miércoles, 31 de diciembre de 2008

Lo importante

Libros leídos 2008

Alejandro Zambra

- La vida privada de los árboles

Ernesto Sabato

- Abaddón el exterminador

Bernhard Schlink

- El lector

J.M. Coetzee

- Infancia

- Juventud

- Hombre lento

Irène Némirovsky

- Suite francesa

Marcel Proust

- El mundo de Guermantes

- Sodoma y Gomorra

Félix de Azúa

- Cambio de bandera

Chuck Palahniuk

- Monstruos invisibles

- Fantasmas

Michel Houellebecq

- Las partículas elementales

martes, 23 de diciembre de 2008

To Do

9 de septiembre de 2007:
Johana Cárdenas Constanzo, ¿a qué hora?, quizás en las horas luego del almuerzo, visita unos roqueríos con dos amigos y su hermana. Posa para una fotografía, da un paso en falso, cae al mar. La Armada comienza su búsqueda. Pasan las horas, su familia la llora, la creen ya muerta ¾incluso instalan la capilla ardiente correspondiente. Luego de cuarenta y ocho horas, un buzo la halla en una cueva justo bajo donde ella se fotografiara ¾¿habrá sido tomada la imagen?, ¿qué se verá en ella?, ¿el halo del movimiento, la sombra de la caída, una mueca de la joven?
Se mantuvo viva, parada al fondo de la cueva natural, conteniendo la respiración cuando las olas subían el nivel del agua dentro de su refugio. No bebió del agua que la aterraba, ¿qué bebió, su orina? Fue rescatada con lesiones leves e hipotermia.

¿Qué vio Johana en esa cueva? Hay la imagen de video, donde la niña en brazos de su rescatista sonríe y saluda a la cámara de televisión.

El buzo dijo que la caverna era «horrible», sic. ¿Por qué?

Johana estaba parada al fondo de la cueva, en una pequeña meseta. La veo como una figura de yeso de la Virgen, un icono, una estatua en una gruta de adoración.

Los múltiples milagros en este suceso: el sólo hecho de entrar en la caverna (de ser puesta allí), cuyo acceso es dificultoso incluso para un buzo profesional. La marea la deposita dentro en vez de ahogarla. Que luego la encontrasen.

La madre ¾Marina, sic¾ dice haber soñado con su hija en esos dos días de incertidumbre. Si y solo si Johana fue una divinidad por ese tiempo, entonces Marina sufrió un trance místico. Tal que ella misma hubiese abogado por su propia salvación.

* * *

10 de enero de 2008:
Marcelo Ruiz considera que el mar «tiene sentimientos y hace lo que quiere con uno». Luego de pasar diecisiete horas en alta mar, afirma no volver a meterse en el oleaje del que nada sabía y del que difícilmente pudo escapar, luego que estando en la costa trabajando cuidando una casa, se metiese en un bote plástico para poder alcanzar un objeto extraño que estaba a pocos metros de la orilla.

En su bote de piscina el viento lo agarra y arrastra rápidamente mar adentro, sin que pudiese dar alerta alguna ni nadie lo echase en falta al instante. Anochece y a su alrededor los colores son tenues y el movimiento ondulante. Ha de haberse sentido desolado, tirado en medio de un desierto de agua.

Marcelo Ruiz no sabe nadar.

Y como no sabe nadar, lo único en que piensa es en no alejarse del bote, entonces se amarra a él. Al parecer varias veces la embarcación volcóse, y Ruiz amarrado a lo que podría haber sido su ataúd plástico.

¿Qué sintió en la noche densa? Fue la noche en que no durmió sintiendo la marea a su alrededor y bajo él, rezando por su rescate, esperando una luz en el mar o el ruido de las aspas de un helicóptero sobre su cabeza. ¿Habrá pensando en el reto del dueño de casa? ¿En que tendría que dar explicaciones por el bote ahora maltrecho?

Afirma que olas de cuatro metros lo volcaron reiteradas veces. Él pensaba en su mujer e hija para infundirse fuerzas en medio de la angustia. La desesperanza ha de haber sido enorme. Cerca de las 20 horas pensó en el suicidio. De seguro pensó nunca ser rescatado, hasta que al día siguiente unos pescadores lo encontraron a cerca de 80 kilómetros de donde comenzó su viaje.

* * *

Todos proyectos truncos. Que en teoría habrían de reunirse con otra historia. Otra historia que ocurrió en la real realidad: la del buzo mariscador chileno que ganó el mundial de caza submarina en Portugal. A pesar de perder su reloj y habérselas con una que encontró en una playa de por allá.
Y el mar se mece y aúna cuestiones extrañas. Que antes no lo eran, que se vuelven raras en contacto con el agua salada.

En el cruce de todos estos textos emerge una ola, una marea de desesperación y ahogo, como cuando el aire se acaba y los pies no tocan la arena del fondo. Igualito.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Aproximaciones a Palahniuk

Al final, siempre hay alguien más abajo que uno.
Y todo queda reducido a escombros luego de un capítulo de Palahniuk.

O con precisión: recordamos que somos un escombro moviéndose en un museo inhabitado. Y la realidad de las cloacas sale a la luz.

Como pulir un diamante con un trozo de mierda seca.

Dice que el mundo es una enorme máquina que nos trabaja. Que los dolores y decepciones nos van moldeando. Que en el fondo, en el centro, somos un trozo de carbón fosilizado esperando que la máquina nos haga girar dentro suyo y que los sufrimientos nos despojen de la forma para deformarnos en la perfección.

Y que todo esto es para la muerte.

Propone una refinación también: buscamos el dolor para curarnos de espanto ante la muerte. Nos acercamos una y otra vez al abismo, ensayamos mil formas distintas del desastre, justamente para cuando ya no veamos más las estrellas.

Per aspera ad astra.

¿Y qué?

Todos sus personajes persiguen una sola estrella: la de la alfombra roja y los flashes. Y no hay que decirlo, pero vale la precisión: cualquier humano es parte posible de sus textos.

Lo cual no quiere decir que desee conseguir muñecos de perfecta imitación anatómica de niños para follarlos y llenarlos de la babaza blanca.

O matar a otros artistas para poder conseguir un espacio en la galería top del momento.

O travestirse quirúrgicamente hasta la perfección. Hasta que nadie pueda dejar de darse vuelta y pensar que aquello no puede ser una mujer. Y ser muerto por una hermana deformada por un accidente que ella misma provocó.

O hacer una porno amateur para poder pagar el nacimiento de un futuro hijo (y pensar en mostrarle la grabación una vez entienda, para que sepa de dónde vino el dinero para su fecundación y parto)

Pero como tan bien dice: a fin de cuentas lo único que importa de un artista es la obra que deja y no cómo pagó el alquiler.

A pesar de todo pienso en la escena final de Fight Club y la cuestión sigue siendo exquisitamente sugerente: Sangre, Pixies, fuego, amor.

Quizás haya que impedir que todo esté bajo nuestro control. Dejarse ir. Darse la licencia de la locura y la enajenación, de que todo se vaya al carajo de vez en cuando.

Y se termina diciendo que todo es para mejor, que quizás una de aquellas caídas podría dar sentido a la vida, o una nueva orientación que permitiese o enmendar el camino o crearse el suyo propio.

Pero hay tanta barbaridad.

Y dice que eso es lo que hacen los humanos: convertir humanos en cosas para luego transformarlos en nada. Como las cosas mismas, que se acaban y ya nunca más.

Como si detrás del algodón de azúcar que son sus novelas se moviese en la oscuridad un monstruo.

Si al final sus novela se han de vender tanto como el mejor best seller.

Y justo por eso son más escalofriantes. Porque el monstruo se transparenta en cada lectura.

No digo nada sobre si sea bueno o malo. Eso quedará para el final de los juicios, para cuando el tiempo se acabe y el espacio se vacíe.

Dicen que cada vez que lee «Tripas», la gente acaba vomitando o huyendo. Siempre en la misma parte.

¿Cuál de todas?, ¿en qué párrafo exacto?

No he vomitado, pero si apreté fuerte la mandíbula a la segunda lectura.

No se me ocurre una banda sonora para Palahniuk, a pesar de que cualquiera se le acomoda. Y al revés también:

Toda situación es posible en su texto, de retorcidas maneras. En la medida en que la cadena causal es inescrutable.

Al final, todo se reduce a las expectativas que se tengan. Mientras menos se tengan, menos se sufre. No se es más feliz.

La vida de un cavernícola le viene de perilla tanto como la de Paris Hilton. Ése es su horror.

Y el de la existencia, de pasada.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Thalassa

Vi mares sobre mares. Infinitas y distintas formas del agua se movían allá abajo. La masa de líquido estaba en verdad formada por capas de piedra, delgada, dispuestas a deslizarse una sobre otra, lentamente.
Al principio el océano se presenta de manera calma, como una olla de aceite, de agua estancada y grasienta –pero no especialmente asquerosa. Su aspecto leguminoso no permitía un fluir normal del cuerpo que el mar es. De pronto comencé a tomarle sentido a sus movimientos y los bajorrelieves aparecieron. Estructuras de recta geometría, pulidos sus bordes por el mismo aceite del que estaban formados. A veces, en el deslizamiento de las capas de piedra, parecían motivos aztecas, pero antes que eso, se trataba de diseños primigenios que algo dicen sobre el origen y el punto final del mar: de la existencia misma y de sus propósitos (en el buen caso de que estos existan). Pienso que es imposible querer comprender lo que el mar me muestra, porque para ello yo debería ser tan antiguo como él. Yo debería tener una comprensión del total de los movimientos y operaciones de la naturaleza. Como por ejemplo, de los pájaros, de esos gorriones que pasan a pocos metros de mi cabeza y que su aleteo inunda todo lo que es posible de oír. Cada pequeño sonido satura el oído. A veces puedo escuchar las pequeñas burbujas que decenas de metros más abajo el mar infla y destruye. El movimiento de la espuma tampoco se me escapa a pesar de las distancias. Y tampoco dejo de notar los fractales que tengo pegados por dentro de los párpados. En sus movimientos perfectos porque simétricos se me muestran figuras ora horrorosas ora bellas pero ambas igualmente sagradas, fuera del promedio, de lo que el ojo ha tenido que acostumbrarse por comodidad, para poder sentirse a gusto entre los objetos que mantienen siempre sus formas excepto para desparecer en sus destrucciones.
Allá arriba (pero al mismo momento abajo), cierro los ojos y alejo al mar un momento, cierro los ojos para tener conciencia de las formas que los párpados esconden y que ahora se me revelan.
Allá lejos puedo ver el sol yéndose lento, muy lento, coloreando el borde que lo separa del mar. Vi un rojo intenso, que permaneció mucho tiempo luego de que el sol se pusiese. También un damasco y un celeste, y un calipso: líneas de color que se acostaban unas sobre otras formando un cuerpo homogéneo, pero que al fijar la vista en él se descomponía en sus individuos. Pienso que ahora sí que no hay relación alguna entre el todo y las partes, porque así como esta totalidad de color es independiente de sus componentes, los mismos componentes parecieran no querer formar nada más que a ellos mismos: ni suma ni resta, sino la dispersión misma.
El mar mismo, en el horizonte, se transforma en tierra firme. El mar se ha convertido finalmente en dureza pura, pero sólo en el borde que comparte con el sol y su marcha. Digo que sólo en el horizonte, porque bajo mis ojos el mar me ha mostrado su verdadera forma, un cuerpo, un organismo completo hecho a partir de pústulas verdes. Un sujeto único que repta por el fondo de arena. Millones de guarisapos musgosos, o de simple musgo animado que a lo largo de millares de kilómetros permaneces unido y del que ahora puedo ver una mínima sección. Me asusto levemente. La visión es reveladora, y todo vez que algún velo se corre la cordura corre serio riesgo, o por lo menos la normalidad.

