martes, 23 de septiembre de 2008

Turismo interior

Siento de pronto la necesidad del viaje. De sentir que estoy llegando a un lugar distinto, pero antes que eso, que estoy dejando el de siempre. Y eso es impagable. Dentro del círculo de arena que formamos alrededor nuestro, el viaje se pone como la ampliación del campo (de batalla), porque a fin de cuentas (justo en ese momento en que ni siquiera las cuentas exactas importan) viajar no importa tanto por dejar atrás fronteras sino por el hecho de crear nuevas fronteras: la vara que mide a su propia regla y que la desafía, a romperla, a reciclarla y ponerla más allá.

Por este último motivo, que no es más que el primero, leer un nuevo libro es un viaje en la órbita de lo impredecible. Un túnel oscurísimo donde conocemos relativamente bien el punto de origen, pero del que desconocemos absolutamente dónde (y cómo) nos dejará. Dentro, todo es niebla y difusión visto desde antes de cruzarlo. No soy nunca más el que fui luego de Borges o Lovecraft o Proust o De Rokha, y en cada “novedad” devorada me borro con la pluma de otro, con lo que escribió, y así puedo llegar a ser treinta distintos en el curso de un año, un par de otros dentro del mismo cuerpo y el mismo mes.

Quiero decir: soy en la medida de mis lecturas como otros lo son de acuerdo a las estaciones o el alumbrar del sol. Muto por la tinta y el golpeteo rítmico de piezas metálicas ennegrecidas --como si todo fuese remedo del sexo, modulaciones más o menos torpes donde son reconocibles los gestos eróticos/pornográficos.

Y las diferencias entre llegar a un lugar ya visitado y otro desconocido.
Tal vez en esa diferencia se esconda un reproche a los libros de viaje, como también al tren o al automóvil, o a los cohetes tripulados. Las distancias no se acortan, sino que desaparecen pero la lejanía se mantiene, en la medida en que las cuestiones físicas pueden anularse mientras que las ideas apenas cambian con el paso de los siglos. Acorto la lejanía entre Petersburgo más leyendo a Dostoievski que tomando un avión. Pero quizás sucedan dos (posibles) cosas: o el Gulag se conoció después de Solzhenitsyn, o luego de escribirlo nunca más volvió a ser lo que antes era (lo que es una suerte en este caso particular). A la vez que Capote me lleva a New Orleans, también le destruye cual Katrina, porque pone una capa de tinta entre mi posible experiencia iniciática con la ciudad y la suya, ya vivida y procesada.

Volver a un valle ya conocido, ya una vez dominado. (la discusión entre Russell y el jesuita Copleston sobre la existencia de dios, 1948)
Volver a un desierto que nos expulsó, y que nuevamente no nos acepta. (Bajo el volcán, de Lowry; Ulises, de Joyce)
O no llegar nunca a lado alguno, como Moisés. Lo que vendría significando que se han puesto las fronteras en un punto todavía inaccesible, que para poner pie en el Reino aún falta demasiado --por la misma arrogancia que amplió el círculo de arena exageradamente.

El mundo, el universo que compartimos y el personal dentro de la cabeza, no pueden ser explicados como la suma de particulares objetos que en ellos se encuentran. Porque deificar la existencia tiene consecuencias horrendas (quemar libros, Auschwitz):

-Yo pienso en el funcionamiento de las cosas, porque las cosas (...) ¿funcionan o no funcionan?
-Claro. Siempre.
-Y si no funcionan, ¿qué se puede hacer?
-Eh... elegir otras cosas.
-Que funcionen.
-Si uno aplicara eso a nuestras vidas cambiaría el mundo, ¿sí o no?
-De todas maneras.

(Nicolás Carvallo, Las cosas, de su disco ídem: http://biyuyo.blogspot.com/)

martes, 16 de septiembre de 2008

Bestias parlantes

Qué fome resulta pensar en una realidad como simple suma de particulares. Y qué complejo es pensarla como una red de múltiples enlazamientos. Donde la idea de borde es inconcebible, y sólo existe la mezcla. La existencia toda como una cebolla y sus capas, donde no cabe pensar en la dicotomía profundo/superficie en sentido cualitativo.


