martes, 10 de noviembre de 2009

Aira estaba solo

Antes que nada y por sobre todo: Marco Antonio de la Parra es el idiota siútico más grande que pisa esta enorme tierra, y en adelante será mencionado con adjetivos ofensivos para la mayoría, pero que ni siquiera rozan su verdadera estupidez.

Dejando eso claro, es evidente que César Aira estuvo solo en el diálogo de la Feria del Libro de Santiago ayer. Y del público, hay que descontar a las viejas cuicas que reían con los ingenios del idiota, y al tipo que quiso timarme con uno de mis libros.

Nos demoramos con Gernández en hallar la sala de marras. Si hasta llegamos al techo del edificio desde donde se veían toda la Feria pequeñita. Podríamos haber escupido al público o lanzar bombas de racimo y huir, pero preferimos apurarnos y encontrar ubicación antes que llegasen los groupies de Aira, que suponíamos existían, según lo que relataban de su visita el año pasado. ¿Si hubiesen fanáticos de Aira, se parecerían a los engendros lectores de Panero? Qué distinta sería la adolescencia actual si en vez de agruparse por preferencias estéticas pobres (música desechable, moda reciclable), lo hiciesen alrededor de lecturas.

«Creo que el noventa por ciento de los escritores escribimos por eso… Eso de la “necesidad de la expresión” siempre me ha parecido un poco macaneo, como decimos nosotros, un poco excusa. Todos queremos hacer libros y darnos el placer que tuvimos alguna vez leyendo».

Noté que los calcetines de Aira tenían unos dibujitos que me parecieron golfistas. O samurais con katanas caídas. También noté que las pretensiones de inteligencia de la dizque intelectualidad shilena son patéticas: como el afán anacrónico de la perfecta pronunciación de extranjerismos ya naturalizados en esta lengua, como los anteojos italianos con patas que parecen artefacto biomecánico, como la excesiva proliferación de adjetivos en contextos en que la falta de humor y/o gracia los hace petulantes. Y que los siquiatras no se distinguen de la policía, en su afán de nunca dejar de trabajar.

Por ahí dice que admira a Proust. Y entonces dice que él es un esteta del olvido y que Marcel lo es de la memoria, y tengo clara la imagen de un pendejo Aira embobado con los retruécanos temporales de En busca del tiempo perdido mientras escribe y escribe la Enciclopedia de autores latinoamericanos. Y entonces, su admiración por Proust es una nebulosa, apenas una insinuación de otros derroteros de posibles literaturas: un taller mecánico de la percepción, y el laboratorio de un científico loco. Aira aprendiendo el oficio haciendo el oficio, abriendo rutas y portales interdimensionales: «La primera etapa es aprender a escribir bien, aprender el oficio que no es tan fácil como parece. Ahora se ha hecho un poco más fácil gracias a todos nosotros, los experimentadores y vanguardistas se la hemos hecho fácil a los que vienen. Antes había que construir un libro, ahora basta con poner una frase tras otra y decir que eso es minimalismo o cualquier cosa».

¿A quiénes les di la mano, también, con dársela a él? Supongo que a Piglia, aunque de un modo menos amistoso. A Fresán probablemente, y de seguro a Vila-Matas. A Borges y a Felisberto Hernández, a Gombrowicz yéndose de Argentina, a Perec jugando ajedrez y a Tzara dibujando con palabras cuyo trazo no se puede leer. Dijo, citando: «qué bueno sería que los autores que amamos se hubiesen amado entre ellos».

La crueldad y la sagacidad se confunden en ocasiones, todo depende del contexto. El idiota con su palabreo inconsistente, y Aira que dice algo que en otro lado le he leído: «… y por eso soy el más querido de la cátedra. Porque aplicar las ideas de Deleuze a Kafka sólo lo puede hacer un genio, pero aplicarlas a mis libros, lo puede hacer cualquiera… ahí está todo lo que necesitan, tienen las tesis listas», y a su lado el imbécil ríe, sin captar la patada en la entrepierna que le han dado con un botín de hierro, para que se le joda el puto rizoma.

Uno, que es un tipo común que folla y se embriaga, no se podría imaginar a Aira si tuviese como pie forzado el pensarlo como la suma de todas sus novelas (70). Si así fuese, aparecería una suerte de ornitorrinco. Y ahí, apenas a 3 metros estaba con los calcetines ya citados, soportando al burro, mientras desde la primera fila le tomaba fotografías.

Mientras firma mis/sus libros, le pregunto (retóricamente) si leyó la novela de Ariel Idez La última de Aira. «Y sí —responde—, me lo encuentro a veces en X». Y firma Un episodio en la vida del pintor viajero.

«Me han recomendado que cuando de estas charlas venga con un revólver, lo ponga sobre la mesa, y el primero que pronuncie la palabra prolífico… [risas]… me suicido yo…, no, no voy a cometer un crimen. Y sí, me están tirando por la cabeza esto de prolífico, prolífico, prolífico. Me parece una mala palabra. No sé qué idea se ha asentado en general de que el que escribe poco, el que escribe un librito cada 20 años es buenísimo, es un genio, y el que escribe cuatro libros por año es un… tarado.» Y si hubiese llevado el arma, yo mismo la tomo y libro a la humanidad de la suprema petulancia del imbécil aquel.