Las cosas y sus versiones. Las cosas y las visiones de las cosas.

El mar corre muy lejos allá abajo mientras las luces de pueblos lejanos se encienden. El pueblo está lejos, pero sus luces se prenden a pocos metros de mis ojos. Puntos rojizos y amarillos dejan sus estelas en una lengua de tierra que desafía al océano.
El sol se ha ido pero deja los ojos incendiados, tanto como para que el resto de la noche sea luminosa, como la fachada de la cabaña que es más naranja que las mandarinas que estallan en la boca antes de que los chocolates revienten y dejen salir su jugo de cerezas.

Las versiones de la realidad son innumerables, sus combinaciones infinitas, y el sólo hecho de pensar a lo real como algo único, parece un despropósito. Tanto como formular la idea del yo.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Lo que este año (ya) no haré

Algún artículo decente sobre En busca del tiempo perdido. Uno en el que pusiera a todos los personajes en sus múltiples relaciones, como en el Who’s Who in Proust.

El relato de un joven que por motivos familiares se ve forzado, frente a alguien que puede hacerle un enorme favor, a declararse católico. Y para convencer a tal personaje, comienza a escribir sobre temas piadosos. Al principio desganado, pero finalmente al borde del misticismo escolástico.

La referencia, en términos elogiosos, de La vida privada de los árboles de Alejandro Zambra, que comenzara con la siguiente cita del mismo libro: «Sería preferible cerrar el libro, cerrar los libros, y enfrentar, sin más, no la vida, que es muy grande, sino la frágil armadura del presente» (pág. 37). Y que acabase con esta otra: «Para mantener la calma Julián piensa que la literatura y el mundo están llenos de mujeres que no llegan, de mujeres que mueren en accidentes brutales, pero que al menos en el mundo, en la vida, también hay mujeres que deben acompañar, de improviso, a una amiga a la clínica, o que pinchan un neumático en medio de la avenida sin que nadie se acerque a ayudarlas» (pág. 52)

Una nota sobre las versiones proustianas. Así, como Borges lo hizo con Homero. Contando de Pedro Salinas cuya traducción era única hasta hace no mucho (el mismo que según me cuenta Simón Abufom, escribió poesía). Y también sobre la nueva versión de Carlos Manzano en la que por primera vez leí «Françoise» y no «Francisca» a secas, cosa que me conmocionó un tanto, pero al momento recordé que traducir nombres es absurdo, y ejemplos sobran: Federico Nietzsche, Carlos Dickens. Y por supuesto acabando con la traducción brillante de Estela Canto, la argentina amiga de Borges que publicó en Sur y para la que fue dedicado «El Aleph».

Qué extraño. Ayer encuentro un blog, copio lo que necesito y lo pego en este mismo texto, pero no lo guardo, pierdo esa cita. Hoy lo busco nuevamente, y ya no está, por suerte el caché de Google existe. El siguiente ejemplo ilustra a la perfección lo de las versiones proustianas:

Dice Proust:
“Ah! c’est bien comme on disait dans le patois de ma pauvre mère:
«Qui du cul d’un chien s’amourose
«Il lui paraît une rose.»”
Dice Estela Canto:
“Ah, es como se decía en el dialecto de mi pobre madre: ‘Del culo de un perro se amorosa y cree que es una rosa’”.
Dice Pedro Salinas:
“Ya lo decían en la lengua de mi pobre madre:
Del trasero de un perro se enamorica
y llega a parecerle cosa bonica.”
Existiendo la versión de Estela Canto, la de Pedro Salinas es ilegible.


Ni tampoco escribí el esbozo de un relato, de una mínima biografía al estilo de Schwob en sus Vidas imaginarias. Que se me ocurrió mientras avanzaba por una tienda de departamentos y oí a un vendedor de teléfonos celulares hablarle a un colega sobre la revolución. En el aire apenas pude captar las palabras clave: «anarquismo» y «Bakunin».

Y no pensarla tanto, sino escribirle doscientas veces más a Denisse. Un post por día, a lo menos.

martes, 11 de noviembre de 2008

Chuck Lorre dice:

#210

I believe that in order to walk through grief, fear, loneliness, despair, confusion and anger without recourse to drugs, alcohol, over-eating, over-sexing, or the endless mind-numbing distractions provided by Western culture, one must become a spiritual warrior. I further believe that the pay-off for enduring suffering for soberly embracing the inevitable bouts of emotional pain that life brings, is wisdom and serenity in the face of calamity. But Make no mistake here, the path of the warrior is treacherous and cannot be walked alone. To survive, he must have brothers and sisters-in-arms to carry him when he buckles. When we lived and died in small tribes, this principle of mutually supporting one another through the trials of life was deeply woven into the fabric of the group mind. With the advent of towns and cities we were forced to live with the daily dilemma of being desperately alone and yet desperately needing one another. Which is why we are here, by design, always seeking new tribes. With that in mind, I humbly offer a simple guideline to evaluate the efficacy of any tribe you might encounter on your path to becoming a spiritual warrior: If they ask for your money or access to your crotch, run away. If they ask for your money, smile unceasingly, never blink, and guarantee to make you a demi-god, running away will not suffice. Change your mailing address and briefly reconsider drugs, alcohol, food, sex and TV.

martes, 4 de noviembre de 2008

La desventaja

¿Máquinas que puedan detectar sus errores y corregirlos?
En eso pienso ahora. En un software que una vez creado no necesite más del programador, sino que a sí y por sí se modifique en pos de la perfección de su funcionamiento.

También pienso en que me encuentro en la más absoluta desventaja ante Houellebecq. Lo pensé al día de haber acabado su novela. Se lo comenté a Denisse: que no hay nada peor que sentirse en desventaja frente a alguien, a alguien totalmente más inteligente, lúcido, perspicaz que uno mismo. De ahí que no pueda decir nada sobre M.H.

Como si bastara crear apenas un capítulo y que él mismo dé las coordenadas de los que le seguirán. ¿Un libro borgeano? Quizás lo habría pensado si hubiese conocido algo de cibernética. Quizás más un libro patafísico en el sentido mecánico del mismo: como la máquina para leer Rayuela.

No sé qué decir finalmente sobre Las partículas elementales.

O el engaño radical que he pensado cuando comienzo un nuevo libro: que éste que tengo no sea en absoluto el que X escribió, y por un motivo sencillo: lo han modificado a conciencia, alguien, con quién sabe qué intenciones. Comienzo un volumen de Proust y nunca podré saber si ése es efectivamente el que se leyó en su momento en toda Europa; porque no sé francés, porque ha sido intervenido, y lo que leo no tiene nada que ver con lo primeramente publicado.

Una vez Gernández medio ebrio intentó explicarme lo que Houellebecq pensaba sobre la clonación, sobre el futuro borrado de la raza humana tal como la conocemos. Discutimos, pero cuando acabé con la novela, comprendí punto por punto lo que esa noche balbuceó.

Esas aplicaciones (imposibles hasta el momento) que pueden mejorarse y actualizarse de manera independiente sólo hasta cierto punto, porque llega el momento en que ya estarían trabajando contra la misma plataforma que las sustenta. Así mismo quiere Houellebecq que la humanidad sea lentamente acabada, opacada por la nueva raza que de ellos provendrá. Pero es que toda forma viva que proceda de una cópula (de una reproducción sexual) está destinada a la muerte. La humanidad pobre y miserable, que en teoría ha evolucionado desde que bajó de los árboles, ya no puede ir más allá, o mejor dicho: el más allá de la humanidad prescinde de ella misma de manera necesaria. Y el paso siguiente es una nueva raza semejante en todo a la antigua, excepto por la forma en que son concebidos. Y ya no hay miedo a la muerte ni al envejecimiento, porque una vez el tiempo acabe ya habrá otro igual a yo listo para ocupar el lugar.

Dice Gernández: «¿Autoperfeccionamiento? Hay un cuento notable de Philip K. Dick al respecto. No recuerdo su título, pero es el tercero en Cuentos II. Trátase, cómo no, de un holocausto futuro. Rusos contra Yanquis que se enfrentan en oleadas de ataques atómicos hasta arrasarlo todo. Los eslavos, más bestias por naturaleza, van ganando la guerra por magnitud de la devastación, hasta que los gringos dan con inventar un aparatito que es como un cangrejo pequeño que, cuando detecta vida de algún tipo, gira sobre sí mismo y se abalanza sobre su presa sacando de su superficie decenas de afiladas cuchillas. Cientos de esos simpáticos seres provocan masacres gigantescas cuando entran a los bunkers de refugios. Ahora bien, la gracia del aparatito es que se autoprograma sólo para que, una vez que caiga en manos del enemigo, éste no pueda hacerse de su secreto, lo cual lleva a que los seres humanos pierdan todo control sobre estos cangrejos y..., bueno, léetelo y adivina tú el final. Sólo te adelanto que los Estados Unidos -es decir la nada- ganan la guerra.»

Borrarse teniendo en perspectiva un nuevo amanecer, que jamás veremos.

Recuerdo los seres con forma de araña que sucederán a los humanos, dentro de la mitología lovecraftiana. Y eso no es tan terrible como la propuesta de Houellebecq. Es pensar que esas máquinas comprenderán en algún punto, que su sistema base es errado, que de allí proceden todos sus errores de funcionamiento, y deciden autosuprimirse. Ni siquiera un reseteo que las mantuviera activas, sino el total aniquilamiento de ellas, dejando una nueva superficie donde ellas no podrían funcionar perfectamente pero sí unos sucesores adecuadamente adaptados.


Y acaba Gernández, el aventajado: «No se puede hacer nada contra Michel Houellebecq. Es mejor que todos nosotros, pero queda el consuelo de que probablemente está más triste y más desalentado que nosotros. Probablemente ya no folla, además. En realidad no hay motivo para sentir envidia.»

miércoles, 29 de octubre de 2008

La huida hacia delante

La vida como la vida y el recuerdo como la espera de su ida, o el paso en que comenzamos a preguntarnos: ¿fue eso real? O en un modo más problemático, cuestionarse si acaso la realidad es explícita en sus contenidos o definiciones. El punto, entre otros innumerables, sería: ¿es acaso la realidad, entendida como lo-de-hecho, punto de partida de cualquier certeza? Y fácilmente cualquier estudiante de primer semestre de filosofía ¾occidental¾ puede refutarlo con grandes argumentos, y yo, quedarme sin apelación posible, porque así es, y basta, porque sé lo que me dirán y lo acepto a pies juntillas.

