martes, 23 de enero de 2007

La lengua del marabunta

Ruperto de Nola es sin lugar a dudas uno de los mejores escritores vivos (1). ¡Qué manera de lograr el reencantamiento con lo que, tentativamente, podría ser llamado el patrimonio culinario shileno! De Nola no escatima esfuerzos lingüísticos ni literarios para dar a entender su pasión creciente por la comida. Pocos placeres más grandes y con mayores retribuciones que el de engullir delicias, aunque claramente hay otros. En The Pillow Book de Greenaway, una antigua geisha escribe algo así: «No hay placeres más grandes que los de la carne y de la literatura. Y de ambos he disfrutado grandemente.» Similar a lo que Don Ruperto logra una y otra vez en sus crónicas. Extremando los términos hay que decir sobre su escritura: no hay placeres más grandes que los de la buena mesa y las palabras que quieren mantener ése sabor en la boca. (Aunque bastaría ver El cocinero, el ladrón su mujer y su amante para hacerse reventar de delicias, de carne humana)

Por él se puede pasar de un momento a otro desde la delicadez de paladar que demuestra Proust en sus mamotretos, a una receta de trufas negras. Sin dejar de lado sus comentarios sobre En busca del tiempo perdido: ya que hay tantas y tantas páginas perdidas porque aburridas, llenas de frases encadenadas unas a otras y para que el ánimo no decaiga, simplemente hay que saltárselas de inmediato. Algo como lo que Joyce apuntaba sarcásticamente: «Los lectores llegan al final de las frases de Proust antes de que él termine de escribirlas.»

Él dice que Ortega y Gasset (Don José pone él) es un siútico, y que Nietzsche era un bárbaro. Y con razón en ambos casos.

Lo recuerdo en una entrevista televisiva compartida con un chef. Se lamentaba amargamente de la poca influencia que la cocina propiamente shilena, ha tenido sobre su literatura. Aunque de ese hoyo rescataba, obviamente, a la Epopeya de las comidas y las bebidas de Chile de De Rokha. Aunque es harto probable que algo dijera sobre las loas nerudianas al caldillo de congrio, pero es cosa que he olvidado.

Sé que hace varios años publicó una recopilación de sus columnas, y que debería ser reeditada, o hacer una nueva selección para que se le lea con un ojo, mientras el otro se contenta en guiar al tenedor sobre la presa de turno.

En vez de poner «sandwich» llega y escribe «sánguche». Se burla de los pueblerinos poniendo que son unos «palurdos zonales». Su uso de las palabras… escribe con ése ímpetu que sólo se le podría exigir a un autor decimonónico. Desprecia con todo su corazón (que evidentemente lo tiene en el estómago) los experimentos de la nueva cocina, donde más que comida se apunta a crear telarañas doradas que tapen la falta de raciones satisfactorias que dejen al estómago tranquilo hasta bien entrada la tarde. Aunque claro, también está ese giro que no agrada, el pensamiento latinoamericanista medianamente obtuso y fascistoide: del terruño, de la unicidad y dizque exclusividad original de este continente, del rescate de esos tesoros ocultos por mor lo foráneo.

De Nola me recuerda a Homero Simpson siendo crítico gastronómico. Ambos no tienen necesidad de bajarse los pantalones ante ningún chef de gran hotel. Comen porque aman hacerlo. De Nola escribe porque en cada frase se le va el apetito, que en él es indomable. De Nola, desde las cinco estrellas de la alta cocina —de la realmente deliciosa, de la que provoca siestas de cuatro horas, de la que arrebata el ánimo por las explosiones que provocan en el paladar y no por sus presentaciones flamígeras o colorinches— guía la lengua hacia los manjares que él ha probado en sus viajes, y los ojos por sus columnas, domingo a domingo esperadas por mí (2).



* * *
1. Esta primera oración me recuerda a Pailos.
2. Ruperto de Nola escribe en la revista «Domingo en viaje» de «El Mercurio».

