quien sale a la cacería de la madre de sus hijos por venir.
Quizás se pareciesen más a un Herbert West pornógrafo, todo hay que decirlo.
Han recorrido escenarios de pesadilla. Campos abiertos que se parecen a El Chile, pero lleno de otros cadáveres: las máquinas todo lo copan, hasta donde los ojos pueden alargar sus aristotélicos tentáculos: suerte de Mad Max. Alguna vez creen divisar a lo lejos a Troika revestido de una túnica calipso creyéndose Virgilio: tras él toda una cáfila de cocinas quemadas y de lavadoras oxidadas, que quizás, le rindan pleitesía.
Animados —eso sí, ahora también— por cierto fuego erótico, invierten más del tiempo prefijado para tal fase del proyecto total, gigante, completo y complejo que tienen en vistas: una mirilla pequeñita que tiene tras de sí un telescopio enorme y bruñido, pero que tiene un visor enano que contradice toda la construcción que la soporta, y que quizás a dónde mire, a qué desiertos, a qué libros cerrados —o derechamente nunca abiertos: «Ése sería el paraíso, allí está el lago de fuego» vociferan a dúo.
Los estudios anatómicos no les son ajenos. Han debido tomarlos a propósito de esta primera sección. Gernández ha sufrido mucho con la desmenuzación teórica del cuerpo humano, que a él, se le antojaba siempre henchido de un honor y orgullo que superaba su mera contingencia material. Para el otro ha sido labor sencilla tal aprendizaje.
Durante semanas la común fortaleza ha sido invadida por doncellas venidas incluso la Tierra Allende la Montaña (enviadas por los corruptos emisarios reales, Sir Pailosías y el marqués de Zedicia); desde los campos de las Chicas Cerdas, y de las Jóvenes Coloradas también arriban mozuelas. Se diría que el trabajo no podría ser más placentero. Y en poco más coinciden ambos confabuladores. Se intuye la tensión ególatra para el lector atento. El desastre —entre ellos— es inminente. Y en todo caso, ya lo había dicho la Vieja de Blanes, cuando —en medio de la recepción en que Gernández y Salgado agasajaron a todos los magos y brujas de la región para tener consigo sus favores—, acabando su empanada de manzana, amenazó a los anfitriones diciendo: «¡Frutas podridas no! Hácenme mal al píloro!», para luego desmayarse y ya nunca más levantar cabeza: en todos los sentidos posibles.
Esto se tomó como un mal augurio. Pésimo, en el dictamen generalizado y sabiondo del oráculo. Pero los pérfidos no estaban para guasas, y así lo hicieron saber cuando iniciaron con el proyecto.
Ahora, el intríngulis pasaba por algo más cercano a la idiotez que a los teoremas relativos a su labor. Un pequeño punto que ambos habían dejado de lado, sabiendo que traería problemas resolverlo. Cierta mecánica del acaso se dejó que operara en la cuestión, pero tal no ocurrió. El azar apenas si inmiscuyó su nariz pringosa, como cuando creían tener frente a sí a la candidata perfecta y luego cayeron en cuenta de la grave enfermedad viral que sufría lo que hacía imposible la concreción del proyecto con ella. Por lo demás, de harta falta se echó a la garrita de goma de lo improbable, ella habría sido quien dirimiese el problema que se tenían entre manos (o mejor: entre piernas) los conjuradores. «Como si la casualidad poseyese la sabiduría salomónica» pensó alguno.
Si el problema posterior, de criar al niño, darle la enorme biblioteca de un hipotético abuelo de sajona sangre: libros encuadernados en pieles suaves y brillantes siempre, hojitas de Biblia que más llamaban a devorarlas que a leerlas («¡Bah! Dos modulaciones de lo mismo» decía Salgado), la certeza de siempre hallar el volumen referido por otro, y en esa certeza otra: la posibilidad de la totalidad de los libros necesarios, necesarios: «Cierta clausura de la lectura posible, una catedral ya acabada, una tumba ya cavada» puso Gernández en el Borrador Brujas v5.0 (Pliego tercero). Si —decíamos— esos problemas ingénitos al hecho del niño estaban de antemano superados, no así lo estaba el hecho mismo de la engendración. Y no por lo que pudiera pensar ahora el lector ladino y con mente calenturienta, sino por algo que el mismo lector pudiese intuir. Si ya estaba hecha la mezcla áurea de los fluidos seminales perfectos, el problema residía ahora en que, como es sabido, la excitación nerviosa que provoca el enamoramiento cuando no el mero deseo libidinoso, hace propicia y beneficiaba en grande forma toda nueva concepción uterina: ¿quién se encargaría de tal trance?
No es el lugar para explicar las más que difundidas teorías (o meros chismorreos de conventillo) que avalan tanto a uno como a otro como ganadores en tal competición sexual. Ni siquiera —aventuro mi hipótesis— ellos mismos lo saben con certeza.
Hacer lo mismo que Flaubert con Maupassant. (Pero nunca buscar lo que dice Vila-Matas que le sucedió a cierto joven cuando conoció a Grombowicz). Un giro al revés en el tornillo de la historia de la escritura, ponerle una firmita otra en el lomo de la bestia: otra muesca, unos pelillos menos. Todo siempre y para siempre tan nimio, tan mínimo; y con esto, arriesgo otra lectura: justamente eso los tenía cansados. No sólo a ellos, sino a toda la comandita de genios que los ayudaron en la tarea. La lista es extensa y no falta de inconvenientes para el lector actual, poco dado a la memoria y tan cercano a la desidia.
Crearlo —al niño— para nada más que ser escritor. Salgado citaba febrilmente siempre la certeza del pequeño Georgie: «Desde pequeño supe que mi destino sería literario». Cabría entonces decir lo mismo del engendro de ellos. O necesario el afirmar que tal sentencia era válida sólo en la medida de las fuerzas de los padres y sus propias intenciones y destinos literarios probables.
En esto, Gernández tampoco olvidó el dictamen del César, que airado, dijo una vez ante la pregunta de qué se necesita para crear a un escritor: «una enorme biblioteca, y una muy eficiente estilográfica». La historia transmutada en mito nos lega que tal útil fue concebido en mithril.