Un paso atrás: ¿informa algo sobre la contingencia la realidad? Que es algo como que la realidad me formule proposiciones válidas sobre elabora y el aquí, sobre la permanencia de las cosas y su dureza. Y se puede ir más atrás, cuestionando la informabilidad de la realidad misma, porque, ¿de dónde se ha sacado que la realidad ha de informar lo que sea? Podemos cuestionarnos sus fundamentos pero nunca el abismo sobre el que está montada. Un hoyo enorme y oscuro donde lo único dable de pensar es la enorme brecha entre yo y lo que pienso. Por ello mismo no deja de ser ontológicamente cierto lo de «no tengo por qué estar de acuerdo con lo que pienso».

¿Qué hay que decir cuando esa realidad es mediada por un narrador? Ni Proust, ni siquiera Balzac (neither/nor) tienen la posibilidad (porque no hablamos de capacidad) de introducirnos en lo que nos escriben y cuentan. No seré un banquero burgués ni un homosexual snob por ellos, sino por cuestiones que podamos enlazar con la cotidianidad, y en esa diferencia se oculta un trauma primordial del relato, de la escritura misma como supuesto espejo de la realidad. Esto puede llegar a justificar el por qué es más fácil, popular y por ello aceptado el identificarse con personajes de otros ámbitos, del cine el cómic simple, que con Gog o algunos de los lunáticos de Dostoievsky. Incluso será socialmente preferible andar con una máscara del revolucionario de V de Vendetta que comportarse como Bartleby.


Pero hay formas en que la literatura puede mostrar a la realidad en el desorden sin sentido innato que la constituye: hay que leer a Palahniuk (Monstruos invisibles) y al Houellebecq (Las partículas elementales).

martes, 23 de septiembre de 2008

Turismo interior

Siento de pronto la necesidad del viaje. De sentir que estoy llegando a un lugar distinto, pero antes que eso, que estoy dejando el de siempre. Y eso es impagable. Dentro del círculo de arena que formamos alrededor nuestro, el viaje se pone como la ampliación del campo (de batalla), porque a fin de cuentas (justo en ese momento en que ni siquiera las cuentas exactas importan) viajar no importa tanto por dejar atrás fronteras sino por el hecho de crear nuevas fronteras: la vara que mide a su propia regla y que la desafía, a romperla, a reciclarla y ponerla más allá.

Por este último motivo, que no es más que el primero, leer un nuevo libro es un viaje en la órbita de lo impredecible. Un túnel oscurísimo donde conocemos relativamente bien el punto de origen, pero del que desconocemos absolutamente dónde (y cómo) nos dejará. Dentro, todo es niebla y difusión visto desde antes de cruzarlo. No soy nunca más el que fui luego de Borges o Lovecraft o Proust o De Rokha, y en cada “novedad” devorada me borro con la pluma de otro, con lo que escribió, y así puedo llegar a ser treinta distintos en el curso de un año, un par de otros dentro del mismo cuerpo y el mismo mes.

Quiero decir: soy en la medida de mis lecturas como otros lo son de acuerdo a las estaciones o el alumbrar del sol. Muto por la tinta y el golpeteo rítmico de piezas metálicas ennegrecidas --como si todo fuese remedo del sexo, modulaciones más o menos torpes donde son reconocibles los gestos eróticos/pornográficos.

Y las diferencias entre llegar a un lugar ya visitado y otro desconocido.
Tal vez en esa diferencia se esconda un reproche a los libros de viaje, como también al tren o al automóvil, o a los cohetes tripulados. Las distancias no se acortan, sino que desaparecen pero la lejanía se mantiene, en la medida en que las cuestiones físicas pueden anularse mientras que las ideas apenas cambian con el paso de los siglos. Acorto la lejanía entre Petersburgo más leyendo a Dostoievski que tomando un avión. Pero quizás sucedan dos (posibles) cosas: o el Gulag se conoció después de Solzhenitsyn, o luego de escribirlo nunca más volvió a ser lo que antes era (lo que es una suerte en este caso particular). A la vez que Capote me lleva a New Orleans, también le destruye cual Katrina, porque pone una capa de tinta entre mi posible experiencia iniciática con la ciudad y la suya, ya vivida y procesada.

Volver a un valle ya conocido, ya una vez dominado. (la discusión entre Russell y el jesuita Copleston sobre la existencia de dios, 1948)
Volver a un desierto que nos expulsó, y que nuevamente no nos acepta. (Bajo el volcán, de Lowry; Ulises, de Joyce)
O no llegar nunca a lado alguno, como Moisés. Lo que vendría significando que se han puesto las fronteras en un punto todavía inaccesible, que para poner pie en el Reino aún falta demasiado --por la misma arrogancia que amplió el círculo de arena exageradamente.

El mundo, el universo que compartimos y el personal dentro de la cabeza, no pueden ser explicados como la suma de particulares objetos que en ellos se encuentran. Porque deificar la existencia tiene consecuencias horrendas (quemar libros, Auschwitz):

-Yo pienso en el funcionamiento de las cosas, porque las cosas (...) ¿funcionan o no funcionan?
-Claro. Siempre.
-Y si no funcionan, ¿qué se puede hacer?
-Eh... elegir otras cosas.
-Que funcionen.
-Si uno aplicara eso a nuestras vidas cambiaría el mundo, ¿sí o no?
-De todas maneras.

(Nicolás Carvallo, Las cosas, de su disco ídem: http://biyuyo.blogspot.com/)

martes, 16 de septiembre de 2008

Bestias parlantes

Qué fome resulta pensar en una realidad como simple suma de particulares. Y qué complejo es pensarla como una red de múltiples enlazamientos. Donde la idea de borde es inconcebible, y sólo existe la mezcla. La existencia toda como una cebolla y sus capas, donde no cabe pensar en la dicotomía profundo/superficie en sentido cualitativo.


«Suerte de casco/burbuja aislante de sonido. Se inserta la cabeza del niño con rabieta en él. Entonces, el aparato se encarga de transformar el sonido del barullo en uno incluso más desagradable (uno agudísimo por poner el caso), pero sólo audible para el pequeño bellaco. Como se ve, su propósito es meramente conductista, es decir, sometido al argumento más básico que se podría apelar con un mocoso llorando.»


Ayer soñé con que un tren enorme se descarrilaba y pasaba por el campo donde estábamos. Luego de la catástrofe, que el tren se hubo ido, comencé a correr y encontré a dos tipos muertos. Del primero no recuerdo casi nada, pero al segundo le faltaban las piernas. Yo vomitaba a su lado. Y cuando me encontraba con más sobrevivientes, lloraba por la mala suerte que había tenido de ser el primero en verlos.


¿Y si Alicia nunca volvió desde el otro lado? Los espejos podrían incluir sus candados, complejos laberintos para marear al que quiera escapar. Todas las imágenes del mundo quedarían capturadas en él, y el reflejo se convertiría en algo más real que lo real.


El error no es de los trajes cerrados de las mujeres musulmanas, sino la falta de ellos en las de occidente. En el actual momento la privacidad está ida, dice Vedder que para él ella no tiene precio. La imagen de mi cuerpo me es propia, la fotografía (constante/burda/sin sentido) vuelve a ser lo que para los indígenas: un ladrón del alma, y un espectáculo del cual no quiero participar.


Ya me es imposible dejar de notar en ciertas conversaciones los énfasis y matices con que los otros se expresan. El camino desde la idea a la voz es largo y complicado. El oído proustiano que elucubra sobre motivos profundos para tales formas de expresión, para esos específicos énfasis y matices que siempre tal sujeto prefiere. Ponerse justo antes de que las palabras se formen, y ver desde dónde vienen.


Hay que sensualizar hasta el hecho de comprar porque sí. Subvertir su actual carácter pornográfico y ponerle velos que insinúen pero nunca muestren hasta el momento adecuado. Sensualizar quiere decir aquí, ponerle bálsamo a la dureza de la máquina, que no es lo mismo que engrasar los engranajes.


Si las personas fuesen tal como sus gustos, o todo sería infinitamente peor, o el mundo podría alcanzar la perfección. Pero nadie se decide por nada. En el momento en que agarrarlo todo se convierte en norma, se provoca el degeneramiento, porque ahí mismo se esconde la mediocridad y la idiotez.


Un aparato que capture "fotogramas" de un momento, con todo lo que ello implica: olores, sabores, intensidad de colores, tacto, etcétera. Una cámara de la experiencia peculiar de, por ejemplo, pasear en un mercado de India, donde quedarán capturados los miles de distintos estímulos, listos para impactar en quien lo desee. Y si ella es posible, también lo será la máquina balzaciana, aquella que permite leer los pensamientos y el flujo de la conciencia ajena.


Escribir una novela a partir de un generador aleatorio de oraciones. Tal como existen generadores de títulos de novelas románticas/sci-fi en la red, donde luego de presionar el botón, surgen maravillas como “The Mesopotamian Sheik's Anarcho-Syndicalist Mistress”.


Me quedo dormido sentado en el metro, en hora punta. Cuando despierto en medio del viaje, casi me desmayo de la impresión: una mujer pequeñita está entre el ángulo de mis piernas mirándome fijamente. En realidad esto no me pasa a mí, pero lo imagino viendo a esa pequeña empujada por las caderas del resto, sin poder moverse, queriendo llegar a la estación terminal para poder bajar y devolverse a su destino, que se le aleja a cada minuto por no poder esquivar las piernas de las docenas de pasajeros.

