viernes, 24 de abril de 2009

Que leer sea un acto de libertad y que las políticas de fomento de la lectura se vayan a la mierda

Si, como dice Dr. Manhattan, la vida humana es un fenómeno sobrevalorado, habría entonces que justificarlas. André Maurois lo hace con creces (respecto a la suya por lo menos), si no con la redacción de decenas de libros, sí por lo menos con el último párrafo de En busca de Marcel Proust.

«En el principio estaba Illiers, pequeña villa situada en los confines de la Beauce y del Perche, donde algunos franceses se hacinaban en torno a una vieja iglesia coronada por su campanario; donde un niño nervioso y sensible leía, en las bellas tarde de domingo, bajo los castaños del jardín, François le Champi o El molino junto al Floss; donde entreveía, a través de un seto de espinos de flores rosas, avenidas bordadas de jazmines, pensamientos y verbenas, y se quedaba muy quieto, mirando, respirando, tratando de llegar con su pensamiento más allá de las imágenes y de los aromas. «Lo cierto es que, una vez admirados durante largo rato por aquel humilde viandante, aquel niño que soñaba, ese rincón de naturaleza y ese extremo de jardín nunca habrían sospechado que, gracias a él, serían llamados a perdurar en sus particularidades más efímeras.» Y, sin embargo, es su exaltación lo que trae hasta nosotros el perfume de tantos hombre y mujeres que no han visto Francia ni la verán nunca, aspirar extasiados, a través de la lluvia que cae, el olor de invisibles y persistentes lilas. En un principio estaba Illiers, un burgo de dos mil habitantes, pero al fin está Combray, patria espiritual de millones de lectores, dispersos hoy por todos los continentes y que mañana se alinearán, a lo largo de todos los siglos, en el Tiempo.»

La última oración del último párrafo: «En un principio estaba Illiers, un burgo de dos mil habitantes, pero al fin está Combray, patria espiritual de millones de lectores, dispersos hoy por todos los continentes y que mañana se alinearán, a lo largo de todos los siglos, en el Tiempo.» La maravillosa manera de interpelar a los lectores de En busca del tiempo perdido. Como si hubiesen muchos, como si se pudieran reunir. Quizás organizan mítines clandestinos en las alcantarillas de New York, o en las sombras del puerto en Valparaíso. Y nadie saben que están allí: enfermos, quejitas, llorones, curiosos, sublimes.

Que leer sea un acto de libertad y que las políticas de fomento de la lectura se vayan a la mierda.

André Maurois, En busca de Marcel Proust. Vergara, Buenos Aires, febrero de 2005

lunes, 20 de abril de 2009

Problemas espacio-temporales

No entiendo a los que quieren hacer diferencias entre meros cómics y novelas gráficas. Como si por ponerle el mote de “novela”, el trabajo pasará a otra categoría, a una superior. O que los mismos quieran al cómic como el noveno arte, como si el ser algo artístico fuera un estatus de prominencia ante otros. La misma lógica acusa a aquellos que piden —ante cualquier barbaridad— un trato “más humano”. Ni novela ni arte ni humanidad quedará luego del fuego. Ni siquiera sus cenizas.

Mediante la difusión libre de contenido, he conseguido tres trabajos de Alan Moore, cada uno con distinto dibujante, y él siempre a cargo del guión: Watchmen, V de vendetta, From Hell. Me sorprende cuando noto lo difícil que es pensar en los ejes que Moore lo hace —o hizo. Dejando de lado las distintas líneas argumentales que dan forma a sus historias, ha de pensar en sus palabras como si fuesen constituidas por texturas gráficas, potenciadas/limitadas en los márgenes de las viñetas, con el halo de la tinta china o de la acuarela. Pero en general, no comprendo muy bien qué pasa con el cómic. No entiendo muy bien las condiciones que lo originan, no alcanzo a captar completamente sus apuestas, pero comprendo que son altísimas, y también sé que Alan Moore ha sido uno de los que las han subido. Hay un vacío en mi comprensión sobre el fenómeno, que no es atribuible a no haberlos leído antes, sino a otra cuestión, a algo que quizás sea el quid del problema mismo de la continuidad espacial y de la sucesión temporal.

