miércoles, 30 de agosto de 2006

Por el despeñadero de Swann

Veo en un blog la imagen de un manuscrito de Hume. Dear sir. Your more obediens humble serviour. David Hume. 8 of July 1766. El mejor filósofo gordito que ha dado la historia. Que le creyeron seguramente loco por mandar a la cresta todo lo que pudiera ser llamado causalidad. Un acercamiento ligero a Leibniz, al íntimo reloj de movimiento que cada ente mantiene. Qué lata.
Subrayo: como si una mesa cualquiera, ésa que tiene usted frente a sí, de pronto cansárase de su estática insistencia y convirtiérase en un elefante. O en algo grandiosamente distinto, una trasformación a la antípoda. Como toda transformación debe(ría) ser. Las cosas se mantienen en su tranquilidad, se quedan una y otra vez tal como las conocemos, como las reglas lo mandan.

«Esa inmovilidad de las cosas que nos rodean acaso es una cualidad que nosotros las imponemos con nuestra certidumbre de que ellas son esas cosas, y nada más que esas cosas, con la inmovilidad que toma nuestro pensamiento frente a ellas.»
Pág. 15

Y esta cama donde me apoyo se me queda pegada entre los pliegues de la piel, y no puedo despegarla sin auxilio de anestesia. Me quedo yo en ella porque no hay una diferencia radical entre nosotros. ¿Podría enamorarme de ella? O enamorarse de un sillón enorme, con los resortes apuntando hacia Plutón que ahora es ya no más. ¿Qué diría nuestro maestro Lovecraft de esto? Él estuvo cuando dejóse instalado a esa roca como planeta, y escribió que desde allí venían los Mi-Go, desde Yuggoth, congelada mole que deambulada robando fuerzas G, masas opuestas y órbitas. ¿Quién está que diga algo ahora, en este momento sobre el enano erradicado?: Gernández, pronúnciese. Que Cthulhu durmiendo espera. El monstruo marino enorme cual Leviatán verduzco con alas y escamas y millones de tentáculos tampoco puede huir de la mecánica de seguir con los párpados caídos, viéndose por dentro.

«¡Costumbre, celestina mañosa, sí, pero que trabaja muy despacio y que empieza por dejar padecer a nuestro ánimo durante semanas enteras en una instalación precaria, pero que, con todo y con eso, nos llena de alegría al verla llegar, porque sin ella, y reducida a sus propias fuerzas, el alma nunca lograría hacer habitable morada alguna!» (Pág. 18)

Como cuando todos los días me despierto y quisiera hacer algo realmente bueno, quizás hasta útil a los demás, pero mi cama me llama tanto que me atrapa de los tobillos y de esas rodillas heridas y oxidadas que tanto duelen. Un hábito del cual ni siquiera Él puede desasirse. Y acabo de escuchar fuera un grito enorme: «¡Cornudo, cagaste con la Vicky!». Realmente hay ciertas cosas que nunca cambiarán.

«Cuando un hombre está durmiendo tiene en torno suyo, como un aro, el hilo de las horas, el orden de los años y de los mundos. Al despertarse, los consulta instintivamente y, en un segundo, lee el lugar de la Tierra en que se halla, el tiempo que ha transcurrido hasta su despertar, pero estas ordenaciones pueden confundirse y quebrarse.» (Pág. 13-14)

Despertarse y justo en ese momento el mundo no está donde lo dejamos. Pero no hay ése problema, porque se sabe que aunque humano alguno perciba el mundo, éste sigue allí porque dios lo mira (¿lo siente, lo experimenta?, lo sufre). Pero el cronómetro geográfico interno nos pone donde tenemos que estar. Las manos no se diluyen, aunque sí se escapa la arena que pudiésemos contener en ellas. La misma que se usó para dibujar en una playa un mate y unas letras que ya el agua arrasó. Dicen que las olas se equiparan con la lengua de Poseidón. Antes esas letras y mis pasos solitarios, y ahora esos trazos devorados por el dios para deleite (?) de su muy refinado paladar.
Estoy aquí pero ya no pueden verme. Y si lo hacen es porque no deberían estar aquí, a mi lado, importunándome. Deberían estar viajando o durmiendo, que quizás sea lo mismo. Que sólo durmiendo viajé a Blanes, y me emborraché con Debord mientras rompía mis manos con la lija de sus Memorias, sobre mis rodillas se sentó el gatito de Perec, vi agonizar a Balzac mientras Hugo lloraba, huí de Combray, me lanzaba desde el piso 15 del edificio de Gernández, le donaba mi hígado a Bolaño (y Parra lo agradecía a su modo), se la traía(1) a Lagos Correa sólo para que la violara y un agreggatum de otras cosas.