jueves, 4 de septiembre de 2008

El mausoleo

Sabemos que las demás casas están habitadas porque es lo que se supone. Es lo común y lo que nos conviene. A veces pasamos por fuera y unas sombras se deslizan por entre las cortinas, las luces de fuera se encienden sin sonido y los aspersores mojan el pavimento y el pasto. Dice mi abuela que una vez un perro se perdió, luego de varias horas en que sus amos lo buscaron, finalmente lo hallaron aullando bajito junto a un árbol. Lo llamaban por su nombre y él agachaba su cabeza arrastrando la lengua, cada vez que se le acercaban lloraba. Eso hasta que un día lo sacaron a pasear —según recomendación del veterinario— y pasaron fuera de una casa. Cuadras antes ya el perro había comenzado a tirar de su correa, a no querer avanzar. Estando frente a la casa, el hocico se le llenó de espuma, ladró y ladró, un escalofrío de horror le recorrió el espinazo para luego caer muerto. El dictamen de su médico señaló un ataque cardíaco, pero nadie más pensó igual, porque sabían en qué sector se había extraviado el perro y dónde había muerto. No sin cierta ironía, o certeza, este sector es conocido como «el mausoleo». No se necesitan más explicaciones. Camino por las calles pavimentadas de día o de noche y la única diferencia notable es la luz del sol o la luna y la que sale escupida por las ventanas con sus cortinas entreabiertas. Los muertos se sentirían a gusto comiendo los frutos de los árboles, que dejan caer sus ramas por sobre las aceras, aunque nadie se atreva a cortarlos, y menos a probarlos. ¿Qué pasa por estos lados? Podría venir alguien a explicarnos los motivos, porque ya las consecuencias nos son familiares, demasiado a mi parecer. Si alguien trasnocha, si un súbito ataque de insomnio le acosa, entonces pronto comenzará a escuchar cosas que no fueron dichas para sus oídos. Dicen que las palabras que se oyen en la madrugada han sido pronunciadas hace varios siglos, una noche bajo la luna donde mucha gente estuvo reunida alrededor de una fogata enorme: una escena primordial, quizás anticipo de lo social. La luna los ilumina con unos rayos que parecen deslizarse de sus cuerpos, que fluyen hasta el suelo y luego son absorbidos por él. El baño es completo cuando los rostros momentáneamente apuntan hacia el fuego que tienen en frente. El matiz encarnado se les pega a los ojos que quedan hipnotizados por el vaivén de las llamas que devoran troncos secos. Por los párpados se confunden ambas luces, la blanca y la roja, y hasta quizás exista allí una pequeña batalla por quién ganará el dominio del cuerpo estático, que balbucea vocablos extraños, que retan a la garganta humana por la dificultad que cualquiera tendría en reproducirlos, pero para ellos todo parece natural, casi mecánico de tan espontáneo. Me pregunto acaso existe la palabra, que escuchada pueda cambiar completamente todo, modificar absolutamente al oyente, y al momento, ella misma se diluya en la memoria, que se vaya en los infinitos recovecos en que el pasado cocina el futuro. Quizás aquí esté la prueba de que una palabra tal sí existe, o una suma de ellas, o de la sencilla impresión de horror que puedan provocar ser oídas sin aviso previo, pero más aún, sin ninguna pista sobre su origen y su significado. Cuando esos antiguos miran el fuego lo hacen en la íntima convicción de su infinito poder, de que llegará el día (o la noche, más probable) en que las llamas lo abrasen todo con unos brazos que no olvidarán nada, tal es el poder que ellos se figuran tiene el fuego que los agrupa. Pero mientras tanto, han de aceptar el momentáneo reinado de la luna sobre toda la tierra. Saben que esa fogata es mínima respecto a la bola amarillenta que tienen sobre sus cabezas, porque si bien la luz roja los calienta, no puede extenderse más allá de ése círculo de protección y abrigo. Pero llegará el día, pensaban ellos. Sus mismas palabras quieren decir eso, oraciones en que ponen su irremediable esperanza o su inmodificable estupidez. Quieren que el sol baje y los inunde de luz. Su cuerpo que se convierta en luz y polvo, tierra y agua, y que de todos se forme una mezcla con la que el mundo caiga y se levante. He dicho que esas palabras aún pueden ser escuchas en medio del silencio general de la noche. Justamente aquellas en que la luna manda, en que no es conveniente salir del hogar so pena de hallarse frente a un asesino al fondo de un callejón húmedo. Si se oye la primera sílaba entonces el oído exige más y más, su curiosidad se expande en la misma medida en que se le niega el objeto de su deseo, cosa común por lo demás. Cuentan del caso de un hombre que puso sus manos sobre las orejas de su hijo para impedir que oyera las palabras: sin que se diera cuenta, de pronto, sus manos estaban traspasadas por las orejas del niño, como los clavos del Salvador apuntan concisamente las viejas. Ante aquellos prodigios monstruosos poco hay por hacer, excepto una creencia férrea que impida salirse de las costumbres que aquí ya son ley. A cada insomne se le suministra una alta dosis de una hierba hedionda que las ancianas hierven en cazuelas doradas. A pesar de ello, los ataques son cada vez más frecuentes, sobre todo en la población femenina. Nadie se explica muy bien esto. Las hierbas se acaban rápidamente, y ahora comienzan a probar con otros recursos (rocas que han encontrado en la ladera sur). Las salidas luego de caído el sol están prohibidas, y aunque no hay pena por ello, bastan los antecedentes por todos conocidos para acatar la norma. El agua no puede ser bebida bajo la luz del sol, ni menos de la luna: su reflejo en la superficie es siempre perjudicial. De esto último se sigue que los espejos no sean conocidos por los jóvenes, y que sean un pésimo recuerdo entre los adultos. Hay quien pregona en distintas plazas, en el mercado, que llegará el Día de la Inversión. He querido saber a qué se refiere, pero él sólo aparece en noches de luna, y aquí nadie parece saber de su existencia ni menos del mentado día. Hay cuestiones extrañas incluso entre esta gente, que pretende protegerse de la extrañeza que dicen, está en el exterior. ¿Dónde está el afuera? No sé si estoy dentro o abajo, quisiera tener un punto de referencia para poder afirmar que éste es mi centro y que allá está el horizonte, ¿pero respecto a qué soy yo? Estoy vivo porque me puedo pensar muerto, que es lo mismo que decir que la quietud me mantiene en movimiento, constante, incesante y por ello con una cuota de eternidad, lo que me da a pensar que quizás ya sea un cadáver. ¿Dónde está el afuera de mí? Hay un torbellino girando en algún lado, y quizás en ese lado esté el exterior, lo que me lleva de vuelta hacia mí y con ello, a la concentración que necesito para dormirme cuanto antes. De seguro en aquella fogata primigenia, las cenizas subían formando espirales que los hombres miraban intrigados. Nada cambia, se nota. Las volutas que llevan dentro a trozos de madera carbonizada, se revuelven entre ellas para luego caer a decenas de metros más allá, o elevarse hasta fundirse en las estrellas. ¿Dónde está la historia que me soporta? Vengo de ningún lugar, avanzando hacia un punto de luz que, imagino, ha de solucionarme. Por mientras me contento en hablar, en contar lo único que me está permitido decir: el presente, el tiempo real que nunca se va, que nunca abandona porque está siempre en la renovación y el recambio por la novedad inmediata que nos arrebata suspiros que asemejan a la melancolía, pero que tienen otros significados que desconocemos. ¿Te podré contar alguna vez lo que las palabras dicen? Eso espero, y entremedio podemos soñarnos, pero sin el influjo de las letanías que quiero espantar. Los sueños provocados por las palabras oídas suelen ser premonitorios, pero que desafían la lógica temporal cotidiana. Presentan posibilidades nunca pensadas, y no por imposibles, sino porque tenemos claridad de los antecedentes que finalmente, resultaron en el presente. Es lo que se llama, otro tiempo, sueños en rigor ucrónicos, donde el tiempo no tiene lugar, porque lo único que presentan son posibilidades que ya no fueron. Parece entonces que lo único en lo que hay tiempo es en lo que de hecho, podría ocurrir, pero jamás en lo que ya no fue. Hay tiempo en la posibilidad de un unicornio, pero no lo hay en la posibilidad de un unicornio parado frente a mí mientras señalaba su posibilidad. Si se hubiese presentado el unicornio todo sería diferente, claro, pero no lo fue, y en lo que digo ya no hay tiempo. Este es otro motivo para dormirse de inmediato. Se oyen pasos por fuera de la galería. Apagados. Suelas de goma o patas de rana. O los dos quizás. A veces los reflejos en el agua acaban en mutaciones similares, en cambios repentinos de la rama animal a la que se pertenecía. O, en casos extremos, brutales intromisiones de la botánica en cuerpos de carne y hueso, que luego asemejan malezas rosadas, con hojas como uñas o raíces tal que pelos. El horror siempre está presente, pero más terrible es que todos los caminos que llevan hasta él, siempre y en todo momento, están despejados. Así, por acá, la vida es la desesperación misma. «Angustia» ha de ser el estado anímico más común, a sabiendas de que el predominante ni siquiera tiene nombre, dado su carácter aparentemente pueril, es decir, metafísico. Voy a contar una anécdota, tengo que advertirlo en este momento. A quién le haya sucedido no tiene importancia, en definitiva todo evento siempre ocurre ahora-ya y siempre a nadie, de eso me di cuenta hace tiempo cuando noté que todos sufrían por lo mismo aunque de distinta manera. Sé que aparte de los ruidos que pueden llegar a parecer palabras, aquellas que oiré en un rato más, hay también visiones que pueden llevar a la locura a quienes las vean. Nunca son cuestiones muy definidas, apenas bosquejos de objetos pero que por medio esa insinuación permiten la más amplia gama de interpretaciones. Ocurre como con las viejas que leen los fondos de sus cazuelas queriendo adivinar caracteres, temperamentos, y el pasado. A fuerza de afirmaciones evidentes por sí mismas, van sacando desde el fondo una verdad que al principio se ocultaba. ¿No sería más conveniente, id est, más práctico el poder leer el presente? Tal manejo supondría el mayor poder existente sobre la tierra. No recuerdo con precisión cuándo ocurrió esto, ni tampoco dónde, lo cual da al relato cierto tinte literario, perfectamente inverosímil y contradictorio. Sé esto, y no pongo muchas esperanzas en convencer a alguien, sea quien sea. Lo importante en todo caso, no son los detalles geográficos ni menos temporales, sino lo que el espectador intuyó estaba tras la sombra que vio. Un humo negro que se movía por entre los árboles y nada más, pero no uno que sale expulsado hacia arriba por la combustión, sino uno que se movía, como si dijésemos a voluntad. Al principio sí que parecía una humareda típica, hasta que me acerqué sin saber muy bien por qué. Quizás en otro momento hubiese salido corriendo despavorido, lo que habría sido lo más inteligente, pero no lo hice. De pronto el humo deja de elevarse, y comienza a enroscarse por entre las ramas de los árboles igualmente oscuros y enormes. Lo miro, doy un paso hacia él que toma la forma de un cono, con su sección aguda apuntándome mientras toda su cola oscilaba sin ruido alguno. Me rodea lentamente y entonces puedo ver a través de él, pero hacerlo significa verlo a él también. Imágenes sueltas y sin relación. Yo mismo jugando cuando niño. Una calle solitaria iluminada por la luz de la luna. Hormigas saliendo desde el fondo de un vaso de vidrio azul. La marea subiendo. Una montaña por la que ruedan cubos de madera. Las ratas que dominan por abajo la tierra que piso. Me pregunté de inmediato: ¿cuál es la verdadera figura de este humo? ¿Cambiará siempre y de acuerdo a quien le observe? ¿Qué es lo que lleva dentro? Soplé y quise diluirlo. Recordé a fuerza imágenes que quise ver representadas en él. Olvidé el significado que subyace en cada acto, y con ello desaparecí y me elevé. O quizás haya descendido y ahora esté en el abismo, pero no hay a quién consultar, y no tengo referencias para reconocer el abajo y el arriba. ¿Cómo reconocerme en esta oscuridad? me pregunté, y extendí la mano para meterla dentro del humo que me rechazó de inmediato. Vi mi propia figura rompiendo decenas de espejos, y supe que era rechazado porque no hay imágenes de los reflejos. Saber esto me tranquilizó, y me marché. ¿Qué vi? Escenas sueltas y sin ligazón, como momentos antes de que llegue el sueño o hacia el final del universo. Quiero representar lo que el espejo devuelve, pero sin saber qué sea el original, lo que primero fue mostrado, ¿es esto posible? Mientras los párpados se me caen, quiero creer que sí. Mientras unos ruidos en sordina me llegan, lo confirmo. Quizás en algún momento el miedo ceda, y entonces sea libre. Mientras eso ocurra, las calles desiertas de esta ciudad secreta y la vida bucólica de su único habitante, deberán ser escritas. Lo demás, es demasiado real como para poseer encanto.


enero 2007

jueves, 14 de agosto de 2008

Lo que te leeré mientras muramos, Denisse

Haría un collar con los pedazos de nosotros que quedan luego de.