Los resultados se contradicen unos con otros. No habría posibilidad actual, ahora, de saber por dónde aventurar las consecuencias del proyecto necio que alguna vez también quiso devolver a la vida a Belano y Lima, al Lihndo Hermoso, a Erdosain y a otros que ya fueron olvidados, quizás, injustamente: el dictamen de la historia siempre es errático. Quizás el hombre enorme, con bigotes grasosos, gorrito verde de cazador de patos y ferviente lector de Boecio que resultó del experimento pueda darnos algunas más pistas sobre todo esto.
Quedémonos con eso. O habría que soltar de una vez el timón, y con ello, romper los velámenes: la codicia, cuya máscara es el fondo abisal, espera con ansias a Gernández y Salgado.


B.A.B.E.L. (Brigada Anti Blog de Elucubración Literaria)
Quilimarí, 16 de septiembre de 2006

martes, 12 de septiembre de 2006

11

Quizás sea demasiado(1). Pero he recordado, viendo primero a mi hermana hacerlo, la escena en que estaba cuando era niño y comía con fruición (casi sexual) naranjas espolvoreadas con azúcar. Cientos de granitos. La he visto y me he recordado en el segundo piso de la casa de mis abuelos paternos: casa que pronto pasará a otras manos. Tirado sobre una de las tantas camas de ese piso, justo sobre la que daba a la ventana, bajo la cual hay —todavía— un parrón deficitario, que cuando daba uvas, eran verdes y con una piel insoportable al gusto. Tirado de espaldas sobre la colcha, poníale azúcar a la naranja previamente partida en dos. Hoy he recordado con mayor precisión esos momentos de infancia y he dudado si escribirlos aquí. ¿Habría otro lugar más preciso para hacerlo? Inventar otro texto cuya excusa sean estas líneas, pero no, poner aquí algo así como lo que Proust habría sentido si hubiese comido las naranjas tal como yo lo hacía en esos años. Probablemente chorreara el jugo por mi rostro, y de seguro no me importaba en lo más mínimo. Me gustaba mucho la sensación del azúcar como lija sobre mis labios (o las mejillas si el furor era mucho).

