jueves, 28 de junio de 2007

Cómo escribir sobre fantasmas

1. Todavía no logro comprender por qué Francisco Mouat me envía su libro. Antes ya me había ayudado buscando información sobre el arquitecto Luciano Kulczewski, del que los estudiantes roban sus firmas de bronce que señalan sus obras. Comprendo perfectamente que sea un acto de generosidad para con uno de sus lectores de sábado por la tarde, eso lo sé. Lo intrigante viene porque en su correo de vuelta, a un comentario mío, subrayara como buena frase: «Esperamos en la misma medida en que el futuro se nos presenta inescrutable», que le he enviado. Quiero hallarle el sentido a ella, la relación que tiene con su libro, con esta crónica transparente e inteligente, sugerente hasta el acabóse.

2. Parece algo sencillo. Julio Riquelme viaja desde Chillán hasta Iquique. Un viaje larguísimo en 1956 y hoy. Lo hace para asistir al bautizo de un nieto que ni conoce. No llega a destino. En 1999 descubren sus huesos en perfecto estado a diecisiete kilómetros de la vía férrea. Fue, lo que se dice por el norte, un empampado: un perdido en el desierto. De ahí la madeja se enreda y entonces Mouat escribe El empampado Riquelme (*) sobre los nudos, sobre el enjambre de enigmas que el caso presenta.

3. «Sin más compañía que la dureza de las piedras, el idioma del silencio y el espíritu de la pampa» (Pág. 39). Entonces, ¿por qué utilizar el pie (derecho) para afirmar su sombrero? ¿No habría sido más sencillo, por ejemplo, ponerlo bajo su cabeza como almohada? Todo dureza, lo más alejado de la comodidad, pero a pesar de ello ése es el lugar final de Julio Riquelme. Luego una suerte de cremación espontánea, diríamos en agradecimiento, porque la huesa amarillenta se deshizo al querer trasladarlo, los restos de carne seca ídem. Todo lo que quedaba de lo que fue Julio Riquelme, fue regado por el viento del desierto que ya antes lo custodió durante cuarenta y tres años.

4. Supóngase la tan mentada recapitulación pre-mortem. Julio Riquelme adquiere una lucidez desubicada —dada su situación extrema. Retiene su sombrero. ¿Para quién, para qué? (Si lo hizo para sí mismo entonces su lucidez deviene en signo de esperanza, o de locura desértica. Recuerdo la demencia provocada por la blancura antártica, los pingüinos de Poe rajando el silencio: Tekelili, tekelili, y los monstruos de Lovecraft imitándolos, despojando de cordura al espectador desprevenido). Quizás tuvo sueño y echóse a dormir, y ahí mismito se fue. ¿Pensaría volver a despertarse? Y lo hace, tomando su sombrero de ala ancha y cuero para seguir rumbo a la costa, alejándose cada vez más de la estación Los Vientos y de la vía férrea. Aquí, cada metro supone días de pérdida, entonces habría que preguntarse, ¿cuántos kilómetros hay que dejar atrás para desaparecer por completo? Una cifra opaca, claro, porque avanzar demasiado obliga a llegar a la antípoda de la antípoda, que no es más que el punto de origen, aquella antigua pretensión…

5. Riquelme quizás amasó un plan completísimo. Sus hijos no le necesitaban en absoluto, hace décadas que no tenían una relación cercana (ni lejana). Y él viajaba a Iquique al bautizo de uno de sus nietos. Bajó quizás en Los Vientos, y se dejó morir seguro (más o menos) de lo que sucedería una vez ido. ¿Pero de dónde la seguridad en la efectividad del plan? Y más aún, en su sincronización perfecta, esto es: que le hubiesen hallado en el desierto, pero vivo, ya habría implicado el fracaso de sus anhelos retorcidos. Pero la pampa es una boca de lobo, y un único paso revela el vacío, el infinito espacio que separa al perdido de sus cazadores.

6. Cuarenta y tres años de pérdida no beneficiaron a Julio Riquelme que quizás hubiese deseado un plazo menor, para acallar los rumores, para que su ex mujer se fuese a la tumba con otra idea suya, para que fuese recordado por sus nietos. Mouat le achunta al afirmar que es un gran mérito el que fuese hallado, pues si en cuarenta y tres años fue invisible, nada impedía que pasaran nuevos cuarenta y tres años. Y he aquí lo formidable del empampado —y por extensión del desaparecido. Que si su ocultación, voluntaria o no, provoca catástrofes inimaginables antes del movimiento (del pase mágico), mayores estragos ocasiona el que vuelva a la presencia, a presentarse con la imagen de la vigilia y ya no con los harapos del recuerdo. A partir de enero de 1999, Riquelme entra nuevamente en la bitácora de su familia, cosa formidable si es considerado el borramiento que había sufrido en 1956.

7. «Antes, de mi papá no se hablaba. Era como un hombre olvidado. Mutis por el foro. Ahora no se puede olvidar» (Pág. 66). Ahora no se puede sino hablar de él. El tiempo se mueve, y lo que era su recuerdo comienza nuevamente, desde el instante en que es encontrado. A partir de ahora se le recuerda de otra manera, como si fuese otro hombre que el desierto parió.