lunes, 15 de enero de 2007

El fantasma de la máquina

Enséñeme a leer.
Explíqueme estas ideas que no son ideas.
Coetzee


Aparte de burlarse de muchas cosas —como por ejemplo del apellido Adorno, que nadie en su sano juicio puede cargar— Cortázar dedica unas cuantas páginas de La vuelta al día en ochenta mundos, a ilustrar cierta máquina, que él califica de “célibe”. Siento que no hay un mote más apropiado, si se toma también en consideración otra que señalaré con furor, con detalle inclusive.
Durante el siglo XVI en Italia, el ingeniero Agostino Ramelli, creó una máquina cuya única función era libresca. Se trataba de una enorme rueda hueca dispuesta verticalmente. Dentro de ella existían varios anaqueles (12 por poner un número), sobre los cuales se disponían ordenadamente los también inmensos volúmenes que por esos años eran comunes. Por medio de una palanca, el estudioso que estaba sentado frente al ingenio, hacíala girar teniendo frente a sí todos los textos que su labor requiriesen. Aquella estantería rotatoria es conocida como la Noria de Ramelli. No tengo noticia de su eficacia, aunque sí de un grabado de la fecha que la representa, incluida en Mundo libro del bibliófilo (y supongo que ocasional bibliotecario) Henry Petroski. Ahora bien, a pesar de lo anterior, hubo alguien que intentó construirla. Los datos son aquí difusos, incompletos, poco fiables: literarios. Un tipo del cual sólo sé que llamábase Jorge —antes inspector de pesca y posteriormente regente de una biblioteca del norte shileno— lo hizo. Tal cambio no ha de ser tan escandaloso. Baste recordar que a Borges lo cambiaron de bibliotecario a inspector de aves de corral en cierto período nada claro de la historia argentina. A pesar de sus reclamos, Jorge no pudo impedir el cambio: le arguyeron razones burocráticas, que les diera un tiempo para arreglar el evidente entuerto. Dicen, entonces, que una vez se perdió dentro de los archivos bibliotecarios. Cuando volvió a la superficie, si no de la vida por lo menos de la ciudad, venía con una imagen-proyecto prendada en la mente. Tampoco hay seguridad de en cuál libro halló la Noria. Pasa el tiempo, hasta que finalmente luego de muchos cuidados, finaliza la construcción de la máquina. Se ha preparado, y tiene consigo unos mamotretos con los cuales poner a prueba su artificio. Los dispone, se sienta frente a él, acciona la palanca, la rueda gira unos centímetros. El eje cruje cayendo de un lado. Jorge no reacciona como debería. Los soportes no fueron suficientemente fuertes como para impedir que la Noria cayese sobre el cuerpo del hombre aprisionándolo de espaldas al suelo. Nadie más estaba en su hogar como para ayudarlo. De hecho no volvieron hasta varios días después, cuentan. Solo en su patio trasero con el pecho presionado y unas cuantas costillas rotas, no podía despegar los ojos del sol que hace muy poco había aparecido. Pasan las horas, más de setenta y dos, al final de las cuales Jorge ha quedado ciego producto de su fallida máquina. Las dudas de quienes oímos tal historia son innumerables, enumero unas pocas:
—¿Por qué no se limito a cerrar los ojos?
—¿Cómo fue posible que nadie oyese sus gritos?
—¿Por qué antes de la ceguera no murió asfixiado? ¿Acaso la máquina no era enorme, ergo, pesadísima?
Adelanto que ignoro tanto las respuestas como lo que continua dentro de la vida del tal Jorge. Saber más equivaldría al periodismo de farándula, a ser un voyeur que se regocija de las piernas inoperantes de un lisiado.
Robert Coover, fuera de escritor fue también uno de los artífices intelectuales de la Internet, y todavía investiga las posibilidades del hipertexto, de la virtualidad narrativa. En una entrevista declara lo siguiente: «Quizás la manera correcta de leer el Ulises es con varios ejemplares abiertos sobre una mesa, a fin de ir saltando de capítulos sin necesidad de pasar las hojas, una experiencia semejante al hipertexto.» Ahora que poseo tal volumen, ¿caeré en la tentación tanto de comprar varios ejemplares, como de fabricar la Noria? Es obvio que no. Mis habilidades manuales tienden a cero (por no mencionar mi nulo poder adquisitivo). ¿Pero qué tal la sola posibilidad de tener ante sí ese ingenio magnífico? Se podría poner allí la obra de T’sui Pên y leer de una vez —saltando hacia atrás y delante— todos los senderos bifurcados. O La vida instrucciones de uso luego de aprender el manejo del cuadro matemático greco-latino. O Rayuela, sobre la que Coover dice: «Antes de la llegada de las computadoras, yo solía hacer juegos de narrativa con tarjetas perforadas. Y ese juego de combinatoria me fue sugerido, claro, por Rayuela
La máquina que refiere Cortázar, es un invento del Instituto de Altos Estudios Patafísicos de Buenos Aires. Se llama Rayuel-O-Matic, y como ya se vislumbra, no sirve sino para leer (acostado), tal volumen, por medio de distintos botones que hacen aparecer los diversos derroteros y posibilidades que ofrece tal lectura. Su uso es relativamente sencillo, no así su construcción supongo.
Estoy seguro que los comisionados sudamericanos de Jarry y la éternidad (sic) tuvieron en su mente a Ramelli y su invento, no así al encandilado Jorge y su réplica.

martes, 9 de enero de 2007

9 de enero. Loa cumpleañera en tono de cumbia.

Yo antes creía que la literatura era una labor redituable. Y que en buena medida sobrepasaba a los demás oficios posibles, por cierta «dignidad» y dizque supremacía frente a otros constructos humanos.