MJ y PM peleando por una chica a la que le llaman “la jodida” («the doggone girl is mine»).

No tienes por qué preocuparte de aquel pinganilla que una vez te molestó en la calle. Es mejor ocuparse de mí, que sí reconozco la belleza, que la disfruto cada noche, de distintas maneras.

Y qué tal si nos fuésemos dentro de un remolino de agua.

Recordemos para adelante y veamos cómo nos va, si acaso las llamas lo abrasan todo.

Las tijeras del editor no pueden hacer menos magnífico a Carver: una hormiga en la trompa de un mamut.

Ahora puedo oír distinto, los pulsos, la vibración del platillo, el rasgueo preciso, el ondear.

Cayendo en picada en una montaña rusa imposible que no tiene más que bajadas, cuya curva ascendente siempre se aleja.

Nos debemos al pasado y lo que queda de este presente. El resto es niebla gris, cargada de tormenta.

«Pero a veces el futuro vive en nosotros sin que lo sepamos y nuestras palabras, que creen mentir, designan una realidad próxima.» En busca del tiempo perdido, IV: Sodoma y Gomorra.

El colmo de la Biblioteca Total: una enciclopedia escrita por Borges, que no es más que la Biblioteca fabricando un autorretrato desde otra mano, asumiendo y acrecentando el equívoco.

En el fondo: "Oye loco, la perra es mía".

Eydie Gorme+Los Panchos, versionando: "Yo no sé si tenga amor la eternidad, pero allá tal como aquí, en la boca llevarás, sabor a mí". Secos.

Debe ser un horror vivir dentro de la cabeza de Tim Burton.

Una bomba estalla dentro de un banco. Las tejas del techo se deforman por la explosión, creando un patrón circular, como si las tejas fuesen un lago y sobre ellas cayese una pequeña piedra.

Los personajes proustianos carecen de moral, comportándose como animalitos. Jupien y el señor de Charlus follan en un baile turbio, con reglas levantadas en el apuro y sigilo del placer lateral.

No desapareceremos juntos, porque hacerlo implica aparecer frente al otro (en tus pupilas, del otro lado), y la desaparición se anula.

Tanto, tanto, tanto que a veces desespera, como cuando a ti te pican las manos.

No, tienes razón, no es nada bueno que la profesora de básica muestre las tetas ni tenga sexo con su alumno de 12 años. Pero igual me imagino en el trance, y visto desde hoy, parece sublime: Mary Kay Letorneau.

No es nada bueno, pero Nietzsche dixit, que todo lo que se hace por amor está más allá del bien y del mal.

Un domingo en el Parque Forestal, caminando entre ex traficantes de cocaína en el Mercado. Confundiéndose entre los escualos de tierra. Parece todo mentira en más de un momento.

La imaginación tiene bordes, porosos. A cada intento de romper sus fronteras, el centro de ella se mueve, entonces el nuevo territorio es únicamente un espejismo.

Es cierto que la memoria perfecta no agudiza los sentidos. Pero la memoria imperfecta sí que lo hace mi amor.

Escribí sobre mi biblioteca, y acabo así, contigo a mi lado: « Imagino escribir esto en el preciso momento en que veo a mi biblioteca más bella que nunca. Porque aquella mañana, para poder mirarla, debía posar primero los ojos en tu espalda desnuda.»

Una versión propia de lo que seríamos el unX sin el otrX: una pintura invertida, una imagen sobreexpuesta en la retina misma, cual si el ojo tuviese el obturador muy abierto, la emulsión vencida y la mano temblase.

El acelerador de partículas tiene dentro una mariposa nocturna, que agitando sus alas desprende polvo sobre los quarks transparentes: he ahí el secreto de la física cuántica, lo que ni Hawkins ni Sagan supieron nunca.

Que todo es una cadena de posibilidades puras. Que nunca ninguna de ellas se concreta acabando sobre sí. El mero hecho de pensar un cierre se escapa a su concepto.

Que la realidad tiene como base puros cuadros estáticos de imagen. El parpadeo imperceptible del tercer ojo hace el efecto de movimiento, y el de posicionamiento espacial.

Qué bueno es decir que siempre, todo texto no es sino una carta de amor. Justifica las más grandes caídas horrográficas, las inconsistencias gramaticales y la falta de gracia.

Reducirnos a una expresión química posibilita el aniquilamiento enterno/eterno. Soy más que este cuerpo y sus llagas. Soy el motor que mueves y que empuja tus engranajes.

Somos lo incompresible para el Otro. Y en las maromas por entendernos, nos disolvemos desapareciendo ya no para aparecernos el uno frente al otro, sino para fundirnos en el mismo párpado.

Un contrato firmado por abogados corruptos, y hecho válido por perros callejeros. En el círculo de sus afinidades morales, el resto del mundo se juega su estabilidad.

Las alcantarillas llenas de desechos de los abogados y los perros. Y los perros y los abogados como desechos. Es cierto que el mundo no es un lugar cómodo para morir.

Nunca sabré qué es lo que me gusta, qué es lo que quiero más que por la vía negativa. La voltereta es esta experiencia que me abre los ojos, porque por lo menos sé lo que no quiero, lo que aborrezco como si de un monstruo se tratase.

Hay un desierto amarillo, cubierto de desechos robóticos. Nadie más que tú y yo, leyéndote al oído una lista de sinsentidos. El tiempo pasa sólo para que no lo notemos. No hay vuelta atrás, ni forma de esconder la cabeza ni menos salvar la vida.

Tú misma viste arder la boleta entre tus piernas: abrazándonos entre las bolutas de papel negro, idas en un viento nuevo, que nunca volverá por acá.

lunes, 11 de agosto de 2008

Las sucesiones

Vi ciudades sobre ciudades. Se superponían unas sobre otras, reemplazándose en un movimiento nebuloso, de lento pero preciso desvanecimiento, como si la pereza de la mutación acrecentase su pulcritud.
En una de ellas, existe una enorme plataforma sobre la que construyen una gigantesca nave espacial en la que todos contribuyen. En otra, decenas de varas de luz se ordenan en los vértices de otras tantas decenas de palmetas de cemento, rodeando un edificio magnífico, con una cúpula verde oscuro porque veo a ambas ciudades atardeciendo.
Mientras las observo, con pasmosa tranquilidad, los árboles que tengo entre las ciudades y mis ojos, comienzan a moverse. De todo mi cuadro visual se recortan trozos escuadrados, que ascienden diagonalmente/arriba/izquierda. Pero no queda un vacío, sino que el mismo trozo se reemplaza de inmediato por sí mismo. Y esto ocurre como lo cotidiano, como si efectivamente así se comportasen los árboles invernales. A falta de hojas, entonces el movimiento fractálico: la realidad dividida en secciones perfectamente calzables unas con otras --un rompecabezas siempre allí dispuesto a ser desarmado.

Hay otras muchas ciudades que no recordé. Quizás no eran tales, sino las transiciones entre una y otra, las etapas medias de la labor de destrucción de la previa. Por lo mismo, es evidente el no recordarlas. El entremedio no se nota más que como comienzo o final.

Hay una tercera ciudad, pero esta es real en la medida de las cosas duras e impenetrables, no como las otras que son horizontes de llegada, plataformas de lanzamiento de lo (im)posible. Ciudades como eternos fetos dentro de cáscaras grises.
El solo verlas es una experiencia sublime.
Desde atrás vienen coros que me rodean, que envuelven como algodón cálido, rosado pero no de azúcar. La sutileza de la música no se condice con sus efectos en el ánimo. Las voces femeninas son un bálsamo. Hacen más suave la ya de por sí sutil transición entre las ciudades. Y con otras músicas puestas sobre los coros, los efectos se potencian, mientras mis manos frías funcionan como parlantes móviles. Los dedos incluidos. Moverlos supone variaciones de las ondas sonoras, cuencas de audio, distintas formas geométricas enfundadas en sondo que envuelve sobre la envoltura de los coros.

En la tercera ciudad -la real porque dura-, al atardecer, comienzan a aparecer tentáculos de fuego sobre sus calles, en ellas. Las máquinas que las recorren producen luz propia, rojiza o amarillenta, formando haces consistentes, varillas incandescentes que son la materia de los brazos del pólipo de fuego.
Con detención, es posible ver los cruces de las grandes avenidas. En sus esquinas se detienen las máquinas, dejando pasar a otras. El detalle es magnífico, la precisión que alcanza la vista a pesar de la distancia, es sorprendente.
En estas ciudades el detalle brilla.
Fuera de estas tres, y todas sus posibles transiciones, existe la ciudad que bulle en el suelo, en una baldosa de piedra de otra ciudad que la contiene y disimula.
Es cosa de mirar este piso, uno como cualquier otro, y comienzan a delinearse sus barrios y avenidas vistas desde la altura de un avión imposible, que volaría con una ciudad arriba y otra abajo, donde el cielo no fuese sino otra calle que une las urbes antípodas.
Y como esta ciudad está entre otros rectángulos idénticos, ellas se multiplican hasta el absurdo, pensando en las decenas de avenidas que usan estos adoquines. Todos estos cuadros-ciudades se mueven como si estuviesen montados sobre una ola de cemento líquido que los destruye y reconforma segundo a segundo. Quizás todas las ciudades se muevan sincronizadas, y sus reflejos e incandescencias les sean comunes.

Al final, el número de ciudades posibles de montar y desvanecer no es infinito, pero sí suficiente. Llegará el momento en que ya todas hayan pasado frente a mis ojos, y ese número habrá de ser multiplicado por sí mismo (por las innumerables ciudades que no son sino transiciones).
Y entonces, quizás, todas las ciudades se con-fundan y destruyan para comenzar de nuevo los movimientos entre ellas. O se acaben todas, y la idea misma de ciudad acabe y no queden más que prados y mesetas. Vacíos y puros bajo el cielo diamantado.

jueves, 24 de julio de 2008

Stranger Than Reality

1. Dice P. que El principito es peor que Juan Salvador Gaviota, porque el primero es impensable sin sus ilustraciones, sin ver al Principito con ese traje que luego usó Cerati.

