Yo a Felisberto
Hernández llegué tal como llegué a Topor o Balzac: porque estaba en la
biblioteca que heredé de mi abuelo. Que la heredé por defecto, quiero decir,
porque nadie más le siguió los pasos leyendo ni menos queriendo guardar esos
libros.
Entonces ahí
estaba ese libro, Las Hortensias, que leí en muy poco tiempo. Una edición de
Lumen de 1974 con una portada evocadora de pesadillas eróticas. O de simple
erotismo, que viene siendo una cara del terror, de sus atractivos y secretos.
Internet se usaba
para otras cosas, no para buscar información, entonces no supe más de él hasta
que muchos años después me topé con un canasto de libros en rebaja en un
supermercado. Había oído su apellido, pero no sabía que también era uruguayo. Y
nada más. Era una cajita con tres libros que me costaron lo mismo que un kilo
de pan y 1/4 de queso laminado. Luego supe que La Trilogía Involuntaria costaba
4 ó 5 veces más en librerías.
Me zampé en pocos
días los 3 libros. Mareado, impresionado y enloquecido. Me tomó tiempo salir
del laberinto intrincado que Levrero construyó, involuntariamente.
Pero falto a la
verdad. Acabo de recordar que había comprado La Ciudad en una feria al precio
de medio kilo de manzanas. ¿Por qué si apenas me sonada su apellido?
Seguramente porque leí su nombre de algún lado confiable. Probablemente en la
bitácora de Rodrigo Fernández. Sí, ahí debe haber sido. Fernández lee mucho más
y mejor que la mayoría, aunque no haga reseñitas ni pretenciosos comentarios.
Basta con leerlo someramente para darse cuenta de eso.
Tal como los
escenarios de Levrero, se puede entrar, pero salir cuesta. Quizás nunca se
salga del todo. Porque o es laberinto y residuo del sueño, o es una muestra de
lo cotidiano que a cualquier le pasa. En ambos casos se está en un laberinto
intrincado o demasiado evidente como para salir sin daño. La complicación es
lavar la losa, el aletear de una paloma en el patio, una ciudad que no acaba
nunca, los avatares y penurias de un cualquiera.
Un diario que sea
una bitácora de la disconformidad, o de preguntas sin respuesta. O de preguntas
cuyas respuestas no importan en lo más mínimo. Hay muchas preguntas en Levrero.
En forma de misterios o de terrores trémulos y sutiles. Pienso ahora que para
él mismo su escritura fue su laberinto. Que tuvo que recorrer los extraños e
involuntarios caminos del suspenso y misterio para decantar en sí mismo.
Avanzar fuera de sí para alcanzarse. Algo así. Narrarse al final a sí mismo, y
que eso sea maravilloso y brillante, enceguecedor y universal.
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