Es imposible trasladar las novedades de Moore a una película, por los motivos que el mismo Moore ah enumerado —en otros lados. No es posible producir el efecto del comienzo de Watchmen en un filme, puesto que los 24 cuadros por segundo lo hacen trivial, apenas notado. No sirven de nada las páginas centrales de la pelea de Veidt en 6 viñetas laterales y una enorme central, si son grabadas en la secuencia que al ojo parécenle continuas.

Quizás la sutileza técnica del dibujo pase por la posible reiteración de la mirada y no por la insistencia temporal en ella: la toma perfecta pasa no tanto por la proeza plástica del director de fotografía, o del montaje, sino por el tiempo que en pantalla se presente. De nada sirve un paisaje encuadrado, con el tono requerido de saturación si pasa en dos segundos de metraje, y ningún espectador lo nota. En la otra mano: cualquier viñeta puede ser revisitada las veces que sean necesarias dentro de la misma “sesión de lectura”. Vuelvo una y otra vez a notar los títulos que el anarquista V tiene en su galería, doy vuelta el libro para notarlos mejor. Noto cuantas veces quiero la delicada y brutal manera de hacer paralelas las jornadas de un doctor y una prostituta en la Inglaterra victoriana de From Hell: una a trazos secos de tinta y el otro en acuarela.

Evidentemente todo eso se perderá. Trasladar un cómic de este tipo a película no puede ser sino una adaptación lejana, un objeto apenas reconocible de su origen. Por lo mismo el punto de origen de tales productos puede retractarse, y en su recogimiento negar cualquier relación con el último estreno de taquilla. Alan Moore reniega de todas y cada una de las adaptaciones que de sus trabajos han hecho. Partiendo porque no hay traspaso posible, y siguiendo porque le arruinan sus guiones, las obsesiones que le atosigaban en su momento. Si en The league of extraordinary gentleman, el protagonista del cómic (Allan Quatermain) había consumido todo tipo de drogas, el idiota Sean Connery no quiso hacer un personaje drogadicto. Si el pelmazo de Depp interpreta a un inspector de policía oscuro y opiómano, el original Frederick Abberline de Moore es un tipo de lo más sano y normal. Con razón dice Moore, que con los cómics él no tenía esos problemas.

No es cierto que Watchmen haya estado lista para el cine. No es cierto que no sea otra cosa que un storyboard perfeccionado hasta el hartazgo. Porque no hay que confundir la secuencialidad del movimiento de las viñetas en la página con un bosquejo propedéutico que acabará en un producto enteramente diferente. Yerran notablemente los que piensan que las primeras páginas de Watchmen emulan un zoom back de cámara.

Moore nota la obsesión actual por adaptar obras que funcionan bien en su medio a otro, a experimentar con el resultado. Y claramente no hay para qué hacerlo. Languidecen centenas de detalles brillantes, los guiños al género mismo se pierden. El final distinto de la adaptación cinematográfica de Watchmen sólo es comprensible como medida para salvar al guión de un absurdo, cosa que en el cómic no ocurre, por el motivo que éste pretende ser sarcástico con todos las soluciones radicales en las aventuras de súper héroes.

Hay problemas de ritmo. No únicamente del ritmo narrativo. Sino del ritmo propio del espectador. La disposición frente a un libro (lleno de imágenes narradas o texto plano) jamás es el mismo que frente a una pantalla (del tipo que sea). El recorrido del ojo es distinto: David Lloyd, Eddie Campbell y Dave Gibbons al dibujar tienen completa conciencia de los caminos de la visión. Contra lo que se piense a primera impresión, ni siquiera en From Hell hay detalle alguno que sea descuidado. Los recursos posibles han sido elegidos de acuerdo al contexto del guión, y cada uno crea un ambiente propicio para su desarrollo. Watchmen no funcionaría igual si no fuese con la estética-súper-héroe tan marcada. Así como tampoco es pueril la elección de la tinta sobre papel, ni ninguna otra.

