sábado, 3 de mayo de 2008

Mi nombre no es un sarcasmo

Hay un enorme descampado en frente. Se podría pensar que es otra cosa, otro paisaje. Pero la imaginación es algo que falla en esas latitudes. Por lo demás —y en beneficio de la imaginación— bien poco hay por agregar a la imagen que se presenta. Hay un enorme terreno oscuro del cual manan volutas de humo verdoso. Por ambos lados hay desparramados por el suelo, miles de trozos metálicos que alguna vez pertenecieron a distintas máquinas útiles en verdad, pero que ahora, en este momento se mezclan impúdicamente. Con la intención suficiente se podrían comenzar a unir los metales, unirlos mentalmente, y con ellos —de ellos— resultaría una nueva máquina. Llena de herrumbre, pero máquina en definitiva. Sus funciones no estarían muy justificadas, su objetivo sería difuso al igual que la forma que tomaría una vez armada. Se debe considerar que todo es una construcción meramente mental. Nimia dirán, y así es.

El recuerdo, de otras máquinas antes vistas puede obnubilar a la nueva construcción. Puede muy bien darse el caso de que ésta se parezca a una enorme lavadora o a un refrigerador reventado de tanta comida que le han puesto dentro. Hay también la posibilidad de que no se parezca a nada conocido. Y ahí se entraría al problema de intentar medir, de estratificar justamente lo que de hecho conoce quien el hipotético constructor: problema de nunca resolver. Allí la cuestión se iría por otros derroteros de los cuales el artesano en metal apenas si podría dar cuenta, puesto que se le escapa precisamente la mecánica necesaria para toda maquinaria posible: querer comprender los métodos cuando el método no es sino el método.

Se prefiguran ya, en todo caso, los contornos posibles de la máquina. Sus raíces pulidas por el viento se entierran en el suelo ceboso, lleno de aceites de distinta procedencia, como si se tratase del cemento de un taller automotriz, pero sin los calendarios de años ya idos ilustrados con generosas chicas en bikini o ya, directamente, desnudas mostrando el clítoris. El aceite ya ha inundado las napas de aguas subterráneas. Se ha intentado lo contrario, pero el desastre ya ocurrió, y de ello se siguió el que ya bien poco se podría hacer en el futuro.

*

Hay que huir pronto, hay que dejar todo esto como está y ya. Correr y escapar de una vez por todas. Habría que moverse en otras direcciones: desdoblarse. Partirse en dos o tres partes y cada una que salga para donde quiera ir, donde sea pero no más aquí. Basta del acá. Digo que este blanco no es un buen lugar para morir, nada más. No es un lugar confortable, si ni siquiera se puede cavar una tumba como es debido hacerlo. Tú cavas y aparece un cardumen entero y luego las focas que quieren devorarlas. Eso ya ha pasado y lo sabemos, ¿por qué entonces la insistencia?

El recuerdo, de otras muertes antes vistas, quizás nos ponga en la expectativa, en la esperanza de un futuro sin más muertes. Quizás sea necesario fundar una ciudad donde la muerte, su idea e incluso su palabra, sea erradicada de antemano. La ciudad de los dioses. De los nunca engendrados. De los ingénitos.

La ciudad de los sin origen.

Te podría definir en una única escena: Tú devolviéndome el libro que te preste. Te pregunto si acaso te sirvió, yo sé que sí. Me lo confirmas, pero agregas: aunque no es una buena edición.