¿Qué hacía mi abuela en esos momentos? Doy casi por sentado que estaba en la cocina preparando el almuerzo, que, hasta en estos días, sírvese en esa casa a las puntuales 13 horas con 30 minutos. Costumbre que me agrada hasta el hartazgo, que yo mismo trato de repetir, y no por la hora, que se me antoja «a.m.»(2) sino por la sincronía entre el almuerzo y la transmisión del noticiero de mediodía.

Probablemente ese día de las naranjas jugosas fuese un martes o viernes, días de visita a la feria. El día viernes ella estaba harto más lejos que el martes. Pero era generalmente ése cuando yo acompañaba a mi abuela, no sé por qué, si cuando me quedaba con ella era casi por toda la semana. Me quedaba a veces todas las vacaciones de invierno con mis abuelos. La sensación de acompañarla a la feria era —y sigue siendo tal como recuerdo, como me alcanza ahora— incomparable en emociones para un niño: me llevaba a desear siempre algo nuevo que la feria pudiese brindarme: un nuevo juguete siempre y en todos los casos. Igualmente cuando visitaba los días domingos la feria Bellavista junto a mi madre y tías, feria, mejor dicho, feriantes que he vuelto a ver hace poco, un día jueves cuando me dejé caer por la calle donde también los martes hay feria. En esa feria trabajaba la familia de un compañero mío de colegio en básica. Francisco Aceituno. Por regla más que general lo veía ahí junto a sus padres. Muchos otros recuerdos de él no poseo porque no era parte del grupo con los que me juntaba dentro del curso. Él era más bien huraño, tanto con el curso como conmigo —no sé si específicamente conmigo. Ahora que lo pienso quizás sí lo era en particular conmigo. Me parece que no mucha gente más sabía que su familia dedicábase a esa labor. Mi madre a fuerza de insistir había conseguido hartarme con todo el discurso aquel de que cualquier trabajo bien hecho valía la pena llevarlo con orgullo: «Sea basurero, pero sea el mejor basurero» me decía repetidas veces en esos años. ¿Le habría gustado la idea de que lo fuese realmente? ¿Qué habría dicho si le hubiese comunicado que sería escritor y que con ello obtendría dinero? Parte de su retórica pedagógica se jugaba en hacerme comprender que tenía todas las posibilidades abiertas, en eso que tendenciosamente, llamamos «futuro», y creemos en él máxime si el hijo apenas alcanza la década de existencia —y además asiste a un colegio católico y etcétera y etcétera. El recuerdo general afirma que nunca me importó a qué se dedicara la familia Aceituno, de ahí que la insistencia materna llegara a hartarme, eso sí, sin nunca yo declararlo. Cuando me reencontré con ese sindicato de comerciantes de la feria los pasos fueron así: primero vi en sus delantales el nombre «Bellavista» y recordé de inmediato la feria que visitaba cuando pequeño, para después en mi recorrido atento, ver fugazmente a Aceituno, enorme y gordo. Mi madre preguntó por qué no le dije algo. ¿Qué compartíamos aparte del hecho de asistir al mismo colegio cuando pequeños? Nada más. ¿Le habría dicho que esa feria cuando niño se me presentaba como la novedad dentro de toda la semana?: el hecho de ir a ella y regresar a casa siempre con un nuevo juguete de plástico, un carrito de bomberos pequeño, un camión de la construcción o algo similar. De seguro él no lo habría comprendido en absoluto, de seguro todos los domingos para él no tenían ese encanto porque debía acompañar al trabajo a su familia y trabajar también. Labor que de seguro hoy continúa.