Intuyo que sólo se puede vivir en viñetas mediante el uso cada doce horas de dosis estándar de dietilamida de ácido lisérgico. De hecho, es el único modo en que el campo visual de lo real se recorta, y puede ese recorte seguir pegados a los ojos, y luego volver a ponerse de donde salió. Cortar para luego pegar en el mismo sitio. En condiciones normales, se vive a veinticuatro cuadros por segundo aproximadamente, y el efecto de transición no se siente.

jueves, 16 de abril de 2009

Manifiesto atrasado

«Un libro es un gran cementerio donde los nombres de la mayor parte de las tumbas están desdibujados e ilegibles»

Proust, en algún cuaderno

Habría que decir algo sobre la poca sustancia de la realidad. Donde no basta el examen bastardo de golpear las: porque la dureza corpórea nada dice de la sustancialidad. Algo como, “hay tan poco ser en lo cotidiano como en las posibilidades del futuro”. Y cerrarse al accidente de siquiera decir algo cierto sobre la realidad. A fin de cuentas, ¿qué es sino los relatos que nos han dicho y que hemos aprehendido en la ceguera, en la confianza?

Contrastar el efímero ahora-aquí con la permanente insistencia del ya-ido. Y con ello, una afirmación simple sobre el núcleo del relato. Sentenciar que el corazón del texto ya ha sido, que (algo evidente) sólo es posible contar lo que ha quedado en el pasado. El experto proustiano de Little Miss Sunshine dice hacia el final del filme, que Proust pudo escribir aquel libro “que casi nadie lee” sólo por su pasado, por la inutilidad de su vida hasta el momento en que pone manos a la obra. Dice lo aburrido que sería dormir hasta los 18 años: sin todo el sufrimiento de esa época negra, no seríamos lo que hoy.

Cuento lo que pasó porque puede maquillarlo con la pintura del hoy, del mismo modo en que trazo las líneas. Y también —cómo no— porque no hay otra posible salida: Perec haciendo el inventario de Las cosas no lo hace sino desde que las cosas han sido subsumidas en categorías, en estantes que las adecuan a un posible decir, esto es, son escritas cuando Perec ya no está en su plaza, sino frente a la máquina de escribir; y nosotros frente a su producto ya acabado.

No se dice nada nuevo. Sólo se apela a mencionar lo evidente. Tampoco se demuestra lo evidente, porque la realidad es axiomática incluso en sus utopías.

Sólo es posible lo que es como posibilidad posible. No hay libros con forma de escalera, pero hay el volumen que afirme y el que refute tal idea.

Escribir en la potencia del futuro con el aliciente del pasado. Así y sólo así se entiende el haber que tener leído para poder escribir. Se pueden desmalezar caminos, abrirlos de plano o apenas reseñarlos, o incluso algo mucho más sutil, pero quizás se trate de cierta “apertura”, de escribir en el gesto iniciático. Escribir en la sorpresa del futuro y en la sustancialidad del pasado: paso doble que despierta al escritor de sopetón, sabiendo que sabe, como si hasta el momento nada hubiese leído o aprendido de sus antecesores —de los muertos.

Decenas de manchas de color puro, distintas y una al lado de la otra. Y una delgada varilla que sutilmente las roza en su movimiento zigzagueante.

El movimiento ha de ser sutil porque de otro modo todo acabaría en el negro absoluto.

El movimiento ha de ser sutil porque de otro modo acabaríamos escribiendo acrósticos o cadáveres exquisitos.

lunes, 13 de abril de 2009

Biografías mínimas

Pienso que no es necesaria una vida espectacular. Ni siquiera una plana e indolente. Tampoco es que la vida sea radicalmente necesaria. Quizás sólo quedarse en el páramo de lo posible y nunca en el de lo imprescindible.

