martes, 24 de octubre de 2006

Ahí va y llegó el hijo de Fernán

Está provisto de un aparatito balzaciano para poder leer los pensamientos. Porque según él mismo dice: “Resolví hablar en nombre propio porque no me puedo meter en las mentes ajenas, al no haberse inventado todavía el lector de pensamientos”. Y otros inventos cuál más útiles: un manojito de tuercas que permite envejecer a la gente en cinco sencillos pasos, en cinco fotogramas que hacen pasar a la víctima desde el pecho materno hasta la teta de la muerte.
Y por sobre todo, su odio es tan pero tan grande. Pero a no exagerar, porque sí que ama, o con precisión (y sin exagerar la nota): ama a su abuela muerta y a la Bruja, su perra ídem, y quizás a cuántas decenas más de muertos que tiene que cargar dentro de sí. Un cementerio móvil, cada vez más lento claro, pero móvil a fin de cuentas. Cuando lo entierren, cinco millones de otros muertos por fin van a tener descanso eterno. ¡Ah! Pero es que no lo van a enterrar, va a ser cremado por la Agencia Gayosso en el DF. El Rincón del Zopilote, del Cuervo, del Gallinazo (México, Shile, Colombia: para que todos entiendan, porque no sabe qué mierda pasa con el lenguaje que está cambiando tanto, cuando habría que saber que todo se reduce a problemas gramaticales. Por lo menos él lo sabe).

«Los idiomas son como las mujeres: cambiantes, insaciables, noveleros. Putas a las que cuando se les sube la confusión a la cabeza les da por tener hijos.»

Y no se quedan embarazadas porque sí. Como si todas las putas asesinas histéricas fuesen dizque la Virgen (tanto o más puta que ellas, que le prestó su agujero al Divino Falo). No. Porque ahí ya hay otro ganapán imbécil que les quiere meter el apéndice que le cuelga entre las piernas en esa caverna de la otra. ¡Cuánto se enojaba él con estas prácticas antiguas y perniciosas!

«Que eyacularan, pues, si querían, y si querían en el interior de una vagina; pero eso sí, que la dueña de la vagina se lavara, no fuera a ser tan de malas que la preñaran y nueve meses después le saliera, por el mismo hueco ciego por donde entró la babaza blanca, el hijo negro del Chamuco, de Nuestro Señor Satanás que en los infiernos reina, con cola y cuernos y una gran vara.»

Y esto tenía —por lo menos— algo bueno. Que podía darse muy bien el caso de que efectivamente naciese el Hijo de Satanás. Entonces era bueno: de un momento a otro la catástrofe se completaría y de la faz de la Tierra se irían todos los humanos: «¡Cuántas bestia bípeda entregada a la cópula! ¡Caterva! Habéis vuelto el planeta una colmena. Y entráis y salís, sacáis y metéis, zumbáis y zumbáis.» ¿Pero y los animales que tanto amaba? Probablemente también morirían, pero no tanto como para no poder volver a poblar el mundo libre, sin humanos. Y por ahí se acordaba de su rabia contra los musulmanes —«a los que habría que exterminar en una guerra santa con bombas atómicas que no dejaran de su religión maldita ni los huevos de las cucarachas»—, por lo mal que trataban a las dizque bestias, que en realidad eran ellos.

«Y los musulmanes. ¡Ay los musulmanes! Peste propagadora de la peste humana, que les cierran las puertas de las mezquitas a los perros. ¿Acaso se creen espíritus gloriosos estos cagones?»

Entonces por fin se desata la Guerra de las Guerras. Él lo decía cada mañana, se levantaba no preguntándose por qué el ente y no más bien la nada, sino que haciendo plegarias para que hoy India y Pakistán se pusieran a tirar bombas atómicas, y que por otro lado China se levantara contra Estados Unidos. Y rogaba (yo lo vi una vez) porque con eso se borraran por lo menos unos tres billones de humanos. Irresponsable pero certero.

«—Maestro, si usted pudiera volar el mundo hundiendo un botoncito, ¿lo hundiría? —le preguntaron.
—Sin dudarlo ni una bimillonésima de segundo —les contestó.»

Ateo, apóstata y blasfemo. No economizaba en improperios contra el dios que fuese. Amarillos, negros, italianos y todos son unos hijeputas. Que se quedaran rezando y babeando si lo deseaban, pero que después no lloraran si los alcanzaba la desilusión, cuando se cumpliera una de sus esperanzas: «quemar el Vaticano y la Kaaba bajo las barbas mismas de Dios o Alá.»
Y todo se resumía en gritar con rabia y que las salivas espumosas cayeran donde debían. Y si a otro le caían, pues culpa de él, que para qué se ponía entre medio. A no defender a nada ni a nadie, y por sobre todo, no defender ninguna tesis, que en cualquier momento se convierte en dogma, y se construye otro Vaticano más infecto que el actual —si es posible esto claro.

«La Iglesia, güevón, no es una colectividad religiosa sino un “ente” económico-político, con bancos, barcos, aviones y todo tipo de intereses terrenales. Lo único que le falta hoy al Vaticano es montar una cadena de burdeles con monaguillos.»

Y aquí (en todo él) se nota una nota de don Pablo, el único Pablo que importa. ¿Escobar Gaviria? Que no, ése era otro hijeputica que no podría haber nacido más que en Colombia, un cabrón del que por suerte su abuela se había librado de conocer, de tener que respirar el mismo aire. No Gaviria, sino De Rokha. Por ahí quizás estaba su parentela perdida, rabiosa y gritona. Toda una tradición que viene desde Aristófanes riéndose de Sócrates, Voltaire de Leibniz, y De Rokha expulsado del Seminario de los putos católicos por leerlo. No hay caso con nada, y todo indica que él lo supo.
Le quedaba el consuelo de que por lo menos la vida es un accidente, y de que nadie es preciso: el único derecho inalienable, el único derecho humano es a no existir. Por lo menos la muerte es todopoderosa.
Eso sí era existencialismo.

«—¿Y Sastre cómo era?
—Bajito, flaquito, feíto, de gafitas redonditas de carey.
—¡Pues cuántas guerra no dio el maldito!»


* * *

Citas tomadas de La Rambla paralela de Fernando Vallejo. Alfaguara, Bogotá, 2002.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

ay, gallo, no lei na, me dio lata, como que era mucha letra po!

welcome to paradise. citar a green day es lo más top que hay estos dias.

ademas de inventar horizontalidades verticales.

sóplate un ojo que no ve corazón que no siente.

Anónimo dijo...

Usted me confirma, Salgado, que no debe pasar ni un segundo más antes de que tenga un libro de Fernando Vallejo en mis manos.