lunes, 9 de mayo de 2005

Arrebatos de agónico

Dicen que si todos los chinos se propusieran saltar al unísono, provocarían un terremoto en la antípoda del mundo. Eso dicen, de algún modo quienes dicen eso tienen algo de razón.
Hace no mucho hubo una fiesta de bienvenida a los alumnos nuevos en un barrio que se ha convertido en sede de muchas universidades e institutos. La calle estaba tomada por más de cinco cuadras, de vereda a vereda. Caminando por entre los asistentes un observador más prejuicioso que yo se habría escandalizado sin ninguna duda. Luego de un par de horas y una caja de vino vacía le pregunté a Mamerto qué pasaría si todos esos juerguistas se propusieran un objetivo común, hacer algo todos en beneficio de ellos mismos o del mundo o de lo que fuera (v. gr. las ballenas varadas, la posible radiación de los teléfonos celulares, etc.). La pregunta puede ir un poco más allá, una pregunta que indague en los motivos para que tantos tipos se junten teniendo como motivación exclusiva el lograr un objetivo que les es común a todos ellos. Irremediablemente es ésta una pregunta política, del tipo de preguntas que hacen enojar a los hijos y reír a los padres. Sin quererlo la pregunta remite a una cuestión originaria, un cuestionamiento a esa suerte de necesidad del conglomerado humano para la sobrevivencia, conglomerado que llamamos ‘sociedad’. Éste es un problema de nunca acabar, básicamente porque me vale madre la sociedad y todo lo que ella implique.

A otra cuestión que llegué es al estaticismo intrínseco a mi persona. Toda vez que me propongo hacer algo que modifique grandemente mi vida, pues la modorra el sueño y la flojera se apoderan de esas tan buenas intenciones, dejándolas en nada, por lo menos nada concreto. Y pueden ser cosas básicas como proponerme dejar algún vicio, modificar alguna característica de mi personalidad que me ha traído problemas últimamente, inscribirme para poder votar contra alguien (contra todos) o matar de una vez por todas a esa puta que me hace la vida insoportable.
No debemos ir muy lejos para hallar motivos suficientes como para movernos, motivarnos a hacer algo, pero tampoco la vista debe ser demasiado aguda como para quedarnos tirados en la cama esperando que otros —quizás— hagan lo que nosotros no. Y es que en definitiva no hay caso con nada, problema cualquiera que nos sea planteado irremisiblemente acabará como las aporías de Zenón. Más sano, más flojo, más digno y decente es la actitud de aquel que sabe que lo que pueda hacer es infinitesimal respecto del problema, por lo que sentado se queda sabiendo que la suma o la resta nada modificará al problema como tal.

Son todas éstas lamentaciones, lo sé. Y lo que es peor, lamentaciones de un perezoso al que a cada propuesta responde: “Preferiría no hacerlo”, como el entrañable Bartleby de Melville (Cf. Bartleby el escribiente de Herman Melville). En éste personaje —más real que alegórico me parece— se cifra la inoperancia generalizada que es íntima a cualquier intento de renovación de lo que sea. Cualquier movimiento que intente modificar destruir renovar abolir lo que sea (institución, oficio, hábito) está de ante mano destinada al más rotundo fracaso. En lo interior de esos movimientos se retuerce un gusano que se alimenta de los mismos movimientos del grupúsculo de ilusos, cuando el gusano se harta de sus carnes se busca siempre otro reducto donde seguir engullendo a costa de otros pobres imbéciles.

Bartleby preferiría no hacerlo por la única razón que ahora la palabra y su institución son altamente anacrónicas: Bartleby ha trabajado antes en una sección del correo donde se recogen y clasifican las cartas muertas, aquellas cuyo destinatario nunca ha aparecido, palabras hueras que acaban siendo leídas por un otro que no debía por qué leerlas, palabras que acaban donde todo discurso terminará: en el abismo o en el vórtice de un tornado... qué diría Derrida al respecto es cosa que no me importa, es más, me dan ganas de vomitarle la tumba.

Gernández me ha referido que Abelardo Castillo ha dicho: “una generación existe cuando no es homogénea, cuando todos están peleados entre sí, y cuando se establecen los debates verdaderos, no las peleas por los adjetivos”. Castillo se mantiene obstinadamente en la idea de que el diálogo es posible, que tiene cierta eficacia sobre el mundo, una idea neoliberal por dónde se le mire, una idea que ya no sirve. No hay nada que hacer si nos mantenemos pensando que con el diálogo podemos alcanzar cierto trono democrático en el cual toda opinión será tomada en cuenta.

Si no nos agradan las dictaduras unipersonales, ¿de dónde esa veneración por la dictadura de la masa: la democracia?

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