domingo, 31 de diciembre de 2006

Sísifo

1. Partir con Perec en enero y saber que justo se cumplían veinte años de su muerte. Descubrir a Bartlebooth y el arte de los puzzles.

2. Sólo dos libros birlados: Hegel y Christie.

3. Buena parte de los diálogos platónicos me miran cada vez que abro la puerta de mi habitación. Me reclaman atención, pero hay que vivir.

4. Ídem Proust. Que demanda demasiada atención pero que atrapa, por ser yo un copuchento, que quiero saber qué con Odette y Albertine y Gilberta. De puro metiche.

5. Los versos en inglés me exigen perfeccionamiento en ese idioma. Lo consigo medianamente, para poder leer a Milton y a Keats y Dylan Thomas. En el libro que encontré en una feria a cambio del billete más pequeño de por acá. Sus hojas delgadísimas exigen un gentleman.

6. Espero, con ansias, que el furor me domine durante enero y febrero, para poder escribir como lo hice el año pasado. En este caso, sí que importan las páginas. Una carilla de Word tiene cincuenta líneas si se utiliza Times en tamaño doce. En ella hay un promedio de setecientas cincuenta palabras.

7. Hay algo raro en el ambiente. Se siente que pronto pasará algo. Este punto lo escribo el día antes de navidad.

8. Luego de muchos años me han devuelto el útil mamotreto francés-español. La dedicatoria (dirigida a mi madre) lo fecha en el verano de 1974.

9. El Emperador Aira me ha conquistado, y no he opuesto mucha resistencia he de decir. Mejor para mi divertimento.

10. Mi mamá antes pensaba que podía sociabilizar. Y me inscribía en cursos de verano deportivos. Sólo ahora he podido decirle lo mal que lo pasaba en esos lugares, sin hablar con nadie, imaginándome en otros lugares, deseando escapar. «¡Y esto era lo divertido!» le dije, agitando a Proust en el aire.

11. Ayer por la madrugada, por un momento, me hundí en un hoyo oscurísimo. A pesar de la compañía. Dije cosas horribles que no hirieron a nadie presente, precisamente porque ya me había marchado hace mucho rato. Fui y volví, por eso escribo.

12. Si Borges hubiese sido cineasta, Peter Greenaway habría sido su asistente de dirección. Y su Pierre Menard sería Tulse Luper. El afán de las listas, de la clasificación exhaustiva es cosa que también comparten. Ah, y también cierto rasgo ucrónico.

13. Mal número. Cioso y Pailos lo perdonarán. ¿De qué lado de la cordillera estamos? Gernández dice: quien afirme que está delante es un delirante. ¿Qué confabulación astral nos conectó? Algo tiene que ver la constelación «Delivery» en todo esto.

14. Mi querido Lector Adolescente afirmó durante toda la madrugada de navidad, que yo estaba irremediablemente intoxicado de literatura (sic). Por ahí hizo un brindis por Parra junto a una chica. Dije que por lo menos elegía todos los días intoxicarme con lo mismo. Se burló de la musicalidad (sic) del nombre «César Aira», y festinó con él. Nadie entiende nada.

15. Qué extraño ha sido este año. ¿Qué significa el rayado «NE TRAVAILLEZ JAMAIS»? ¿Por qué de pronto no hay nada por hacer? ¿Dónde está la oficina de “Atención al Cliente”? ¿Se pueden concebir obscenidades de tal tipo? ¿Qué es lo quisiera decir?

16. Ayer lo pienso, hoy lo anoto: conocer la vida de Archimboldi o la de Luper es idéntico a hacer un paseo por todo el último siglo europeo. Entonces, ¿de qué se ríe el borrachito?

17. En un principio era el verbo... En un principio había pensado escribir dos mil seis entradas, de acuerdo al año que acaba. Pero no. Nunca acaba un año, siempre es otro distinto y opaco el que comienza cuando abro los ojos y recuerdo (sin que lo sepa) que hay que respirar.

18. No hay caso con nada.

19. Sísifo sabe qué es lo que he querido decir.

viernes, 8 de diciembre de 2006

Pornografía decimonónica

En Balzac, convengámoslo, falta acción. No hay muchas persecuciones en auto, ni edificios demolidos, ni magníficas conspiraciones que alteren el orden mundial. Pero sí hay mucho detalle, sobre todo hay detalles. El «sobre todo» hay que entenderlo de estas dos maneras: sobre todos los sucesos hay detalles, y, por sobre todo está el detalle. Que perfectamente puede iluminar, pero que en gran medida arrastra consigo el tedio y cerrar de sopetón el libro enorme de La comedia humana que me regalase hace un par de años Gernández.

Todo lo anterior puede ser aplicado a Proust. Por eso, y con mucha justicia, Pailos afirma que «la vida está contra Proust». Y esto porque ella se place en las generalidades, de esas mismas que Funes no podía captar. Y además porque tanto Balzac como Proust deléitanse con los detalles, y se ensucian las manos con ellos.
¿Podría realmente importar el color del raso que cubre el techo de la mansión burguesa de César Birotteau? ¿O los tipos de manjares que se consumen en casa de la Berma? Y de eso sacan toda una sociología, una tipología de la sociedad francesa.