En 2002 entré a estudiar filosofía en una universidad cuyo título le queda grande. Luego de salir de una clase —en la que seguramente entregué alguna apreciación medio libresca y pretendidamente sesuda—, de pronto, me agarran por el lado y con un tono exagerado, o impostadamente callejero, pregúntanme: «¿Tú escribís?» Una pregunta que a todas luces es imposible de responder de primeras, máxime si no se escribe. No por lo menos como él sí lo hace. (Hace poco, una prima de seis años, mientras íbamos en el metro y yo leía a Proust de pie, ella mirándome sentada con sus piernitas colgando, hace que me sonroje ante su pregunta: «¿Por qué lees y escribes tanto?» Si lo conociera, si supiera, y si supiera sus piernas ya no le colgarían más).

Le respondí que sí. Por soberbia, como todo lo que hago. Le dije que apenas unos poemitas sueltos cuyo valor todavía no se los encuentro, más que como marquitas obscenas (porque atrevidas) en la bitácora de mi ego. Obviamente no le gustaron.

Más adelante, muchos meses después le entregué mi primer cuento. Parece que le gustó harto, porque decidimos a partir de él, hacer una novela que nunca acabamos.

Luego, cualquier día viernes de una semana cualquiera (aunque era noviembre y la primavera golpeaba fuerte), le entrego una página con diez preguntas a modo de entrevista. Completamos demasiadas carillas con las respuestas que se sucedieron, queriendo hacer como desconocidos lo que otros se demoran décadas en conseguir —o decididamente nunca.

Siempre, con o sin una piscola en la sangre, discutimos por quién es el mejor escritor argentino del siglo XX. Hoy y sólo hoy es Arlt. Antes y luego de hoy seguirá siendo Borges. Nadie habla de Cortázar claramente. Nuestros hijos se dividirán entre Fresán y Aira (porque Borges ya será un fáctum).

Chandler, Vian, Dostoievski, Papini, Céline, Arlt, Hammett, Vila-Matas, Ellroy, Bolaño, Chesterton, Melville, y mil más han pasado de sus manos a mis ojos. Maravillándome y haciendo que caiga una y otra vez, sorprendido por todo lo que está más allá de la superficie, de la tensión del líquido del volcán.

Y también he llorando en su hombro, dejándoselo lleno de mocos idiotas porque provocados por mi ciega confianza en la raza humana. Aunque él también ha dejado sus buenas dosis lacrimógenas en ropa que luego he tenido que quemar, porque sus fluidos funcionan como el cloro o como el alcohol de quemar: combustión espontánea, ardor de todo, pura destrucción y abazotamiento apasionado.

De a poco nuestras bibliotecas se van separando porque leemos demasiado juntos, porque una y otra vez el Divino Plan nos une en cuestiones aterrorizantes para quienes no saben el secreto de la estructura del mundo, para quienes no se hacen la Pregunta Fundamental cada mañana cuando despiertan. Se separan porque ambas trabajan como monstruos que devoran todo lo que está alrededor: su departamento pronto estallará, y a mí ya me dijeron que me marchara porque ésta es una casa y no una biblioteca. Entonces, dentro de poco, se unirán para siempre. Las bibliotecas-monstruo se mirarán el imposible rostro ululante, y se unirán en una copula que no desprecia la coprofagia ni la automutilación.

Cuando lo llamo me contesta: «¿Qué alegai?» O también, y con emoción: «¡Padrecito!» Y hablamos largo sobre nada, inventando personajes rurales que deben ir a dar la comunión a desahuciados luego de follarse a los monaguillos de blanco. Bueno, él fue uno de esos niños.

Aprender a reírse cuando se lee y escribe. Saber, de una vez por todas, que hay que levantarse temprano a luchar contra un teclado. He de confesar que sin desearlo, por un puro afán higiénico para con su hogar, hice volar la letra K de su laptop. Quizás, algo le quería decir: que Kafka está siempre a la vuelta de la esquina, que algún día podrá acabar El castillo.

Nos hemos visto caer, mas nunca levantarnos. Hay quien se regocija en el lodo que dicen, solamente está reservado a los cerdos. ¿Llegará el día del pináculo? Afuera gritan que no.

Lo veo (es un decir, una forma retórica de la imaginación) sentado sobre ese cubo rojo con ruedas, inclinado sobre su computador. Al frente, Santiago está recién desentumeciéndose, según se nota desde el noveno piso. Se ríe mientras deja pasar algunas tildes que luego, quizás yo, corrija, riéndome también.

Y eso habría que hacer. Ninguna solemnidad para este oficio libremente elegido. Todo se resuelve en un contorneo de idiotas frente a un altar iluminado por la luna, mientras el mar socava sus cimientos y, junto con él, todos nosotros caemos.

El día del pináculo nunca llegará, porque las olas son más poderosas desde que fue bautizado por la hermandad, sin quererlo, como Gernández.
Salud.