8. «Lo mataron (…) Se fue con otra (…) Se fue a Bolivia (…) A lo mejor robó plata del banco y se fugó, eso andan diciendo algunos (…) No quiso encontrarse con Celinda (…) Se cayó borracho del tren quién sabe dónde (…) Se cabreó, no más. Le bajaron los monos, se bajó y se fue (…) Se empapó (…) No era verdad que quería abuenarse con nosotros (…) Se volvió loco, dijo el diario. Le vino un trastorno medio raro (…) Lo mataron y lo enterraron, nunca más se va a saber de él.» (Pp. 68-69)

9. «Estos números hablan de una ecuación existencial: el hijo descubre a su padre muerto y verifica que su papá era en el momento de su muerte más joven que él» (Pág. 93). Tal que el hijo impaciente, estuviese en la sala de espera de la maternidad correspondiente. Eso, y nada más fue el trayecto hasta su sepultura.

10. Y el argumento, la historia de la desaparición de Julio Riquelme adquiere un vuelco novelesco. Como si en algún momento Mouat se hubiese puesto a leer a Aira —en el supuesto que Mouat escribiese así, en seco, sin la imagen real de Riquelme tirado en el desierto. En el penúltimo capítulo Mouat, o el personaje que él se hizo, consigue hablar con un hombre que compartió el tren con el Empampado, que le conoció en el viaje. Dicen que en un momento, quizás cerca de la estación Los Vientos, Riquelme pareció indispuesto. Pensaron que le dolía el estómago o la cabeza. De pronto, en la noche, abrió su maleta y guardó varias cosas en sus bolsillos, y salió del carro resuelta y rápidamente. Otros pasajeros, no sus compañeros, vieron caer un bulto por el lado del tren. Sus compañeros dieron aviso de su desaparición a los pocos minutos luego de no hallarlo por lado alguno. El tren se devuelve y no lo halla. Este testigo que ahora vive en Australia, jamás olvidó este suceso. A veces pega su vista a un cartel enorme de un esqueleto tomando coca-cola, que está en el desierto australiano. Digamos que Riquelme consiguió lo que nadie pudo. Marcó no solamente a este hombre sino al resto de sus siete compañeros de viaje. Todos, en algún momento de la noche le recuerdan, y se preguntan lo mismo que Mouat. Quisiéramos saber qué pretendió hacer Riquelme, si parecía resuelto a hundirse en la pampa oscura, si de pronto comprendió que su destino era el ambiguo decurso del olvido y la muerte? Recuerdo a un (otro) muerto que anhelaba la eliminación de su nombre. Borges habla:

No quedará en la noche una estrella.
No quedará la noche.
Moriré y conmigo la suma
Del intolerable universo.
Borraré las pirámides, las medallas,
Los continentes y las caras.
Borraré la acumulación del pasado.
Haré polvo la historia, polvo el polvo.
Estoy mirando el último poniente.
Oigo el último pájaro.
Lego la nada a nadie.
(1)

11. «Tengo una fijación, no sé muy bien por qué, con los perdidos, con los que desaparecen y no dejan huella, con aquellos sujetos que escriben con sus vidas una historia mínima que apenas alcanza a tocar a los pocos que están cerca de ellos, con suerte a su familia, sus amantes y sus escasos amigos; seres humanos que parecieran no afectar a nadie más en este planeta y cuyo destino no interesa socialmente. Ellos hablan a veces con más fuerza que ningún otro de la condición humana: por su fragilidad explícita, por la mayor libertad que solemos tener para saber cómo viven, porque viven sin mucho que ganar y casi siempre acaban perdiendo.» (Pág. 147)

12. Y por fin creo encontrar el quicio por el que Mouat creyó conveniente enviarme su libro. O quizás es todo parte del plan magnífico de Julio Riquelme, el mismo que el grafólogo nota en las manchas que existen en su identificación. Ineludiblemente en la espiral, y Capote me recuerda: «cuando uno se aleja del mundo, el mundo debería acabarse, pero eso nunca sucede. La mayoría de la gente se levanta por la mañana, no porque importe lo que haga, sino porque no importaría que no lo hiciera.» (2) Pero don Julio Riquelme no previó ni el futuro silencio de sus hijos, ni la pequeña obsesión de un escritor con su sino, ni estas líneas, ni la película que se planea. Y así, el pasado de Riquelme se mezcla con la actualidad ilusoria del lector de El empampado. Y lo que escribo no sería sin sus pasos precisos en su momento, pero inciertos e insinuantes ahora.

13. La obsesión (compartida) de Mouat no es tal, o con precisión, es más bien cierto estado de ánimo, un vaivén del humor o algo igualmente impreciso. Su fijación es idéntica a la que, con variantes, señala Melville con Bartleby o Kafka y su Soltero. Riquelme es la cifra de la nimiedad intrínseca de la humanidad. Usted y yo también. Sorprenden sus historias porque son el breviario de nuestra propia precariedad, del estar constantemente en la cuerda floja. Perderse, o dejarse, en el desierto no comportan sino distintas circunstancias: a fin de cuentas el desasosegado Bernardo Soares, o alguno de los autobiográficos personajes de Fernando Vallejo, habrían querido lo mismo, legar la nada a nadie, y con una fuerza demencial no desear nada, sino desear la nada.


* * *
(*). Ediciones B, Santiago, julio de 2002.
(1). «El suicida»
(2). «Profesor miseria» en Cuentos completos, Pág. 188. Anagrama, Barcelona, 2005.

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