viernes, 1 de junio de 2007

El arbolito

Hay que hacerse la pregunta por cómo escribir sobre literatura. Aunque esa moda ya acumule polvo. O antes y mejor: hacerse la pregunta por cómo escribir sobre lo que le ocurre a los lectores, a quienes han sido escritos por otros. Con algún grado de certeza, Alejandro Zambra (Santiago, 1975, poeta y crítico, y supongo que no poeta crítico) ha de haberse hecho este cuestionamiento. O muchos otros. Incluido el anterior.
Intuyo otras cuestiones que atañen al problema ya mencionado. Por nombrar el evidente: ¿escribir sobre lo que ya se sabe, o no? No imagino a Dan Brown redactando El código Da Vinci con datos que ya manejaba a cabalidad antes de. Del mismo modo en que Bisama (Caja negra) y Baradit (Ygdrasil) sí escribieron sus novelas sin meterse en Wikipedia. En este corte a las cuestiones con que se enfrenta el escritor, en esta censura de sus problemáticas, crece Bonsái de Zambra (Anagrama, 2006).


El editor de texto no objeta el apellido del autor, intrigado busco, y dice mi Larousse: «ZAMBRA f. Fiesta morisca con bulla y algaraza. || Fiesta semejante de los gitanos andaluces. || Fam. Algaraza, ruido.» Y noto los posibles sinónimos que Word aconseja: gresca, bochinche, barullo, algarabía, escándalo, etc.


Dos personajes, cuyos nombres no importan, que se juntan y desencadenan una historia que, de tan sencilla, obviamente tenderá al espesor y la densidad, como majaderamente apunta la contratapa.
Dos estudiantes de literatura. Qué mejor modo de sacarse de encima la cuestión de cómo hablar de libros sin parecer ni demasiado siútico ni con ello poner palabras en bocas que no tienen nada que ver con ellos. Simplemente son dos jóvenes que leen antes de follar, o después.
Los dos se han mentido de buena fe. Se han asegurado, el uno al otro, que han leído En busca del tiempo perdido, cuando apenas lo han (h)ojeado. Irremediablemente llega el momento en que entre las sábanas aparezca Proust, y ambos se regocijan nerviosos ante sus mentiras previas. Dice Zambra que omiten emocionarse frente a los fragmentos conocidos. Ninguno de ellos dice algo sobre el té con magdalenas, ni sobre las flores en el escote de Odette. El libro se asemeja entonces al recuerdo borrado. Quizás sintiesen que de hecho habían leído a Proust, y que sólo ahora lo comprendían. Julio le dice a Emilia que siente que sólo ahora lee de veras a Proust. Y ella comprende: «La fantasía de ambos era al menos terminar a Proust, estirar la cuerda por siete tomos y que la última palabra (la palabra Tiempo) fuera también la última palabra prevista entre ellos».
En las primeras páginas ya se sabe que todo acabará mal. Todo lo que comienza como sitcom acaba como telenovela venezolana, claro. De ahí que Zambra no estire la cuerda por cien páginas y legue una novela sucinta e inevitablemente proclive al comentario, al afán de desciframiento o de completación por parte del lector. De antemano Zambra conoce los materiales con los que cuenta, y por ello puede incluir dentro de su texto otros muchos esbozos de historias que no importan en absoluto para lo que él quiere contar.
Con precisión. En la primera página se lee: «Al final ella muere y él se queda solo (…) Al final Emilia muere y Julio no muere. El resto es literatura:» Literatura es que ambos lean un cuento de Macedonio Fernández, «Tantalia», y que tal como los protagonistas, cifren el futuro de su relación no en el crecimiento de una plantita, sino en el seguir calentándose con las frases que hallan en sus libros —aunque no lo declaren abiertamente.


(La referencia a Verlaine me mueve hacia la manida frase de Gernández: «el libro se cierra y queda el desierto». O a otra, aquella de que la carne está trémula por algo similar… La sentencia de Verlaine incluye preguntas imposibles de eludir. ¿Qué es el resto? Tolstoi en Resurrección dice: «Buscamos el reino de Dios y su verdad, y el resto os será dado por añadidura. Buscamos el resto y no lo encontramos jamás». ¿Y qué con la literatura? Lo importante es que Ella muere y Él no, donde al parecer la literatura no es más que los detalles, en el intersticio entre el comienzo del libro y su fin. Así, un microtexto y lo que él calla es justamente la literatura: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.» Todos los mamotretos que sobre Monterroso se han escrito, ¿son la literatura? Demasiadas preguntas para tan pocas páginas de Bonsái, pero pocas si se consideran los quicios que ella provoca con su lectura.)


Con afán comercial, la contratapa informa que Bonsái adolece de la idea borgueana de una novela: escribirla como si fuese el resumen de otra obra ya escrita. Por lo menos así actuó Borges con Menard, Quain y el Orbis Tertius. Zambra incluye todo un periplo, despachado en poquísimas páginas, donde Julio es citado por un anciano y famoso novelista (Gazmuri) para que transcriba su manuscrito. Luego el viejo rechaza su colaboración, pero Julio ya habíale contado a una mujer de ese trabajo, y se lo inventa completamente: escribe todos los días el manuscrito en el que supuestamente trabaja. Julio crea la mismísima novela que debería transcribir sin más referencia que una muy vaga que le dio el escritor. Llena dos o tres cuadernos con caligrafía enmarañada justificándose. ¿Qué novela escribe Julio? ¿La misma que estuvo a punto de transcribir u otra muy distinta? ¿Consigue Julio escribir como el viejo Gazmuri o se viste de otra manera? ¿Qué escribe Julio, acaso sobre Emilia que hace años partió a morir a Madrid?
Julio y Emilia quedaron para siempre pegados en la página 373 de Por el camino de Swann. Y luego todo se acabó, tal como estaba dicho de antemano. Emilia muere y Julio sigue viviendo, con mayor o menor fortuna o tino, pero sigue viviendo.
«Quiero terminar la historia de Julio, pero la historia de Julio no termina, ése es el problema» dice al fin Zambra. Y en rigor es cierto, pero también es todo una trampa concebida antes de escribir la novela. Bonsái nace tan muerta como Emilia que es cadáver antes de siquiera saber qué leía.
Se asiste al funeral de una historia, o al recuerdo de ése momento oscuro, pero nunca a los entretelones, porque no importan.
«Ambos sabían que, como se dice, el final ya estaba escrito, el final de ellos, de los jóvenes tristes que leen novelas juntos, que despiertan con libros perdidos entre las sábanas, que fuman mucha marihuana y escuchan canciones que no son las mismas que prefieren por separado».
Imagino que tampoco la historia importa, ni siquiera el escritor mismo ni sus protagonistas y sucesos, sólo el sonido del papel al leer, o el del mínimo árbol creciendo.

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