Justo antes, mientras espero mi turno, un tipo me pregunta cuál de los libros que ahí tengo es mejor. Le respondo que Las noches de Flores por decirle algo. Podría haberlo mandado a leer La guerra de los gimnasios también, o Parménides, daba lo mismo. Entonces, me pide el libro para verlo. «No, no, espera» digo porque noto que está esperando para nada, porque no lleva ningún libro, y vi la escena completita: el hijoputa tomando mi libro para revisarlo, y pasando por encima de todos para que Aira se lo firme con su nombre, y yo salto y le doy un empellón al bellaco que se resiste a soltar y entregarme el libro, y se empeña en obtener un autógrafo aunque sea en un libro ajeno. El pobre diablo le pregunta a Aira mientras firma los libros que qué autores le recomienda, con un tono lacrimógeno o adolescente o condescendiente (o todas las anteriores). «Si comienzo a recomendarte autores no nos paramos más» le dicen, y remata: «Comenzá por Shakespeare». Y por segunda vez en la tarde un imbécil no capta la indirecta. Aira ha de pensar que todos los habitantes de este país son unos perfectos analfabetos presumidos. Y no andaría muy lejos de la verdad.

«Volver, ¿para qué volver? Mejor sigamos para delante».

viernes, 6 de noviembre de 2009

Que no digan que no lo dijimos

La literatura no es ingenua. Lo cual no equivale a decir que toda ella sea panfletaria.

Sobre toda la literatura se pueden emitir teorías. Lo cual no equivale a decir que toda ella sea conceptual o siquiera sesuda, ni menos ‘intelectual’.  Esto porque la tesis académica es en sí misma un tipo de literatura.

Ah, y el panfleto también tiene su rama particular.

La (dizque) sabiduría popular afirma que un “cuentero” es un mentiroso, un embaucador. Olvidan la sutil, pero radical, diferencia entre mentira y ficción. Pero por ser ‘popular’ no tiene por qué tomar nota de ello.

Existen conversiones posibles. Como de dólares a pesos, o de novela a comic. Pero hay otras cuyas re-versiones son imposibles, como convertir un cocodrilo en maleta pero que no se pueda invertir el proceso.

Las listas conllevan el terrible riesgo que también afecta al fractal: tender hacia la infinitud mas nunca expandir su diámetro. Lo mismo que un texto nunca publicado, guardado bajo el colchón.

Lo mismo que las infinitas raíces del Ygdrasil.

O las dendritas de dolor de un diente (o una uña).

O las entrañas de una humana, fecundada por un robot: un útero cruzado por cables de cobre que la envuelven formando un capullo biomecánico.

Se puede perfectamente decir, y sin herir susceptibilidad alguna, que Celine era un gran hijo de puta. No así que Vian lo era. Porque puestos en el caso, hasta Verlaine resulta un buen tipo comparado con Celine. Y en la misma, Perec es un buen tipo por sí mismo (basta con verlo con su gato al hombro, cual pirata de biblioteca).

Imagino a Celine ladrándole a los jóvenes reporteros que le gritan “¡Maestro, una entrevista, necesitamos sus palabras!”, cuando la verdad es que las únicas necesidades son ingerir oxígeno y alimentos y purgar los desechos.

Y también a Perec verificando la consistencia literaria de su entorno, que es, meramente óntico y puramente mundano.

Habría que contar la vida propia con rasgos psicodélicos. Quizás eso le de mayor relevancia a los hechos minúsculos. Vivir en acid test como una lupa que agranda el territorio de lo desconocido y que conglomera en un punto único las vagas certezas de esta vida.

«Hay que haber sobrellevado esa especie de agonía diferida, lúcida, con buena salud, durante la cual es imposible comprender otra cosa que verdades absolutas, para saber para siempre lo que se dice». [Celine, Viaje al centro de la noche]

Y ya que estamos con franceses, Sade y Jarry en los bordes de la cordura occidental. Sería de lo mejor un sadismo patafísico, donde los castigos sean con látigos de algodón, y las sumisiones tan terribles como el día a día oficinesco.

«Lo mejor que puedes hacer, verdad, cuando estás en este mundo, es salir de él, loco o no, con miedo o sin él». [Ídem]

Decir por ejemplo que el chofer del bus fundió sus manos con el volante justo antes de levitar haciendo la posición del loto para luego fusionarse con la transparencia. O que cada ducha significa lo mismo que nacer. O que todo se transforma siempre en espera.

Si traducen los libros, ¿por qué no hacer lo mismo con las canciones? Pero todas, y que no sean meras versiones de homenaje.

Todo homenaje es una vergüenza, porque implica la fama, y ésta no es más que envidia temporalmente mantenida.

«Si la gente es tan mala, tal vez sea sólo porque sufre, pero pasa mucho tiempo entre el momento en que han dejado de sufrir y aquel en que se vuelven un poco mejores». [Ídem]

El mismo impulso (instinto quizás) que hace a la bestia reproducirse, guía la lógica —la supuesta voluntad— de la escritura, de la creación en general: postergar el olvido y alargar la agonía.