2. Vuelvo sobre un disco viejo, pero vivito y coleando. Stranger Than Fiction (1994) de Bad Religión, luego de que Gernández me haga ver que tiene el mismo título que una película que le comento.

3. En ella, un auditor de impuestos del gobierno yanqui comienza a oír una voz femenina que relata lo que él hace. Se cepilla los dientes, contando los movimientos, y la voz británica lo sigue. Piensa volverse loco. Una siquiatra afirma que lo suyo es esquizofrenia. Sigue su consejo, y visita a un profesor de teoría literaria.

4. Hace un par de días, una madre golpeó salvajemente a su hija de once años, porque a la mocosa no le interesaba un carajo el libro que en el colegio le habían dado para leer. La azotó durante cinco minutos, para acabar empujándola contra un sillón. Al parecer las heridas internas, el estallido de su estómago en sangre, le provocó la muerte no mucho tiempo después.

5. ¿Qué era lo que la niña no quería leer? Un libro miserable, que no presentaba la más mínima complejidad para ningún escolar promedio --incluso sabiendo a qué promedio atenerse. La Porota de Hernán del Solar.

6. Imagino que si la pequeña hubiese seguido con vida, se habría negado sistemáticamente a leer las porquerías que el sistema escolar le imponía: partiendo por Juventud en éxtasis y acabando en La casa de los espíritus, pasando entre medio por El caballero de la armadura oxidada y Nosotras que nos queremos tanto. Ay la niña muerta que podría haber sido émula de Bartleby, o el opuesto de Montano.

7. Y al revés: qué habría de leer alguien para que mereciese una paliza.

8. A primera hora de la mañana, inspeccionó a mis alrededores en el metro. La mayoría nada lee, de ellos, la mayoría lee algún diario (de los gratuitos, y de los otros), y unos pocos algún libro. Denisse me hace notar que el tipo que lee Juventud en éxtasis (en una edición que se permite ser tan baja como su contenido) va en la misma posición y el mismo sitio que ayer. Un viejo sentado lee una Biblia con borde dorado. Y más lejos una mujer se afana con Coelho, según deduzco de la imagen que la solapa me devuelve.

9. Harold Crick (así se llama el auditor narrado) está en medio de un relato, de una autora magnífica que ha pasado por una década de sequía. Ahora ha vuelto a escribir pero no sabe cómo matar a Harold, y debe hacerlo, porque en todas sus novelas así ocurre al final. El personaje de Dustin Hoffman es genial cuando mediante un test, elimina posibilidades, sobre qué personaje no es Harold.

10. Peor que alguien que no lee, es quien lee porquerías. ¿Qué canon utilizar? Es una cuestión estadística, dado el enorme número de libros y autores. Es inevitable que de vez en cuando se lean basuras. La chica que lee sentada en un parque en una tarde invernal, puede parecer muy interesante, pero en el mismo momento en que el observador se le acerca, descubre que lee a Arturo Pérez-Reverte y toda la fantasía cae rápidamente en la dureza de lo real: esa mujer es común y corriente, no está leyendo a Pessoa, ni se emocionará oyendo poesía del romanticismo alemán, ni le importa mucho la diferencia entre la saga de Los reyes malditos y La Ilíada.

11. «La única manera de saber en qué historia está usted, es determinar en qué historias usted no está. Aunque no lo parezca, he repasado la mitad de la literatura griega, siete cuentos de hadas, diez fábulas chinas, y he determinado rotundamente que usted no es el Rey Hamlet, Scout Finch, Miss Marple, el monstruo de Frankenstein, ni un Golem. ¿Se siente aliviado al saber que usted no es un Golem?»

martes, 15 de julio de 2008

Tanto, tanto, tanto

Querer escribir sobre tanto sin poder hacerlo como se merecen. Por lo menos no
alcanzar lo importante, lo majestuoso que es el tema, sino
¾como mínimo¾ el
lugar y el modo en que los pienso y siento. En el tintero, en el espacio entre mis
manos y el teclado quedan docenas de párrafos queriendo inscribir, seguir en
esta bitácora. (No por nada este teclado es blanco, como si nunca se pudiese
salir de la aporía de la hoja intacta, del furor e impotencia que ella provoca)

En diciembre del año pasado lamentaba Ulises, hoy eso no ha cambiado. Sigue ahí esperando, tal que fuese un libro que no poseo, que aún ni siquiera hojeo. Al igual que Cortázar (el
Borges de segunda, pasado por agua, trasnochado en mala, dijo Aira) de 62 modelo para armar. Pero por otro lado, El mundo de Guermantes ya ha sido acabado, luego de sangre, sudor y lágrimas, pero por sobre todo, un inmenso tedio que me impedía acabarlo. Pero de un momento a otro, todo fluyó, como con los otros volúmenes, y me volví nuevamente tan indiscreto como Proust, y quiero saber todo lo que les pasa a los personajes. El Abadón fue exterminado hace
hartos meses. Y cómo no, me descoloca su fin, la forma en que Sabato intercala
escenas de las torturas en la dictadura argentina.

Comprensivamente, D. me ha regalado el cuarto episodio del Tiempo perdido. Ahora viene lo bueno, pienso, cuando noto ¾por un spoiler de Wikipedia¾ que éste parte con un follón homosexual visto por el joven narrador mientras espera a la señora de Guermantes. Y va
escribiendo sobre la cópula entre las orquídeas, e intercala sus vuelos en prosa, las frases que llenan los siete tomos, que podrían ser reunidos individualmente solamente para hacer otro libro aparte, extraño, un libro totalmente incitable, porque hecho de citas citables, de figuras: se haría el súper texto de la metáfora, donde no habría cabida a leer entre-líneas porque entre una y otra no hay espacio para una nueva voltereta retórica.

Comprendo que El libro del desasosiego es inalcanzable por el momento, todavía. Tanto como los 1001 libros que hay que leer antes de morir (de la misma colección de películas, discos y pinturas que experimentar antes de…). Un típico coffee-table book, para iniciar conversación, para hablar sobre lo leído, pero por sobre todo lo no leído aún. ¿Aparecerá él mismo ¾en tanto libro¾ dentro de la lista que contiene? D. afirma que sí, que eso sería lo lógico. (El mentado pragmatismo femenino, de seguro es casi imposible que alguna se angustie por cuestiones teóricas. Así, Pascal sólo podría haber sido hombre).

El sabiondo crítico Camilo Marks, recomendó hace un par de años Suite francesa de Irèné Némirovsky. Ni siquiera le puso nota al texto, como tampoco lo hizo hace poco con Altazor. Tardé mucho en poder conseguirlo, y cuando lo hago me devoró las páginas. Los capítulos pasan
raudos, tal como ha de haber sido escrito por la judía errante, huyendo al principio con sus dos hijas y esposo, y luego cada uno por su lado, y el de ella, finaliza en Auschwitz, en las cenizas probablemente. Su hija mayor, Denise, cuidó una maleta de su madre, que no se atrevió a abrir por lo doloroso que podría ser, pues sabía que cargada un texto, que ella pensaba, era un diario de vida de su ya famosa escritora madre. Pasan los años. Finalmente, y antes de entregarlo a una fundación de rescate de la memoria del Holocausto, lee el texto, y se da cuenta que el diario, era una novela. La transcribe sacrificando la salud de sus ojos. Se publica en 2005 ganando varios premiso europeos. Némirovsky no alcanza a acabar la novela, lo que leo es únicamente 2
de 5 partes en que la proyectó originalmente, siguiendo un plan sesudo, pero que fue modificándose de acuerdo al despliegue propio de los personajes. Lo que queda, finalmente, es un esbozo (la idea de texto original sólo es patrimonio de la religión o el cansancio, repite Borges).

Extraña es la sensación que queda al finalizar el texto. Lo completan cartas de la autora, esbozando lo que quizás vendría. Y su lucidez horrible, porque comprende, al momento de las primera leyes francesas antisemitas, que todo acabará en la muerte de millones. Entonces, en vez de seguir el lector elucubrando lo que sucederá más adelante con el militar alemán y Lucile, lo hace la autora, imaginando ella misma lo que podría ocurrir en el futuro, si la guerra (su fin) se lo hubiese permitido.

Como si Némirovsky cortase las alas de antemano al lector. De seguro jamás pensó que alguien leería lo que su hija cargaba en la maleta, que las acompañó en su huída más que la caridad del prójimo.

Pienso leyendo la entrada nazi a París, sabiendo lo que luego ocurrió, pienso y me pregunto por el mal y sus consecuencias inacabables. De pronto, una tarde, Alex de La naranja mecánica, afirma: «Pero, hermanos, este morderse las uñas acerca de la causa de la maldad es lo que me da verdadera risa. No les preocupa saber cuál es la causa de la bondad, y entonces, ¿por qué quieren averiguar el otro asunto?». Que se lea, y se comunique, oh, mis drugos.