En el caso de las visitas a la feria con mi abuela, éstas poseían una mecánica similar. Pongo específicamente «mecánica» por lo reiterativo del proceso: nuevos juguetes. Hubo unas «antenitas de vinil» y un «chipote chillón» del Chapulín Colorado, idénticos a los de la televisión. O de los mismos autos plásticos y de colores que me compraba mi madre los domingos. Con respecto al tema de los juguetes, acabo de caer en cuenta que hay otras relaciones que no me eran visibles en ésa época. Porque mis abuelos tenían un local en un persa donde vendían, precisamente, juguetes. Tenían montones, y cual más deseado por mí. Hubo uno en especial, que nunca pude tener, y por más que lo desee una vez que el negocio había ya acabado y él se mantenía arrumbado en una pieza de la casa, no pude conseguir. Era una reproducción del antagonista de Optimus Prime de la serie «Transformers», uno que cuando llegaba la hora de la batalla, convertíase en pistola. A pesar de que tuve muchos de esos juguetes cuando pequeño, el nunca poder tenerlo es cuestión que me molesta(3). Conseguirlo ahora, cuando hay legiones de idiotas buscando el paraíso perdido de su infancia televisiva, es tarea sino difícil, por lo menos muy cara.

A la llegada de las compras, entonces las naranjas. Había también en esos días —o semanas— en que me quedaba con mis abuelos, una práctica que me llamaba mucho la atención. Se trataba de un tipo, el «casero» que visitaba el pasaje de mis abuelos en su auto, un Fiat 600 repleto de mercadería: desengrasantes, detergentes, atún en lata, tallarines, jabones, porotos. De todo. Al parecer debe haber dado, lo que ellos llaman, «facilidades» de pago, y no lo digo solamente por el conocimiento que ahora tengo sobre esas formas de comercio sino también por el recuerdo vago de alguna ocasión en que mi abuela no llevó nada pero igualmente le entrego dinero al hombre del auto. Qué exquisito el olor de esa mezcla, de detergentes y alimentos embolsados, aún me gusta cuando paso frente a esos carros enormes que poseen esos comerciantes en las ferias que visito.

En el caso particular de las visitas a casa de mis abuelos, había otro componente que me atraía, tanto o más que aquello de la feria —no lo podría decir con seguridad ahora. Se trataba de los almuerzos a que me acostumbraba mi abuela: siempre contundentes y siempre lleno de esos elementos que las madres no son muy dadas a brindar a sus hijos cuando éstos son pequeños (en la esperanza de que no sean mañosos, o mejor dicho, queriendo que cuando sean invitados a otro lado a comer no dejen en ridículo la educación que se le ha dado al pequeño monstruo): papas fritas y bistec en mi caso. Y además, los postres, que eran cosas que esperaba con ansias. No se trataba de cuestiones preparadas por mi abuela, y quizás ahí estaba el imán, porque eran postres envasados de Soprole: jaleas o flanes o sémolas con leche (con salsa de caramelo que estaba al fondo, y había que romper la sémola para verla, y destruirla completamente para mezclarlo todo). ¡Ay los almuerzos de mi abuela! Bistec con arroz como sólo a ella le queda, y papas fritas enormes y blandas, con una ensalada de tomate con ajo. Tomate que idealizo pensándolo como siempre delicioso, incluso en invierno cuando lo que menos tiene es sabor. Todavía me da esos manjares cuando la visito, cada vez más espaciadamente. Eso es lo lamentable.

* * * * *
1. Por impostar pérfidamente otras voces, por presentárseme esta idea como un apéndice a los recuerdos culinarios de Proust. Eso y no otra cosa subyace en En busca del tiempo perdido. Bien lo sabe Don Ruperto de Nola. Las magdalenas mojadas en té o las naranjas con azúcar. Cf. «A la manera de Proust» de Sábato (aparecido en el suplemento Babelia del diario “El País”, Madrid, 4 de marzo de 1995).

2. Media, y hasta una hora después, está bien. La cosa sería no llegar nunca a las 15 horas sin haber almorzado ya. Aún hoy me molesta cuando almuerzo a esa hora, sobre todo cuando esa hora depende de mí. Tenía en la infancia un vecino y amigo cuya familia siempre almorzaba a horas tardes. En mi casa siempre se bromeaba con ellos y su hora de almuerzo, siempre de manera soterradamente peyorativa —desde la forma de decir de mi madre. Esas no eran horas para almorzar simplemente.

3. Aún mantengo en mi poder, y desde aquí lo veo, un automóvil naranja, un robot que se llama Willie, tal como uno de los cientos de gatos que pasaron por la casa de mis abuelos. Le pusimos así, precisamente por el color de su pelaje. Seguramente yo lo bauticé.