«Suerte de casco/burbuja aislante de sonido. Se inserta la cabeza del niño con rabieta en él. Entonces, el aparato se encarga de transformar el sonido del barullo en uno incluso más desagradable (uno agudísimo por poner el caso), pero sólo audible para el pequeño bellaco. Como se ve, su propósito es meramente conductista, es decir, sometido al argumento más básico que se podría apelar con un mocoso llorando.»


Ayer soñé con que un tren enorme se descarrilaba y pasaba por el campo donde estábamos. Luego de la catástrofe, que el tren se hubo ido, comencé a correr y encontré a dos tipos muertos. Del primero no recuerdo casi nada, pero al segundo le faltaban las piernas. Yo vomitaba a su lado. Y cuando me encontraba con más sobrevivientes, lloraba por la mala suerte que había tenido de ser el primero en verlos.


¿Y si Alicia nunca volvió desde el otro lado? Los espejos podrían incluir sus candados, complejos laberintos para marear al que quiera escapar. Todas las imágenes del mundo quedarían capturadas en él, y el reflejo se convertiría en algo más real que lo real.


El error no es de los trajes cerrados de las mujeres musulmanas, sino la falta de ellos en las de occidente. En el actual momento la privacidad está ida, dice Vedder que para él ella no tiene precio. La imagen de mi cuerpo me es propia, la fotografía (constante/burda/sin sentido) vuelve a ser lo que para los indígenas: un ladrón del alma, y un espectáculo del cual no quiero participar.


Ya me es imposible dejar de notar en ciertas conversaciones los énfasis y matices con que los otros se expresan. El camino desde la idea a la voz es largo y complicado. El oído proustiano que elucubra sobre motivos profundos para tales formas de expresión, para esos específicos énfasis y matices que siempre tal sujeto prefiere. Ponerse justo antes de que las palabras se formen, y ver desde dónde vienen.


Hay que sensualizar hasta el hecho de comprar porque sí. Subvertir su actual carácter pornográfico y ponerle velos que insinúen pero nunca muestren hasta el momento adecuado. Sensualizar quiere decir aquí, ponerle bálsamo a la dureza de la máquina, que no es lo mismo que engrasar los engranajes.


Si las personas fuesen tal como sus gustos, o todo sería infinitamente peor, o el mundo podría alcanzar la perfección. Pero nadie se decide por nada. En el momento en que agarrarlo todo se convierte en norma, se provoca el degeneramiento, porque ahí mismo se esconde la mediocridad y la idiotez.


Un aparato que capture "fotogramas" de un momento, con todo lo que ello implica: olores, sabores, intensidad de colores, tacto, etcétera. Una cámara de la experiencia peculiar de, por ejemplo, pasear en un mercado de India, donde quedarán capturados los miles de distintos estímulos, listos para impactar en quien lo desee. Y si ella es posible, también lo será la máquina balzaciana, aquella que permite leer los pensamientos y el flujo de la conciencia ajena.


Escribir una novela a partir de un generador aleatorio de oraciones. Tal como existen generadores de títulos de novelas románticas/sci-fi en la red, donde luego de presionar el botón, surgen maravillas como “The Mesopotamian Sheik's Anarcho-Syndicalist Mistress”.


Me quedo dormido sentado en el metro, en hora punta. Cuando despierto en medio del viaje, casi me desmayo de la impresión: una mujer pequeñita está entre el ángulo de mis piernas mirándome fijamente. En realidad esto no me pasa a mí, pero lo imagino viendo a esa pequeña empujada por las caderas del resto, sin poder moverse, queriendo llegar a la estación terminal para poder bajar y devolverse a su destino, que se le aleja a cada minuto por no poder esquivar las piernas de las docenas de pasajeros.

