lunes, 1 de mayo de 2006

Oscura como la errada tumba del perdedor

En un principio era la acción dice Goethe. No muy lejos de la traducción cristiana que ve en el comienzo, en la imposible noche de los tiempos al verbo que funda. No muy alejado el verbo de la acción, pero ambas irremediablemente escindidas del primitivo logos que pone Juan (1:1):

Al principio (arjé) era el Verbo (lógos), y frente (prós) a Dios (theón) era el Verbo, y el Verbo (lógos) era Dios (theós).

Evidentemente a Heráclito le hubiese parecido excelente tal cosmogonía, si de ella no hubiese surgido la perfidia cristiana y junto con ella el robo indiscriminado de otros pensamientos, de los paganos, de los que no tuvieron ni recibieron la luz del bautismo.

En un principio decíase «ándate a la concha de tu madre», la cual no es una afrenta carente de cierta poesía o de encanto. Volverse a la concha de la madre vendría siendo la mayor ofensa posible y no por mentar el órgano materno, sino por venir a significar que el interpelado deba volver a ser nada, un feto idiota, que él se multiplique por cero y desaparezca de una vez por todas. Ándate a la concha de tu madre y deja de ser, hazte uno con la nada, pásate al lado oscuro de las cosas que no son y que nunca fueron. Luego, la frase se acorta, se banaliza, y ahora sólo significa ofensa en la medida de recordar sectores sacrosantos de la anatomía materna, pero más allá, nada.
Hago esta pequeña etimología recordando a todos los funcionarios de medio pelo pero también a los políticos chilenos involucrados en los errores de identificación de los cadáveres de centenares de muertos por la dictadura, esos que exhumaron del patio 29 del Cementerio General, tirados ahí con una pequeña capa de tierra sobre ellos (como lo hecho por Antígona), sin lápida, sin las palabras que los nominaran, que los diferenciaran.
Los familiares los han buscado por mar y tierra. Hay algunos que efectivamente acabaron en el fondo del mar. Otros acabaron como polvo, hubo quien alimentó a los perros, y todos concuerdan en haber hecho algo particularmente desagradable para los hombres de hábitos normales: morirse, como dice de Quincey.

En el siglo IV antes del impostor, en Grecia se daba inicio a la mnemotecnia de la mano del memorioso Simónides. La historia va así: el bardo hacía una declamación pagada sobre el poderoso militar tesalonisense Scopas en un ágape en su honor. Entre medio, cuando Simónides exaltaba a los dioses hermanos Cástor y Pólux, un sirviente le avisa que dos jóvenes jinetes le esperan en el patio. La sorpresa de Simónides debe haber sido mayúscula, y teniendo que interrumpir sus versos, salió y no encontró a joven alguno. Mas justo cuando dióse vuelta para volver a su trabajo, la mansión donde todos estaban festejando se derrumbó con grande estrépito y todos perecieron bajo el techo, de una manera tan brutal que el examen ocular no pudo arrojar ninguna luz a los familiares sobre quién era quién. Eso hasta que Simónides reconstruyó mentalmente las posiciones de cada uno de los muertos en la habitación gracias a su memoria. Sólo así los deudos pudieron saber cuál masa sanguinolenta había sido el padre, la hermana, el amante y poder con ello comenzar con los ritos fúnebres.
No hay cuerpo, no hay descanso. Aquí está su cuerpo, aquí está el cuerpo de su hijo señora, déle sepultura digna, póngale una lápida con su nombre, hágalo. Inscriba la fecha de nacimiento y la de muerte, la de muerte bien notoria. 17-XI-1949 — 11-IX-1973. Y luego el yerro, la puta shilenidad que se nos escapa por todos los jodidos poros, y ellos no son por los que usted lloró, es otro hijo es otro padre es el hermano sí, pero de otra familia, esas no son sus lágrimas señora, hay que devolverlas a donde salieron, ése no es su muerto.
Haría falta un Simónides forense ahora, acá.
El exceso de olvido y la falta de memoria constituyen a América Latina.
Hay otras cosas, pero de ellas no tengo recuerdo. ¿Basta con simplemente enunciarlas?

Todos esos huesitos que remedan un esqueleto humano no son míos. Esos no son mis muertos. Toda una generación de revolucionarios aplastados como plastas de mierda, vencidos, humillados y llenos de traumas post dictadura los que sobrevivieron y que ahora ya son millonarios*, unos imbéciles. Todos esos muertos sin trabajo de duelo lo mejor que podrían hacer es volverse a las conchas de su madre, anular el dolor, hacerlo blanco y neutro. Esos no son mis muertos perdedores, pero hasta el dolor como institución se somatiza.
Mi compasión es otra víctima de la dictadura. Otra detenida desaparecida.


* * *

(*) Con excepción, quizás, de los entrañables actores secundarios.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Contra el olvido, meláncolía. Contra el trabajo del duelo, un ocio mnemotécnico y mnemopatético que no haga sino sacar y sacar las nunca obsoletas memorias del baúl palimpséstico de la(s) historias(s). Nunca olvidar es nunca dejar de producir ramificaciones de la memoria.

He leído y he llorado mis muertes. Mis propias muertes, que nunca olvidaré.

Anónimo dijo...

No creo que ni tu dolor ni tu compasión sean de la dictadura. La dictadura es una de sus múltiples causas. Pero sólo una más.
Si vos fueras un hijo de puta no sentirías dolor. Compasión, quizás. Dolor quizás también. No son por los sentimientos, sino por las acciones, por lo que los hijos de puta destacan.
A lo que iba, solamente, es que no hay que dejar que la dictadura dicte nuestros pasos, nos chupa. A los culpables, condena. Ni olvido ni perdón, por supuesto. Pero no hemos perdido la capacidad de acción. No está mal hacernos goethianos y pensar que comenzamos a ser con lo que hacemos. Arriesgando, exagerando, que somos lo que hacemos. Hagamos, por delante, por el costado, a pesar de la dictadura. No creamos que somos impotentes porque nos estaremos mintiendo. No nos enamoremos de la autocompasión. La muerte nos espera, es verdad. Pero puede que para el final del túnel falte mucho. No es lo mismo, no lo crean, pasar la vida tirados en la cama que moviéndonos.

PD: Tampoco los milicos son iguales a Antígona por tirar tierra sobre los muertos. Ellos tiraban para ocultar. Antígona lo hacía en honor del muerto. Para grandeza suya.

Anónimo dijo...

Bueno, Antígona, justamente, el derecho de los deudos a enterrar a sus muertos es lo que la dictadura les arrebata con el horror del "desaparecido". Seguro que Antígona llevaba un pañuelo blanco una noche lluviosa del 77' alrededor la la plaza de mayo.

Anónimo dijo...

Bueno, dos notas al margen.
Uno. A Cástor Y Pólux también se los conocía como "Los Dioscuros" Este nombre siempre me dejó a mitad de camino entre el respeto y la carcajada.
Dos. A Simónides lo salva el llamado de dos jinetes que luego desaparecen ¿Ya existía la resistance?