«cuando uno está en Barcelona aquellos que están y que son en Buenos Aires o el DF no existen. La diferencia horaria era sólo una máscara de la desaparición. Así, si uno viajaba de improviso a ciudades que en teoría no deberían existir o aún no poseían el tiempo apropiado para ponerse en pie y ensamblarse correctamente, se producía el fenómeno conocido como jet-lag. No por tu cansancio, sino por el cansancio de aquellos que en aquel momento, si tú no hubieras viajado, deberían estar dormidos.»(2)

Si me encuentran es porque estuve ido. Una X eterna en una isla donde ni siquiera las tortugas quieren mirar.


* * * * *
(1). Cf. «Bring me the night», The Police; o mejor, mucho mejor, la versión de Ceratti «Tráeme la noche».
(2). Pág. 243, «La parte de Amalfitano».
(Lo demás). Proust, Por el camino de Swann. Alianza editorial, Barcelona, 1982.

miércoles, 23 de agosto de 2006

Text musn't go on

Ignatius vuelve a molestarme. Esta vez desde mi propia biblioteca, nuevecito, amarillo y todo un hijo de puta.
He consultado. Quiero saber qué mal puede causar esos problemas con la válvula pilórica y los ojos amarillos. Nadie me ha dado una respuesta. Nadie sabe cómo relacionar ambos trastornos. Pero sabemos que hay relaciones. Gernández lo sabe y con eso me basta.
Gonzalo viaja al norte de Shile y se pasea por las sombras de las maquiladoras que leímos y ve a su hermosa novia amándolo mientras ella duerme, en sus sueños él debe ser un dragón azul y muy grande con unas fauces de cristal o barro blanco, que vendría siendo lo mismo, porque el barro puede ser de arena de playa, y de ése se fabrica el cristal que el Dragón robó.
Le acorralo, que me diga qué nueva porquería estoy leyendo.
Podría haber respondido: «Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer» de David Foster Wallace. O algo más de lo terrible que es Los Angeles, algo no de Chandler sino de Ellroy, porque ya me he leído de un tirón «Jazz blanco» en una venta de saldos donde también estaba «Glamorama» y «American Psycho» de Bret Easton Ellis. Pero no. Gonzalo sabe y sabe que he comenzado con «Por el camino de Swann». Otra compra barata, tirada por el suelo –literalmente: salgo de paseo por el Parque Forestal de Santiago, a ver las otras formas de comercio, de los anarquistas y los punk y los hippies que aún quedan. Pero hay demasiados pacos, ellos desaparecen con su hermosa mercancía, deseada por todas las chicas alternativas de Ñuñoa. De pronto veo el libro en cuestión, otra edición separada en dos volúmenes para mayor comodidad del agobiado lector y simplemente la compro sin siquiera regatear. Carlos me había pasado pocos días antes su edición, pero ahora tengo la mía propia y ya nada importa, puede rayarla y ponerle post-it-flags de los mil colores que quiero y saber qué demonios hizo Proust que todavía nadie conoce.
Yo no quiero comer magdalenas mojadas en té. Pero sí quizás pan duro remojado en café cargado.
Y espero que el café no se derrame sobre mi nueva y segunda inversión. Sería la catástrofe.
Una similar a saber que me piden que vuelva a publicar aquí. Que hay algunos que quieren leerme. Como si fuese un placer. Quizás exista el orgasmo invertido, una katábasis enorme y parmenídea que nos mande al fondo de la mazmorra. Pero ahí, en el mero fondo, hay un resorte enorme y de metal negro que nos manda hacia arriba volando a mil kilómetros por hora. Y entonces la ascesis platónica, y hay quien sale de la caverna primigenia y nos cuenta qué hay al otro lado de las cosas. La fenomenología es la ciencia fundamental de las personas nimias. Algo así como Trujillo mirándome por la ventana abierta para que salga el humo de cigarrillo. Por lo menos aquí puedo fumar sin que me pongan multas.
Y sin haber leído una sola línea de Lamborghini ocurre que he publicado antes de escribir. Y la novela que he parido ya tiene una referencia sin siquiera haber conocido ella la impresión. Buenos Aires bulle de actividad tanto o más inútil que la de Santiago. En uno y otro lado gente a la que ver, gente a la que matar, y ver sus vísceras correr por las aceras pulcras, que los alcaldes se esmeran en que parezcan mármol.
Está todo dado vuelta y ésta no es la época de la jodida conciencia. Quien diga eso es un inconciente o un escritor con todas las credenciales al día (o a la noche, depende).
Hay un espiral ascendente que todo lo envuelve dejando dentro lo que no ha sido, lo que le tiempo se ha llevado, los nombres muertos y prestados, el sudor de los cuerpos agusanados y las páginas clausuradas en un archivo PDF.
Esta escritura, este trazo que dejo, me recuerda cada día mi mortalidad, y me ordena entender que toda esta pena es una mera ilusión.
Quizás sea bueno replantearse las metas y reescribir la lista de deseos.