martes, 17 de octubre de 2006

A César, lo que es suyo

El 25 de septiembre César Aira visitó Shile. A propósito de una conferencia sobre qué novela te llevas para el siglo XXI, para una isla desierta como la de Lost, si mañana te mandaran a Plutón (minimizado planeta lovecraftiano) porque la Tierra se derrumbará o algo así. ¿Una catástrofe y hay que pensar en llevarse un libro, elegirlo de entre todos los amados de la biblioteca? Joder.
Visito a Gernández para que me acompañe a su exposición. Aparte de la estrella en tour, está también Rafael Gumucio y Raúl Zurita. Me importaba una mierda lo que ellos se llevarían en su valija para el siglo actual, pero por ellos mismos ya sabíamos que estaría totalmente abarrotado el local, sino de sus lectores sí de jovencitos más jovencitos que nosotros. Gernández decide no acompañarme, y yo por eso decido no ir, por vergüenza, porque el nerviosismo me comería cuando quisiera saludarlo, para que me autografiara uno de sus libros que tengo. Como si él fuera una estrella de rock y yo un fan adolescente y a punto de desmayarme cuando asoma su cabecita por la ventana del vigésimo quinto piso de su hotel.
Esa noche ocurren cosas muy extrañas en el departamento de Gernández, y al día siguiente también. Quizás fuera bueno olvidar ciertas cosas.
Dos semanas después visito un supermercado que huele a esos químicos que sueltan para que de hambre. Lagos Correa me ha avisado que allí en unos mesones y dentro de unos carros de compras hay centenas de libros a precios irrisorios, él se compró La Eneida de Virgilio. Llego al frente del mesón y el primer libro que veo es Las noches de Flores de Aira. Me río por dentro y quizás hasta por fuera pero no me escucho, metido como estoy en los vaivenes de la música del iPod. Lo pongo bajo mi brazo y me sumerjo a bucear en los demás libros, rescato a Vallejo, Fernando no César. Pienso, recuerdo, que alguna vez prometí no leerlo nunca, a propósito de unas palabrotas que dijo contra Balzac. Que si sigo así acabaré leyendo hasta a Dumas.
Libros por kilos, como el esposo de Cesárea Tinajero le compraba: y ella lo leía todo.
Qué preciosa novela pensaba cuando aún no la terminaba. Los chicos en sus ruidosas motonetas recorriendo las calles del barrio Flores, las que tan bien (también) conoce Aira, repartiendo pizzas, y la pareja de ancianos de Aldo y Rosita Peyró caminando y haciendo lo mismo en tiempo récord. Todo muy bonito, con esas digresiones absolutas e idiotas, circunstanciales respecto a nada o a las conversaciones a la entrada de Pizza Show, o la lógica de los motoristas para ir siempre a contrapelo de la dirección única de las calles: sus planes a priori para lograrlo, y el misterio del camino de vuelta.
Aparece Nardo, un monstruo con alas de murciélago y pico de loro que les habla a Aldo y Rosa. Y de pronto —cuando ya sabía que Aldo es medio sordo—, se sabe que Rosa es ciega y que por eso no sabe cómo es ése enano con zapatitos plásticos rojos.
Entre medio de todo se mueve la trama oculta pero primera del secuestro y muerte de Jonathan. Un nombre que a los argentinos les parece tan flaite como Alexis o Bryan. Y el amor secreto de Walter por Diego que cree que él es el mito de la chica disfrazada de hombre que corre más rápido que cualquier otro motorista. Hay también una exposición acerca de los GPS y de la increíble cantidad de ellos que hay en Buenos Aires.
Y siempre, por sobre todo, la barbarie argentina de la crisis, de los hijos de puta que nos andan cagando día por medio. Y Aira pone: «¿Habrá historiadores de la crisis?» Y sus personajes principales serían las bandas de jóvenes, los secuestradores, los mendigos sacando de la basura la comida de los McDonalds, que ignorantes ellos, ya era basura antes de ser desechada.
De pronto todo se enreda y se vuelve confuso, porque hay un corte brutal que no deja ver bien. Hay que volver a abrir los ojos y decir que se está leyendo otro libro, otro tomo de la misma obra. Y ahora sí todo es clarito.
Qué novela más horrorosa digo luego de proferir innumerable improperios contra Aira por escribir como escribe. Zenón aparece y promueve el movimiento (judicial). La verga de Rosita metida en una cabeza muerta. La escultura que no son sino unas palabras: «Mientras José y María experimentaban por primera vez el sexo anal, Josecito, que desde el cuarto contiguo oía los gemidos, acariciaba la cabeza cortada de su hermano muerto». Qué perturbación del ánimo puede llegar a provocar cierta ordenación de unos caracteres negros. Qué terrible que esos signos puedan moverme más que un niño que vive bajo un puente rodeado de perros que lo violan.
Como beber y beber y pasarlo bien, y de pronto el bar comienza a girar, y el estómago duele y ya viene, ya viene el vómito y llega cuando no alcanzamos a llegar al retrete. El dueño nos patea y saca, y afuera las estrellas nos iluminan, «y esa noche hubo una reacomodación de las estrellas en el firmamento y se formó una constelación nueva justo encima de Flores, en la que muchos quisieron ver los recorridos de las rutas llevando pizzas, y la llamaron la constelación “Delivery”.»

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Querido Boza: hasta el día de hoy, pensaba que mi descripición de los "finales Aira" como átomos en un acelerador de partículas era insuperable, pero la suya la ha dejado así de chiquita.
Creame que cuando supe que Aira visitaría Chile pensé en ud. y en un encuentro que acentuaría aún más nuestra unión cósmica.
Pero fue el blog el que volvió a tender ese gran puente que no se lo ve.
Esto me decide a enviarle mi novela asi puede quedar tan mal como yo con ud. al no leerla.
Saludos desde la Constelación Delivery.

Anónimo dijo...

Parece que es la novela de Aira más Lamborghini que jamás haya escrito. Eso, que en OL es un summun de literatura, en Aira parece una mancada o solo un experimento.
Debió haber ido a que le firmara el libro. Para todo efecto práctico, para nosotros como público, Aira es un rock star.
Y créame: nosotros seguimos siendo adolescentes gritones.