martes, 8 de julio de 2008

La certeza del abismo

Para Nicolás Carvallo, oyendo su «Diván»
Me gustaría decir algo sobre nosotros, o por lo menos de mí.
Hay algo extraño en las formas de las palabras, o con precisión, en las
representaciones que las voces configuran, en los tonos en que se mueven por entre los
cuerpos. A veces me gusta pensar --para hacer obsoleto el tiempo, opacarlo en su
pasar-- que todas las voces son similares para el imposible oído imparcial, que las
diferencias son únicamente producto de la materia con la que chocan luego de
proferidas. Pero el camino de la reflexión es una pérdida de tiempo, claro, por eso
mismo lo practico cuando el tiempo es lo que menos importa.
¿Por qué no puedo hablarlo libremente? Como si se tratase de un suceso más
dentro de la vida, como comprar el pan o leer el diario un domingo por la mañana,
porque a fin de cuentas todo lo que ocurre, que a alguien le pasa, son fragmentos de un
vitral enorme que jamás veremos en su totalidad. En momentos se le intuye, se le puede
incluso divisar borrosamente en instantes cruciales, pero el resto del tiempo, la imagen
enorme no se muestra mientras se va construyendo.
Quisiera borrar este dolor. Al borrarlo, imagino, se iría una parte importantísima
de mi personalidad. Ya. Supongamos que ahora soy feliz, y me reencuentro con un tipo
perdido hace varios años. Físicamente nos reconocemos, pero al hablar él se
desconcierta: yo ya no estoy, me he ido junto con la llegada de la sonrisa a mi rostro. He
mutado en algo irreconocible hasta para mi madre. Los cambios.
Si no puedo decir algo sobre nosotros, contaré algo que nos ocurrió.
Cuando la conocí supe al poco tiempo que eso, que conocerla, se habría de
convertir en un hecho fundamental para el resto de mi vida. Si en el juego del propio
reconocimiento hasta creí comprender mi pasado. La imaginé entonces como una
lámpara, que me hacía comprensibles los sucesos que me habían hecho ser quien en ese
momento era. Pero todo se desvanecía de inmediato, porque cuando comprendía tal o
cual rasgo de mi carácter, por ejemplo mi alejamiento de la higiene, éste era
reemplazado rápidamente por otro, que no tenía por qué ser su opuesto exacto, pero que
se le superponía y hacía impensable que alguna vez reprochase públicamente el pelo
húmedo o la piel olorosa.
Recuerdo eso, pero hacerlo no es decir nada sobre ella, sino sobre mí. Y en lo
que a mí respecta, yo no le importo a nadie, ni a este cuerpo que me sostiene, que quiere
correr de la memoria. Torpe él, porque hacerlo implicaría moverse sin saber qué se
hace. Me quiero aferrar a la idea de la memoria como anclaje, de la maravilla del
pasado, a la grandeza de los fantasmas que nos persiguen. Un llanto que se muestra
como horizonte de comparación.
Hay que huir pronto, hay que dejar esto como está y ya. Correr y escapar de una
vez por todas. Habría que moverse en otras direcciones: desdoblarse. Partirse en dos o
tres partes y cada una que salga para donde quiera ir, donde sea pero no más aquí. Basta
del acá. Digo que este blanco no es un buen lugar para morir, nada más. No es un lugar
confortable, si ni siquiera se puede cavar una tumba como es debido hacerlo. Tú cavas y
aparece un cardumen entero y luego las focas que quieren devorarlas. Eso ya ha pasado
y lo sabemos, ¿por qué entonces la insistencia?
El recuerdo de otros sufrimientos antes sentidos, quizás nos ponga en la
expectativa, en la esperanza de un futuro sin más dolor. Quizás sea necesario fundar una
ciudad donde la muerte, su idea e incluso su palabra, sea erradicada de antemano. La
ciudad de los dioses. De los nunca engendrados. De los ingénitos.
La ciudad de los sin origen.
Te podría definir en una única escena: Tú devolviéndome el libro que te presté.
Te pregunto si acaso te sirvió, yo sé que sí. Me lo confirmas, pero agregas: «aunque no
es una buena edición».
(¿Dije en verdad algo sobre ti o sobre lo que a mí me pasó con tu acto?)
No sé por dónde tomar la frase. Si por el lado irónico, de que justamente
estábamos frente al escaparate de una librería donde estaba la edición buena del libro, o
por otro que no lo conocí nunca. Quizás debiera quedarme con la primera y dejar a las
interpretaciones para otras cosas, para otras personas en otras situaciones, algo así como
bajar la guardia frente a ti. Claro, si ya todo el daño estaba inflingido y ya nada más me
podías clavar en el pecho, ni una gotita de sangre más me podías chupar: ya lo tenías
todo. Sería sano conversar sobre esto, o eso pensé en aquel momento, pero para qué. Si
ya toda la mierda había sido lanzada y tu retrete estaba brillante a fuerza de mis mocos o
de tu llanto —de cocodrilo. Un lagarto gris que se mueve por las cañerías de Nueva
York o Los Ángeles. Dicen que hay de esos viviendo bajo los pies de sus habitantes.
Como el protoplasma diabólico que aparece en una película, que concentra todo el odio
de la ciudad, y que de un momento a otro va a devenir monstruo enorme que destruirá
toda la ciudad (primero) y el mundo (luego).
O no hablamos nunca sobre nosotros, y nunca nos conocemos ni siquiera de
oídas, porque vociferamos siempre sobre los otros; o todo es siempre una voz solipsista,
que refiere a sí misma, y lo mismo: o quedamos solos engullidos en la masa, o nos
volvemos un ombligo, vueltos hacia dentro. La mónada que deja escapar pero no entrar.
Quizás fueses el lagarto oculto que me rasgó la piel. Un movimiento necesario
para el cambio. Hay que ver el sol luego de la tormenta, la luz luego del túnel. Y en eso
insistieron todos. Como si no compartiéramos los mismos clichés, jugando a que yo
venía de Marte y no comprendía en absoluto lo de las heridas con cuchillo oxidado: yo
ya sabía que luego tendría que vacunarme contra el tétanos. O un Virgilio con faldas:
llevándome al centro del infierno y luego huyendo, desapareciendo. Entonces me quedo
ahí abajo y no sé regresar porque mi guía se hizo azufre. Habría sido divertido un
periplo así. Siempre y cuando tuviese la certeza de volver a encontrarte en otro lado,
sobre una colina pongamos el caso, materializándote desde una nube salida del suelo.
Como este vapor que nubla la vista y no deja escribir con tranquilidad. Sube y mueve
las hojas, a veces las calienta tanto que se diluyen, o no se diluyen pero la tinta se corre
y todo se vuelve confuso al intentar leerlo nuevamente. Quizás nunca sepas qué estoy
escribiendo. Quizás lo que leas sea un cuento infantil lleno de colores y de ositos
bailarines y no esto. Cabría una exégesis a fondo para poder leer algo, lo que sea, y dar
medianamente con la intención del autor. Pero no hay tiempo, lo sabemos. Ay, leer,
leer, leer. Ay, escribir, escribir, escribir. Ay estos pasos, esta música y la cadencia que
aletarga.
Es seguro que al final sólo habrá un barranco y abajo la nada. Eso es obvio,
todos los caminos acaban de esa manera. Pero hay que caer con los ojos abiertos y
gritando a todo pulmón como cuando nos subimos a una montaña rusa. Me lanzo y al
segundo recuerdo la sensación que sentiré en los próximos minutos. Sé cómo mi
estómago se contraerá, y sé que podré gritar por poco tiempo porque luego tendré la
garganta seca, tanto por los gritos anteriores como por el viento que me entra por el
hocico herido. Como cuando se saca la cabeza por la ventana de un auto a gran
velocidad, y por dentro todo queda seco. He tomado un camino que se me presenta
como inevitable. Escribir esto es tan necesario como ineludible. Poder salir de esta
blancura también lo es. Hay que moverse rápido so pena de quedar prendado para
siempre en la idea de salir y, dentro de ella, otra idea semejante y así, como un sueño
dentro de otro. Pero en el tiempo de la conciencia los segundos son otros, como cuando
hablamos de kilos aquí o en la Luna, porque hay diferencias notables entre uno y otro
lugar. Hay que advertir sobre la relatividad de los términos, pero por sobre todo hay que
advertir sobre la relatividad de los palabras. Sobre su imprecisión como de los choques
entre sus sonidos, los mugidos con los que nos hablamos, de la imposibilidad que
alguien entienda nada, de la inminencia de la soledad, y la certeza del abismo. ¿Digo
algo ahora? ¿Dije algo sobre ti, sobre el nosotros ya ido? Cómo saberlo. Que porquería.
Desvarío.
18 de junio de 2008

miércoles, 11 de junio de 2008

Los crímenes del sujeto

Releo la noticia del suicidio del galerista español Ignacio García. Lo relevante del caso, es que al parecer, acometió contra sí, por la carga que le significaba ser acusado de falsificar ciertas pinturas de José Vela Zanetti, y venderlas como si fuesen originales, obviamente.

Se comprende el destino de Pierre Menard entonces. Pero con salvedades, como por ejemplo: que Menard no falsificó, en el sentido propio de la palabra, es decir, no quiso hacer pasar la obra de Cervantes como propia, sino que quiso hacer propia aquella obra que de suyo no lo era, pues de su inventiva no había nacido. La labor de Menard (escribir nuevamente ciertos capítulos del Quijote a partir de sí mismo), es de suyo vana, puesto que no hay forma de diferenciar aquellos textos, a no ser claro, que se conozca de antemano la psicología del escritor.

Si bien es posible que existan covers, que una banda haga el mismo tema de otra, ¿cómo sería eso posible escribiendo? Además, ¿por qué se considera como homenaje que otros reproduzcan lo ya hecho por uno? Sobre todo pensando que a veces las re-producciones alcanzan mayor reconocimiento que el original.

Un cover perfecto vendría siendo lo mismo que el original: réplica de sí misma puesta entre dos espejos, ¿para qué seudos homenajes entonces? Aunque el original siempre queda corrido respecto sí mismo, un desfase, desenfoque que impide saber con certeza qué es qué (cuál es cuál, dónde se está), y en ello, una indiferenciación donde da lo mismo que es réplica y que original. Porque también se da el caso de que algo sea tan sí mismo (se parezca a sí) que sea imposible comprenderlo como verdadero: desconfiamos de la perfección como de una mala copia.

Capítulo nuevo de Suicidios ejemplares: centenas de escritorzuelos lánzanse de altos edificios, declarando los robos que cometieron durante sus carreras, por las que ganaron premios, millones, viajes. Hay quienes se enfurecen contra Homero, otros contra Milton, los más con los Evangelistas.

De seguro llamaría más la atención que hoy se escribiese la Biblia que hace más de 2.000 años, donde escribirla era una tarea necesaria, obligada según las circunstancias, tal como recuerda Borges que en su momento lo fue el Quijote. Entonces, ahora mismo, cabría la posibilidad de ser realmente innovador, haciendo algo que jamás nadie haría: una vindicación de la divinidad, del reino etéreo, de la trascendencia a partir de la debilidad, un ensalzamiento de la mojigatería como medio de la felicidad. En resumen, del cristianismo más rancio.

No por nada «plagiar» tiene dos sentidos distintos a primera vista, pero íntimos en un examen un poco más cuidadoso. (1) Copiar en lo sustancial obras ajenas, dándolas como propias, y (2) Entre los antiguos romanos, comprar a un hombre libre sabiendo que lo era y retenerlo en servidumbre.

Se retiene, se ata una obra impropia con el nombre que la firma. La signatura no funciona sino como lazo que impide y obliga a la originalidad, a pesar del hurto. Se firma tanto para reafirmar el ego como para distinguir las cosas, unas de otras, unas las mías, de las otras, las tuyas. La firma asegura la originalidad, promete la singularidad de lo firmado, en primer lugar, del trazo mismo que constituye la firma: toda vez que existe una firma similar a otra, ambas son desacreditadas por ser indiferentes.

Lo impropio pasado por agua, queriendo con la operación de la firma, hacerlo pasar por propio. Como cuando los padres les ponen a sus hijos sus propios nombres. A la vez que realizan el gesto de apropiación, no hacen por otro lado, sino confirmar que esos niños jamás les pertenecieron, dándoles la separación de antemano.

¿Por qué Ignacio García decidió el suicidio a los 78 años? No puede haber sido por los cuatro años en cárcel que le esperaban por estafa y delitos contra la propiedad intelectual, ni tampoco por la indemnización de 300.000 euros que debía a los herederos de Vela Zanetti. ¿La enorme deshonra de que le hubiesen descubierto, de saber que su trabajo no era lo suficientemente bueno? Quizás la indignidad de nunca poder haber pintado él mismo lo que otros ya habían hecho. Habría que haberle dicho que todo era una irreversible cuestión de tiempo. Que cuando pudo pintar, ya otros habían pintado lo que él hubiese podido. Que todo estaba hecho ya, desde siempre.

