domingo, 25 de mayo de 2008

Los malos hábitos

Mal influido por Proust, noto cómo una abuela se para de su asiento en el bus, y no se despide de la otra anciana con la que conversó animadamente durante su viaje. Ya ni los viejos recuerdan los buenos modales. La cuestión sería qué preferimos: si las cínicas maneras de un salón parisino de principios del siglo pasado, o la frialdad mecánica de las relaciones sociales actuales. Sé de muchos que preferirían haberse educado por Wikipedia, hacer amigos mediante Facebook y viajar por Google Earth –y son cada día más.

Pero, en el extremo, están los protocolos artificiosos (y por lo tanto hipócritas) de la época a la que Proust me obliga. A principios del siglo XX, con Francia polarizada (como gustan decir los polarizados) por el affaire Dreyfus. Esto demuestra a quien quiera ver, que con mínimos pretextos, se sacan a relucir las peores condiciones de la humanidad: por una hipotética traición del tal militar judío-francés Dreyfus, todo un país tomó partido a favor o en contra de otro pueblo completo.

En lo que se refiere a la alta sociedad (por la que el joven Marcel se pasea a tropezones), es políticamente correcto ser antidreyfusista, lo cual implica evidentemente, un antisemitismo extremo, vulgar, ridículo y por ello humorístico: el señor de Norpois, diplomático de profesión, le pide a Proust que le presente a su amigo judío Bloch, para simplemente pedirle, que junto a su padre, montasen una obrilla teatral en la que el joven saldría apaleando a su madre...


Espero, de acuerdo a una cronología tentativa, que pronto aparezca el J'acusse de Zola, que mete también la cuchara en el affaire. Porque judío fue.

En el final de la primera parte de El mundo de Guermantes se concentra, hasta el paroxismo, en una reunión en el salón de la señora de Villeparisis. Anciana que, según se afirma, le ganó el quienvive social, a otra, por el simple hecho de haber hecho publicar sus Memorias, y haber pasado a la posteridad rodeada de grandes personajes que acudían a sus recepciones.

Qué gestos, qué movimientos de la vanidad han de haberse sucedido sin par en los salones aristocráticos europeos de principios del siglo XX. Qué apariciones de la hipocresía, que desbandes de la deshonestidad se siguen cometiendo entre los abuelos de esos mismos que Proust se dedica a escribir. Porque, en el plano de los hechos, eso es lo que ha hecho: a la mierda con la escenita escolar de las magdalenas humedecidas en té, que dan pie (o así lo cree uno que otro) a toda esta búsqueda.

Tan manido es el cuadro de las magdalenas, que en la película de animación Ratatouille (Disney/Pixar), el crítico Anton Ego tiene un desliz proustiano, cuando saborea un plato cocinado por una rata, remontándose a su infancia sentado frente a ése manjar que le preparaba su madre.

Tal como las luz eléctrica, e internet, Proust muestra algo (un mundo completo) que se sabe existe pero que no se tiene necesidad alguna de conocer.

Y como prescindible, lo que ha escrito queda certeramente incluido en el bambaleante concepto de “literatura”, hasta quién sabe cuándo. De ahí que se pueda decir que En busca del tiempo perdido no puede ser sino la precursora de las telenovelas lloronas americanas –aunque muchos le prendan velas a Proust.

Si de lo que se trata es de develar las complejas redes sociales que encontrábanse en Francia en la época, bien podría haber escrito un mamotreto de corte sociológico, una dizque Historia de la vida privada. Pero, aunque en su época, se hubiese comenzado a despreciar la literatura estadística de Balzac, Proust no le hace el quite a los dígitos: simplemente los enfoca a otros aspectos. Ya no se tratará de la pormenorizada descripción de los tapices ni de la arquitectura de tal o cual salón, sino que se observará con lupa las motivaciones que tuvo Saint-Loup en la ocasión Z para no saludar a su amigo el protagonista, comenzando una bola de nieve por varias páginas respecto a los contradictorios sentimientos del narrador, hasta que decenas de páginas adelante, Saint-Loup se enemiste con el anteriormente ofendido pues éste cree que se le ha insinuado a la golfa que tiene como querida: una cocotte, una puta-saca-plata en definitiva (con la que el protagonista ya ha intimado en alguna ocasión a cambio de dinero obviamente).

«Tú te metiste en eso», me dicen cuando reclamo por la lata que manifiesto tener leyendo a Proust. ¿Pero qué es en realidad lo que me pasa? Parece que leerlo sea uno de esos malos sueños, en que por más que queramos arrancar no podemos: páginas y páginas y el fin se mantiene igualmente lejano. Porque hay centenas de ideas hermosas, perfectamente escritas, donde la ñoñez es opacada por la esa pluma histérica; pero igualmente siento inevitable pensar que Proust escribió las palabras para su época y que al resto (es decir a sus lectores del bien lejano futuro) legó sus ideas, la mera sensación que evocan esas palabras que ahora muy bien pueden decir nada en concreto sobre nada, porque no nos interesa la vida privada de la aristocracia francesa, porque ya están todos bien muertos, o por otras miles de razones.


¿Qué queda de la escritura de la contingencia cuando ella misma se quiere transcendente, por lo menos respecto a la época que la originó? Al final ninguna palabra importará lo más mínimo. Parece que al mundo del futuro no le interesan los detalles, porque el futuro es el reino de las generalizaciones, de las escuelas y de las influencias que arrasan con las diferencias. Quiero pensar que lo único que importan son las ideas, que ni siquiera habría que poner cuidado en cómo son llevadas a cabo, porque si la señora que inspiró a la de Guermantes está muerta hace ya tiempo, lo que pesa es lo que ella evoca en el lector.


¿Pero necesita una idea ser manifestada en 3.000 páginas para ser comprendida? ¿Cuántas ideas quiso Proust que sus lectores soportasen? Al final no importa si alguien se ha leído sus siete tomos, de hecho no importa que hubiese sido escrito nada en absoluto, porque los conceptos que cualquier obra quisiese de-mostrar, no pertenecen a la teoría que supone la labor escritural, sino a la cuestión vitalógica.

¿Hubiese pensado Flaubert que en un país del que jamás tuvo noticias, existiría un alfajor llamado “Madame Bovary”? Y en su envoltorio, la dama ataviada con su enorme sombrero (aquel al que Borges refería como el colmo de la fomedad, en su descripción al principio de la novela).


Las inescrutables intenciones de las palabras, lo que no dice cuando habla, el encadenamiento de las frases, las metáforas en principio inadecuadas y al fin perfectas. Todo eso puede ser Proust, y algo más que jamás será revelado, pues se oculta en la niebla de una conciencia ajena (o en la muy deseable muerte de los malos hábitos aristócratas).

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