No sé por donde tomar la frase. Si por el lado irónico de que justamente estábamos frente al escaparate de una librería donde estaba la edición buena del libro o por otro que no lo conocí nunca. Quizás debiera quedarme con la primera y dejar a las interpretaciones para otras cosas, para otras personas en otras situaciones, algo así como bajar la guardia frente a ti. Claro, si ya todo el daño estaba inflingido y ya nada más me podías clavar en el pecho, ni una gotita de sangre más me podías chupar: ya lo tenías todo. Sería sano conversar sobre esto, o eso pensé en aquel momento, pero para qué. Si ya toda la mierda había sido lanzada y tu retrete estaba brillante a fuerza de mis mocos o de tu llanto —de cocodrilo. Un lagarto gris que se mueve por las cañerías de Nueva York o Los Ángeles. Dicen que hay de esos viviendo bajo los pies de esos millones de personas. Como el protoplasma diabólico que aparece en una película, que concentra todo el odio de la ciudad y que de un momento a otro va a devenir monstruo enorme que destruirá toda la ciudad (primero) y el mundo (luego).

Quizás fueses el lagarto oculto que me rasgó la piel. Un movimiento necesario para el cambio. Hay que ver el sol luego de la tormenta, la luz luego del túnel. Y en eso insistieron todos. Como si no compartiéramos los mismos clichés, jugando a que yo venía de Marte y no comprendía en absoluto lo de las heridas con cuchillo oxidado: yo ya sabía que luego tendría que vacunarme contra el tétanos. O un Virgilio con faldas: llevándome al centro del infierno y luego huyendo, desapareciendo, entonces me quedo ahí abajo y no sé regresar porque mi guía se hizo azufre. Habría sido divertido un periplo así. Siempre y cuando tuviese la certeza de volver a encontrarte en otro lado, sobre una colina pongamos el caso, materializándote desde una nube salida del suelo. Como este vapor que nubla la vista y no deja escribir con tranquilidad. Sube y mueve las hojas, a veces las calienta tanto que se diluyen, o no se diluyen pero la tinta se corre y todo se vuelve confuso al intentar leerlo nuevamente. Quizás nunca sepas qué estoy escribiendo. Quizás lo que leas sea un cuento infantil lleno de colores y de ositos bailarines y no esto. Cabría una exégesis a fondo para poder leer algo, lo que sea, y dar medianamente con la intención del autor. Pero no hay tiempo, lo sabemos. Ay, leer, leer, leer. Ay, escribir, escribir, escribir.

Pero lo aviso: ya no me duelo de este camino. Y con estas mínimas palabras ya una clausura. No puse ni destino ni menos sino, sino camino. Voluntariamente tomado, voluntariamente seguido. Es seguro que al final sólo habrá un barranco y abajo la nada. Eso es obvio, todos los caminos acaban de esa manera. Pero hay que caer con los ojos abiertos y gritando a todo pulmón como cuando nos subimos a una montaña rusa. Me lanzo y al segundo recuerdo la sensación que sentiré en los próximos minutos. Sé lo que mi estómago sentirá y sé que podré gritar por poco tiempo porque luego tendré la garganta seca, tanto por los gritos anteriores como por el viento que me entra por la boca como un tornado. Como cuando se saca la cabeza por la ventana de un auto a gran velocidad y por dentro todo queda seco. He tomado un camino que se me presenta como inevitable. Escribir esto es tan necesario como ineludible. Poder salir de esta blancura también lo es. Hay que moverse rápido so pena de quedar prendado para siempre en la idea de salir y, dentro de ella, otra idea semejante y así como un sueño dentro de otro. Pero en el tiempo de la conciencia los segundos son otros, como cuando hablamos de kilos aquí o en la Luna, porque hay diferencias notables entre uno y otro lugar. Hay que advertir sobre la relatividad de los términos, sobre la de ellos y también (por sobre todo) sobre las relaciones que provocan, que entre ellos se dan. Desvarío.

2 comentarios:

Jose Luis dijo...

Hola Rodrigo! ¿Cuál es tú e-mail?

Carlos dijo...

La blancura de la hojas, y eso que se nos mueve por dentro suelen ser aveces una combinaciòn atroz. Porque como resulta, la ineludible necesidad de llenarla de tinta sin decir nada. Lo que es peor; a veces cuando escribimos somos anosognósicos y afásicos...