Intento no emocionarme con el último capítulo de Heavier than Heaven, la biografía de Kurt Cobain escrita por Charles Cross. Pero resulta harto difícil. Lo bueno de las biografías es que es sabido de antemano que el protagonista muere, o le pasa algo que ya sabemos qué será. Como las repeticiones de las películas de semana santa: al final el tipo es traicionado y crucificado, y siempre es así. Lo mismo con la de Cobain, pero con el vértigo doble de un final de libro y la muerte fulminante de un humano. Tampoco es necesaria que la vida sea una montaña rusa de emociones para que esa vida sea como cualquier otra, quiero decir, igualmente intrascendente. Pero sí que es necesaria la velocidad para una biografía, para novelar una vida en quinientas o dos mil páginas. Y Cross sabe que hay que ponerle pimienta a cada una de las partes de su relato, aunque ello signifique descreer de la imagen que el mercado creó de Cobain. Al final se permite todo excepto volver de la muerte a rectificar las mentiras y yerros.

O de las patologías y manías, de las fobias y neurastenias de Proust. Resulta a veces embarazoso conocer los pormenores de su vida, tal como André Maurois lo pone en su En busca de Marcel Proust. No sin sarcasmo doliente, el capítulo “El fin de la infancia” trata de la muerte de los padres de Proust, cuando este ya pasaba la treintena. Aunque ya antes se respira el mismo tufillo rancio que expele Ignatius Reilly cuando se niega a abrir sus cortinas, aduciendo un rasgo proustiano en su yo. Aunque también son vergonzosos los detalles de la adicción de Cobain, porque fui adolescente y tuve una polera de Nirvana, porque alguna vez pensé que él era tan cool. Aunque claro que es cool joderse a Axl Rose, y mentir descaradamente en las entrevistas.

Cobain —aunque cualquiera vale lo mismo— se inventa una historia que se soportó únicamente en sus relatos, que fueron divulgados a escala mundial por su fama. A pesar de ello, es falso que haya vivido bajo un puente, pero tampoco eso importa mucho aunque el biógrafo revele la verdad. Porque una cosa es la certeza de esa mentira, pero otra muy distinta es esa mentira envolviendo a un personaje, y que ella sea coherente con lo que significó/proyectó como yonqui y rockero y figura adolescente: es más sencillo mantener esa falsedad porque le va bien al personaje. Y el relato de lo cierto se diluye en el mar de rumores, como si fuese otro más.

(Y quizás uno —el de afuera, el lector, el no-relatado— se sienta reconfortado por ser anónimo, por tener una personalidad promedio, por no ser notoriamente pervertido ni manifiestamente idiota. No como aquellos que son retratados. No recuerdo la última carta que escribí, pero sé que nunca serán publicadas, no así las que Marcel le escribía a su “mamaíta” y que ella respondía con a su amado “lobito” de veintitantos años)

Me cuestiono la importancia de la biografía. Como relato, esto es, como género literario. Y cuando lo hago no pienso sino en Papini y su Juicio Final y Schwob y las Vidas imaginarias. Y entonces inventarse personajes y circunstancias o circunstancias a personajes del pasado adquiere otro peso, y se puede llegar a imaginar un relato con personajes reales realizando hazañas desconocidas, disparatadas, ocultas ante el mundo que los seguía por otros motivos —por famosillos, por cantantes, por el espectáculo.

Encarnar una utopía o un tiempo distinto en los actos de personajes conocidos. Poner a Elvis en el origen del caso Watergate, sin importar si estaba vivo o drogado, por ejemplo. O inventar personajes que jueguen en bambalinas y muevan los hilos de la historia con Mayúscula: amanuenses invisibles de los actos fundamentales y de los mínimos.