viernes, 2 de diciembre de 2005

Las putas asesinas de Rabelais

Soñé con un texto apócrifo de Rabelais. Yo retozaba analmente y de pie con una mozuela hermosa que me decía insinuantemente que podía eyacular en su boca. Yo era parte de él, no sé en qué momento me daba cuenta que era parte de un relato. (Como se sabe, a de Rokha lo expulsaron del Seminario por leer a Voltaire y a Rabelais. Considero que ni el Cándido, ni Micromegas, ni Gargantúa ni Pantagruel merecen tanta censura como sí se lo hubiese merecido mi sueño convertido en texto si no se tratase sólo de una somnolienta quimera.)

Trataba básicamente de una casa de remoliendas de citas de luz roja de juerga donde se trata a las niñas de tú una mancebía prostíbulo burdel serrallo lenocinio, una casa de bellas putas que lo permitían todo, como debería ser en el sexo, creo: podías escupirles dentro de cualquiera de sus orificios, deformarles los pezones con los dientes, tatuarles bellos paisajes con las uñas en sus espaldas, hacerles reventar el clítoris a fuerza de latigazos, separar verticalmente su cuerpo en dos, morderles las orejas hasta que la sangre entrase al cerebro, llenarles la boca de semen para que les saliera por las narices, meterle la mano hasta poder tocar sus úteros, hablar a través de sus labios inferiores, romperles el ano con mi verga enhiesta, tragarme esa sangre mezclada con diversas especias, hacerlas vomitar por la presión de mi glande, besarlas hasta la asfixia o hasta que la lengua se desintegre, que sus orgasmos les provoquen soponcios a veces mortales, montarlas como si yeguas fueran, atarlas para golpearlas con tallos de rosas, hacerles creer que soy el Papa, penetrarlas mientras les hablo como lo hacían sus padres, abrirles el ombligo y allí meterlo, hacer de su vello púbico mi propia barba, quedarme a vivir para siempre entre sus pechos, que me laman los testículos mientras las penetro por los ojos, invitar a su vieja madre a ver el espectáculo y unirse (si lo desea), que chupen con fruición mi falo luego de sacarlo de sus culos, besarles el cuello hasta que la cabeza se desprenda del cuerpo, dejarles marcas que parezcan hechas a fuego, morderles los muslos como si fuesen jamones, tirarles el pelo hasta que se parezcan a lo que tienen metido, hacer que se embaracen doce veces en la misma noche, tocarles el punto G con los dedos de mi pie, que sus manitas se mimeticen con mi pene, que lo único que beban por semanas sea el sudor que les cae de mi cabeza, penetrarlas con brutalidad para que sus dos agujeros se hagan uno, sacarles los dientes para que me la chupen mejor, bañarme con sus fluidos vaginales, depilarlas con mis dientes, lamerlas hasta que no quedase más que hueso, follar hasta el Día del Juicio y luego seguir, sincronizar no sólo nuestros orgasmos sino nuestros latidos, despertarlas con mi falo entre sus nalgas, que sea cuestión de vida o muerte tener mi verga dentro de ellas.

Eso y otras muchas cosas más era lo que con ellas se podía hacer. Todo era permitido excepto algo, a saber: enamorarse de ellas. ¿Extraño?, pues no, porque la lugarteniente de la casa sabía que todas ellas eran unas putas asesinas, monos hirviendo como el hielo seco, que veían a sus clientes desde las copas de altos árboles muertos, que nos buscaban llorando desesperadas porque les dijéramos las frasecitas de los cuentos infantiles, putas asesinas que al menor descuido te enterraban sus uñas en la garganta y luego huían. Putas asesinas eran y todos los clientes lo sabíamos, pero igualmente sólo a ellas acudíamos: hasta en sueños me fío de las Asesinas y Putas.

Eso es lo que soñé, pero eso ya carece de importancia, la cuestión que me acosa ahora es que si me puedo soñar dentro de un libro de Rabelais, ¿por qué no llevarlo al papel? Definitivamente no tengo ya nada que hacer.

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