Que no habían posibilidades de singularidad alguna, más que desde los bordes de la cordura.

Que la inexistencia es la única originalidad posible.

martes, 3 de junio de 2008

El otro como (problema) necesario

En el estado actual de las cosas, las películas de animación japonesa, incluyen, fuera de los subtítulos correspondientes, notas a pie de pantalla: detallando la fraseología, los períodos históricos, las referencias externas a que los personajes aluden. Aunque claro, estos textos están en la parte alta de las animaciones.
De pronto, cualquiera puede hacerse de una muy buena idea de los complejos shogunatos y de los procesos políticos que involucran. Esto bien se entiende si se observa a los fanáticos japoneses: otakus, tipos obsesionados con la culturas orientales.
¿Qué otro indicio es necesario para mostrar que las ramificaciones de cualquier obra no acaban jamás? De esto tenía harta conciencia Melville, por dar un ejemplo a la mano.
Cabría la labor propiamente postmoderna: un trabajo sobre textos, y detenerse de escribir cuestiones disque originales. Pero, dejando de lado la siutiquería y el gestos de desprecio propios de tal operación.
Algo así como «Usher II» de Bradbury (Crónicas marcianas); o meterse en los sucesos privados de un personaje real, tal como en «Tres rosas amarillas», donde Carver mistifica la muerte de Chéjov. Nada nuevo bajo el sol, esto es evidente, baste recordar que todo autor “sarcástico” (por lo menos en algún grado, en cierto momento), ha sabido mezclar elementos de muy distinta procedencia para sus collages: Chesterton, Papini, Rabelais o el indecible autor de la Biblia.
Claro que ahora, en el terreno en el que se juega es en el del mundo pop, del cruce preparado por el despliegue globalizado de los caracteres idénticos, del sesgo de las diferencias. Sería cosa de ver cualquier filme de Kevin Smith, donde en cada una de ellas hay referencias explícitas a la saga de Star Wars: como en Clerks, donde se produce una extraña conversación sobre la moralidad de la causa rebelde al asesinar a los constructores “inocentes” (ahí está el meollo) de la Estrella de la Muerte. O de manera más actual, y más cercana, la imaginería completamente externa de Nicolás López, que no hace sino remedar en tono coloquial lo que ha devorado en su vida. Y no hay que apuntar que esto no ha de ser considerado de manera peyorativa, toda vez que la máxima habría de ser «escribir es haber leído». Parafraseando: «crear es conocer lo ya creado».

¿Habrá que decir algo sobre el tan manido concepto de la influencia de unos sobre otros?
A veces las traducciones se convierten en obras más altas que el original que provocan tal trabajo. Por ello, Borges puso su atención a las versiones homéricas. Quizás por ello Aira traduce a Chandler (y por el dinero obviamente). O al revés, en reverencia a un autor admirado: Cortázar traduciendo a Poe, y Vargas Llosa a Flaubert (o prologando Los miserables).
Cae en todo lo anterior todo aquel que escribe. Escribe él y los mil y un fantasmas que lo acompañan. No únicamente sus oscuros pasajeros, sino los ángeles que le protegen también.

A cada paso, no se hace sino confirmar paulatinamente, que llegara el momento en que todo será hecho. En un hipotético tiempo, en el centro de las actividades, en algo así como el grado cero de la inventiva (o de su voluntad), se concentra la materia densa y oscura del obrar. Su ovillo que nutre desde las pesadillas nocturnas hasta los magníficos puentes sobre el mar o los rascacielos de acero y hormigón. A la vez que el ovillo cede, quita, pierde su carácter de completud, esperando volver a reencontrarse luego del ciclo que tarde o temprano se cumplirá. La doctrina del eterno retorno es aplicable a todo, porque quizás todo no sea sino volteretas, palos de ciego contra la nebulosa de lo desconocido y lo por-venir.
Aplicar la teoría psicodélica del Big Bang a la creación humana.

Gernández baja y baja música de la red, a un ritmo superior al que utiliza en escucharla, en conocerla y saborearla. Cuántas centenas de bandas desconocidas. Por una simple cuestión estadística, y no por ciega confianza, es evidente que habrán docenas que vendrán a hacernos felices, a proponernos nuevos estados mentales o de ánimo, pero ¿qué nueva sensación puede ser conocida ahora, a casi la mitad de la vida, si no es una intensificación de otras ya conocidas? Ciertos fraseos, riffs, modulaciones de la voz, escenifican párrafos ya leídos, palabritas ya pasadas, o muestran la necesidad de ponerles nuevamente atención, porque a veces el oído es torpe (o lo que hay entre él y yo).

Humanos al fin, quiero decir, esperanzados, queda el consuelo de las obras ya hechas. La lectura (la música, la pintura: esto es en realidad una gran X) entrega, por momentos, la ilusión de la creación compartida. Si no hay un narrador omnisciente, es entonces el ingenuo lector quien cree serlo, conocer aquello que los personajes no, cuando la miserable realidad (porque ajena), es que ya aquello estuvo previsto de algún modo por otro, semejante, perdido y sufriente, pero dador de infinitos placeres que por suerte, aún no acaban de descubrirse.
Quiera la Divina Mente que esto siga así por siempre.

viernes, 30 de mayo de 2008

Joyce y Proust en el hotel Majestic

Por Tomás Eloy Martínez


La primera persona a la que oí hablar del único y mitológico encuentro entre Marcel Proust y James Joyce fue Nélida Gardell, mi profesora de francés en la Escuela de Letras de la Universidad de Tucumán. De acuerdo con su versión, ambos habían sido convocados a una comida en el hotel Ritz de la Place Vendôme, en París, por el barón Edmond de Rothschild, deseoso de pagar una fortuna para oír cómo dos genios desplegaban ante él sus lujos verbales.
“¿Se sabe lo que dijeron?”, preguntó la clase. La profesora Gardell respondió, enigmática: “Proust quiso averiguar si a Joyce le gustaban las trufas que se estaban sirviendo. Joyce respondió secamente que no”.
Esa escena patética de la literatura universal me persiguió durante años como un fantasma tenaz y, por mucho que la busqué en las excelentes y numerosas biografías de los dos escritores, los relatos me parecieron siempre insatisfactorios.
Jean-Yves Tadié, que publicó en 1996 una monumental vida de Proust —quizá la mejor—, enfatiza que los dos genios no simpatizaron, al punto de que cuando Proust se ofreció a llevar a Joyce en su taxi la respuesta fue un par de gestos groseros. Joyce se puso a fumar desenfrenadamente y abrió de par en par las ventanas, a sabiendas de que su colega asmático no toleraba el humo y sufría con las corrientes de aire.
Richard Ellman, el gran biógrafo de Joyce, registra al menos cuatro versiones de lo que se dijo, incluyendo la de las trufas, y cuenta que Joyce sintió después melancolía por la oportunidad perdida: “Me habría gustado encontrar a Proust en otro lugar, más a solas, para hablar con él a gusto, aunque no sé de qué”.
Me resigné a no saber ya más de aquel encuentro hasta que, hace pocas semanas, leí un libro de 360 páginas que cuenta al fin la historia con pelos y señales. Se llama Proust at the Majestic (“Proust en el hotel Majestic”), y su autor es el inglés Richard Davenport-Hines.
Contra lo que suponía la profesora Gardell, el anfitrión no fue el barón de Rothschild, sino el matrimonio de Violet y Sydney Schiff. Su principal —y luego proclamado— propósito era reunir en la misma jaula de oro a Proust y Joyce, y observar lo que pasaba entre ellos, para contarlo luego a los cuatro vientos.
Lo que pasó fue tan poco, que ni siquiera sirvió como tema de conversación en los salones de la semana. Eso explica que la historia haya circulado como un mito hasta que Davenport-Hines la devolvió a la realidad. En la cena también estaba Pablo Picasso, quien se quedó bebiendo hasta que la cabeza se le cayó sobre la mesa. También Joyce, en silencio, bebía champagne y eructaba con ganas. Ya se había disculpado por no estar vestido de etiqueta. “No tengo dinero para esas inutilidades”, declaró. El único tema que le interesaba era su novela Ulysses, que se había publicado tres meses antes y que estaba en todas las bocas, sobre todo en las de quienes la leían sin entenderla.
Joyce —ha contado el crítico Clive Bell, quien oyó la historia de boca de Sydney Schiff— siguió sentado, sin hablar, con una mano en el mentón y la otra ocupada en una copa de champagne. A las dos de la mañana estaba completamente borracho y de a ratos soltaba bufidos sonoros.
Quince, acaso veinte minutos después, los Schiff vieron entrar a un hombre pequeño y sigiloso, enfundado en un abrigo de pieles, que se movía —según Clive Bell— como una rata. De lejos parecía pringoso y húmedo. Era el autor de En busca del tiempo perdido. Ya había terminado de escribir su gran novela y todavía la estaba corrigiendo y añadiendo frases. Era entonces mucho más célebre que Joyce, y sus largas frases perfectas, encadenadas unas a otras por una música inimitable, se repetían en los salones con devoción sacramental.
Aunque Joyce no vio a su colega como un hombre enfermo (diría, por el contrario: “Se queja, pero está más sano que yo”), las drogas que Proust se inyectaba o bebía con frecuencia asesina estaban acabándolo. Seis exactos meses después de la reunión en el Majestic, una septicemia veloz acabaría con él. Dijera Joyce lo que dijera, era un agonizante en lucha contra la muerte.
Cuenta Davenport-Hines que se ubicaron en sillas contiguas. Registra seis versiones de lo que hablaron, y en todas persiste la incomprensión. Joyce contó años más tarde que la única palabra memorable de aquel encuentro fue un monosílabo, “no”. “Proust me preguntó si yo conocía al duque tal o cual. Le dije: ‘No…’ Madame Schiff quiso saber si Proust había leído éste o aquel capítulo de Ulysses. Respondió: ‘No…’. La situación era insoportable”.
En sus años de gloria, Joyce pagó la indiferencia de Proust hacia su obra maestra con sarcasmos envenenados. Uno de los apuntes de su diario es revelador: “Los lectores llegan al final de las frases de Proust antes de que él termine de escribirlas”.
Proust, como bien apuntó la profesora Gardell, nunca tuvo tiempo de leer Ulysses. Las interminables correcciones a su novela lo absorbían por completo. La muerte, además, estaba mordiéndole los talones. El 22 de noviembre de aquel 1922, Joyce asistió al funeral de su colega en la capilla Saint-Pierre-de-Chaillot, incómodo entre tantos príncipes, barones, embajadores y cabezas engominadas. Cuando el organista tocó, en vez de la habitual música litúrgica, la “Pavana para una infanta difunta”, de Ravel, se retiró rezongando. Como sucede con todas las leyendas, imaginar esa noche de mayo en el Majestic deja sensaciones más intensas que la realidad, que suele ser plana y decepcionante.