jueves, 4 de septiembre de 2008

El mausoleo

Sabemos que las demás casas están habitadas porque es lo que se supone. Es lo común y lo que nos conviene. A veces pasamos por fuera y unas sombras se deslizan por entre las cortinas, las luces de fuera se encienden sin sonido y los aspersores mojan el pavimento y el pasto. Dice mi abuela que una vez un perro se perdió, luego de varias horas en que sus amos lo buscaron, finalmente lo hallaron aullando bajito junto a un árbol. Lo llamaban por su nombre y él agachaba su cabeza arrastrando la lengua, cada vez que se le acercaban lloraba. Eso hasta que un día lo sacaron a pasear —según recomendación del veterinario— y pasaron fuera de una casa. Cuadras antes ya el perro había comenzado a tirar de su correa, a no querer avanzar. Estando frente a la casa, el hocico se le llenó de espuma, ladró y ladró, un escalofrío de horror le recorrió el espinazo para luego caer muerto. El dictamen de su médico señaló un ataque cardíaco, pero nadie más pensó igual, porque sabían en qué sector se había extraviado el perro y dónde había muerto. No sin cierta ironía, o certeza, este sector es conocido como «el mausoleo». No se necesitan más explicaciones. Camino por las calles pavimentadas de día o de noche y la única diferencia notable es la luz del sol o la luna y la que sale escupida por las ventanas con sus cortinas entreabiertas. Los muertos se sentirían a gusto comiendo los frutos de los árboles, que dejan caer sus ramas por sobre las aceras, aunque nadie se atreva a cortarlos, y menos a probarlos. ¿Qué pasa por estos lados? Podría venir alguien a explicarnos los motivos, porque ya las consecuencias nos son familiares, demasiado a mi parecer. Si alguien trasnocha, si un súbito ataque de insomnio le acosa, entonces pronto comenzará a escuchar cosas que no fueron dichas para sus oídos. Dicen que las palabras que se oyen en la madrugada han sido pronunciadas hace varios siglos, una noche bajo la luna donde mucha gente estuvo reunida alrededor de una fogata enorme: una escena primordial, quizás anticipo de lo social. La luna los ilumina con unos rayos que parecen deslizarse de sus cuerpos, que fluyen hasta el suelo y luego son absorbidos por él. El baño es completo cuando los rostros momentáneamente apuntan hacia el fuego que tienen en frente. El matiz encarnado se les pega a los ojos que quedan hipnotizados por el vaivén de las llamas que devoran troncos secos. Por los párpados se confunden ambas luces, la blanca y la roja, y hasta quizás exista allí una pequeña batalla por quién ganará el dominio del cuerpo estático, que balbucea vocablos extraños, que retan a la garganta humana por la dificultad que cualquiera tendría en reproducirlos, pero para ellos todo parece natural, casi mecánico de tan espontáneo. Me pregunto acaso existe la palabra, que escuchada pueda cambiar completamente todo, modificar absolutamente al oyente, y al momento, ella misma se diluya en la memoria, que se vaya en los infinitos recovecos en que el pasado cocina el futuro. Quizás aquí esté la prueba de que una palabra tal sí existe, o una suma de ellas, o de la sencilla impresión de horror que puedan provocar ser oídas sin aviso previo, pero más aún, sin ninguna pista sobre su origen y su significado. Cuando esos antiguos miran el fuego lo hacen en la íntima convicción de su infinito poder, de que llegará el día (o la noche, más probable) en que las llamas lo abrasen todo con unos brazos que no olvidarán nada, tal es el poder que ellos se figuran tiene el fuego que los agrupa. Pero mientras tanto, han de aceptar el momentáneo reinado de la luna sobre toda la tierra. Saben que esa fogata es mínima respecto a la bola amarillenta que tienen sobre sus cabezas, porque si bien la luz roja los calienta, no puede extenderse más allá de ése círculo de protección y abrigo. Pero llegará el día, pensaban ellos. Sus mismas palabras quieren decir eso, oraciones en que ponen su irremediable esperanza o su inmodificable estupidez. Quieren que el sol baje y los inunde de luz. Su cuerpo que se convierta en luz y polvo, tierra y agua, y que de todos se forme una mezcla con la que el mundo caiga y se levante. He dicho que esas palabras aún pueden ser escuchas en medio del silencio general de la noche. Justamente aquellas en que la luna manda, en que no es conveniente salir del hogar so pena de hallarse frente a un asesino al fondo de un callejón húmedo. Si se oye la primera sílaba entonces el oído exige más y más, su curiosidad se expande en la misma medida en que se le niega el objeto de su deseo, cosa común por lo demás. Cuentan del caso de un hombre que puso sus manos sobre las orejas de su hijo para impedir que oyera las palabras: sin que se diera cuenta, de pronto, sus manos estaban traspasadas por las orejas del niño, como los clavos del Salvador apuntan concisamente las viejas. Ante aquellos prodigios monstruosos poco hay por hacer, excepto una creencia férrea que impida salirse de las costumbres que aquí ya son ley. A cada insomne se le suministra una alta dosis de una hierba hedionda que las ancianas hierven en cazuelas doradas. A pesar de ello, los ataques son cada vez más frecuentes, sobre todo en la población femenina. Nadie se explica muy bien esto. Las hierbas se acaban rápidamente, y ahora comienzan a probar con otros recursos (rocas que han encontrado en la ladera sur). Las salidas luego de caído el sol están prohibidas, y aunque no hay pena por ello, bastan los antecedentes por todos conocidos para acatar la norma. El agua no puede ser bebida bajo la luz del sol, ni menos de la luna: su reflejo en la superficie es siempre perjudicial. De esto último se sigue que los espejos no sean conocidos por los jóvenes, y que sean un pésimo recuerdo entre los adultos. Hay quien pregona en distintas plazas, en el mercado, que llegará el Día de la Inversión. He querido saber a qué se refiere, pero él sólo aparece en noches de luna, y aquí nadie parece saber de su existencia ni menos del mentado día. Hay cuestiones extrañas incluso entre esta gente, que pretende protegerse de la extrañeza que dicen, está en el exterior. ¿Dónde está el afuera? No sé si estoy dentro o abajo, quisiera tener un punto de referencia para poder afirmar que éste es mi centro y que allá está el horizonte, ¿pero respecto a qué soy yo? Estoy vivo porque me puedo pensar muerto, que es lo mismo que decir que la quietud me mantiene en movimiento, constante, incesante y por ello con una cuota de eternidad, lo que me da a pensar que quizás ya sea un cadáver. ¿Dónde está el afuera de mí? Hay un torbellino girando en algún lado, y quizás en ese lado esté el exterior, lo que me lleva de vuelta hacia mí y con ello, a la concentración que necesito para dormirme cuanto antes. De seguro en aquella fogata primigenia, las cenizas subían formando espirales que los hombres miraban intrigados. Nada cambia, se nota. Las volutas que llevan dentro a trozos de madera carbonizada, se revuelven entre ellas para luego caer a decenas de metros más allá, o elevarse hasta fundirse en las estrellas. ¿Dónde está la historia que me soporta? Vengo de ningún lugar, avanzando hacia un punto de luz que, imagino, ha de solucionarme. Por mientras me contento en hablar, en contar lo único que me está permitido decir: el presente, el tiempo real que nunca se va, que nunca abandona porque está siempre en la renovación y el recambio por la novedad inmediata que nos arrebata suspiros que asemejan a la melancolía, pero que tienen otros significados que desconocemos. ¿Te podré contar alguna vez lo que las palabras dicen? Eso espero, y entremedio podemos soñarnos, pero sin el influjo de las letanías que quiero espantar. Los sueños provocados por las palabras oídas suelen ser premonitorios, pero que desafían la lógica temporal cotidiana. Presentan posibilidades nunca pensadas, y no por imposibles, sino porque tenemos claridad de los antecedentes que finalmente, resultaron en el presente. Es lo que se llama, otro tiempo, sueños en rigor ucrónicos, donde el tiempo no tiene lugar, porque lo único que presentan son posibilidades que ya no fueron. Parece entonces que lo único en lo que hay tiempo es en lo que de hecho, podría ocurrir, pero jamás en lo que ya no fue. Hay tiempo en la posibilidad de un unicornio, pero no lo hay en la posibilidad de un unicornio parado frente a mí mientras señalaba su posibilidad. Si se hubiese presentado el unicornio todo sería diferente, claro, pero no lo fue, y en lo que digo ya no hay tiempo. Este es otro motivo para dormirse de inmediato. Se oyen pasos por fuera de la galería. Apagados. Suelas de goma o patas de rana. O los dos quizás. A veces los reflejos en el agua acaban en mutaciones similares, en cambios repentinos de la rama animal a la que se pertenecía. O, en casos extremos, brutales intromisiones de la botánica en cuerpos de carne y hueso, que luego asemejan malezas rosadas, con hojas como uñas o raíces tal que pelos. El horror siempre está presente, pero más terrible es que todos los caminos que llevan hasta él, siempre y en todo momento, están despejados. Así, por acá, la vida es la desesperación misma. «Angustia» ha de ser el estado anímico más común, a sabiendas de que el predominante ni siquiera tiene nombre, dado su carácter aparentemente pueril, es decir, metafísico. Voy a contar una anécdota, tengo que advertirlo en este momento. A quién le haya sucedido no tiene importancia, en definitiva todo evento siempre ocurre ahora-ya y siempre a nadie, de eso me di cuenta hace tiempo cuando noté que todos sufrían por lo mismo aunque de distinta manera. Sé que aparte de los ruidos que pueden llegar a parecer palabras, aquellas que oiré en un rato más, hay también visiones que pueden llevar a la locura a quienes las vean. Nunca son cuestiones muy definidas, apenas bosquejos de objetos pero que por medio esa insinuación permiten la más amplia gama de interpretaciones. Ocurre como con las viejas que leen los fondos de sus cazuelas queriendo adivinar caracteres, temperamentos, y el pasado. A fuerza de afirmaciones evidentes por sí mismas, van sacando desde el fondo una verdad que al principio se ocultaba. ¿No sería más conveniente, id est, más práctico el poder leer el presente? Tal manejo supondría el mayor poder existente sobre la tierra. No recuerdo con precisión cuándo ocurrió esto, ni tampoco dónde, lo cual da al relato cierto tinte literario, perfectamente inverosímil y contradictorio. Sé esto, y no pongo muchas esperanzas en convencer a alguien, sea quien sea. Lo importante en todo caso, no son los detalles geográficos ni menos temporales, sino lo que el espectador intuyó estaba tras la sombra que vio. Un humo negro que se movía por entre los árboles y nada más, pero no uno que sale expulsado hacia arriba por la combustión, sino uno que se movía, como si dijésemos a voluntad. Al principio sí que parecía una humareda típica, hasta que me acerqué sin saber muy bien por qué. Quizás en otro momento hubiese salido corriendo despavorido, lo que habría sido lo más inteligente, pero no lo hice. De pronto el humo deja de elevarse, y comienza a enroscarse por entre las ramas de los árboles igualmente oscuros y enormes. Lo miro, doy un paso hacia él que toma la forma de un cono, con su sección aguda apuntándome mientras toda su cola oscilaba sin ruido alguno. Me rodea lentamente y entonces puedo ver a través de él, pero hacerlo significa verlo a él también. Imágenes sueltas y sin relación. Yo mismo jugando cuando niño. Una calle solitaria iluminada por la luz de la luna. Hormigas saliendo desde el fondo de un vaso de vidrio azul. La marea subiendo. Una montaña por la que ruedan cubos de madera. Las ratas que dominan por abajo la tierra que piso. Me pregunté de inmediato: ¿cuál es la verdadera figura de este humo? ¿Cambiará siempre y de acuerdo a quien le observe? ¿Qué es lo que lleva dentro? Soplé y quise diluirlo. Recordé a fuerza imágenes que quise ver representadas en él. Olvidé el significado que subyace en cada acto, y con ello desaparecí y me elevé. O quizás haya descendido y ahora esté en el abismo, pero no hay a quién consultar, y no tengo referencias para reconocer el abajo y el arriba. ¿Cómo reconocerme en esta oscuridad? me pregunté, y extendí la mano para meterla dentro del humo que me rechazó de inmediato. Vi mi propia figura rompiendo decenas de espejos, y supe que era rechazado porque no hay imágenes de los reflejos. Saber esto me tranquilizó, y me marché. ¿Qué vi? Escenas sueltas y sin ligazón, como momentos antes de que llegue el sueño o hacia el final del universo. Quiero representar lo que el espejo devuelve, pero sin saber qué sea el original, lo que primero fue mostrado, ¿es esto posible? Mientras los párpados se me caen, quiero creer que sí. Mientras unos ruidos en sordina me llegan, lo confirmo. Quizás en algún momento el miedo ceda, y entonces sea libre. Mientras eso ocurra, las calles desiertas de esta ciudad secreta y la vida bucólica de su único habitante, deberán ser escritas. Lo demás, es demasiado real como para poseer encanto.


enero 2007