Quizás, o, precisamente por ello la escuela historiográfica de Anales le tomó tanta importancia al obeso Honoré cuando se dieron a la tarea de documentar la Historia de la vida —dizque— privada. Necesitaban estadísticas, y la literatura balzaciana está constituida por ella. Recovecos de la conciencia que no son sino puntos de referencia en un bosquejo del mapa de todo Francia.
¿Interesa saber lo que hizo Bloom durante veinticuatro horas?
¿Importan los flatos y el origen de las manchas amarillentas en las sábanas de Reilly?
¿Quiero saber que Los Angeles es una ciudad para nunca visitar?
¿Sirve el recuento de los ciento diez asesinatos en Santa Teresa?

Detalles y más detalles que son un foco de aumento sobre ángulos que la mayoría no quiere visitar, ni siquiera saber que existen. Y en eso, la literatura se desenmascara y afirma que ella misma es una labor imperdonable, de hecho, execrable como la que más. Abrir un libro de Balzac comporta las mismas consecuencias que hojear a los diez años una Hustler o un manual de cirugía cerebral con ilustraciones a todo color.
Pasolini filmando Eugenia Grandet con John Holmes como protagónico.

¿Qué con los detalles estadísticos y pornográficos entonces? Tengo un lío enorme en la cabeza —se nota. ¿Dar detalles, sí, pero de datos que no existen, que se inventan para la ocasión? ¿Escribir de sucesos reales pero alejados del conocimiento específico del escritor? De ahí que Borges sólo escribiera sobre libros, y que en tal furor inventase lo que no pudiese justificar con una enciclopedia en la mano.

Escribir es entrar en la generalidad del lenguaje plano, uniforme y llano al que todos tienen acceso. Una escritura periodística. Escribir, en ése mismo lenguaje, dando cuenta de sus mismos recursos y límites equivale a ser moderno, o estar metido en la moda de parecerlo. Los trazos como palabras del horror de la respiración mecánica.

¿Simplemente dejarse de escribir, sobre lo que sea? Y en eso la tranquilidad de un problema menos. La cobardía me constituye, y sobre eso siempre quiero escribir. Para alejarla por un rato pequeño. Hacerle una mueca a la desesperación para que ella piense que no la estamos llamando a gritos, como sí ocurre.

«Los espíritus altamente analíticos casi ven sólo defectos: cuánto más fuerte la lente más imperfecta se muestra la cosa observada. El detalle es siempre malo.» (Obviamente, Pessoa)

jueves, 23 de noviembre de 2006

17 de noviembre+basta de Aira

1.

Geografía del tedio:
Una geografía demencial que emparenta al pueblito cordobés con la isla de R’lyeh donde el Gran Pulpo nos sueña. Y de esa geometría no euclidiana, pero que puede ser revelada: «en estas cuestiones topográficas, una larga costumbre terminaría por develarle todos los secretos» (Pág. 60). Como si todo Rosario no fuese sino un pliegue de la tierra de la Tierra, del barro que comen las gallinas mutantes que Martín sigue. Y en esos pliegues todo cabe, allí es el lugar del escondite perfecto. Si se quiere desaparecer, Rosario (con su aacento caantadito) es donde hacerlo. Y ni siquiera comenzarlo, porque en materias de desaparición ya principiar es volverse bruma (insensata o no, da lo mismo).

—Ya. Otra vez con Aira. Ay qué lata. Otra vez lo mismo, ¡ni que fuera Conrad (Józef Teodor Konrad Korzeniowski) o Simenon (Joseph Christian)!
—Pero si estaba tan rebarato pues. Pero bueno, oye, ¿sabías que en invierno las noches se alargan?
—¿Sí? ¿Y para qué lado?

¿Y qué es lo que se mueve horizontalmente moviéndose verticalmente? La respuesta es una metáfora, una explicación sobre las distintas suertes de la lectura. Porque leyendo nos movemos para los lados, pero también hacia arriba y abajo. Y yo te pregunto, ¿qué pasa con las referencias cruzadas a otros textos a las ideas de otros que a veces ni siquiera están inscritas como propias?

Si Aira escribe una página por día, entonces para leerlo hay que hacer ídem: una página por día. Eso dice Gernández al borde del colapso por el esfuerzo. Pero te pregunto: ¿y su Diccionario? Tu respuesta va a llegar en un plazo indeterminado de tiempo, que nos corta. Por más que queramos suturar la separación en la que nos movemos, nos caemos al hoyo una y otra vez. Eso ya se podría suponer de antemano. Pero todo eso lo sabíamos. Aunque no tanto como Gombrowicz escribiendo su curso de filosofía en seis horas y media. Pero él también es la escritura de los testículos a punto de explotar, como Borges, pero no la de Bioy-Casares, porque ya se sabe que era tan recaliente como Neruda pero sin el componente de imbecilidad ni demagogia.


2.

A propósito del nazismo: un discípulo de Heidegger, amigo del traductor chileno de Ser y tiempo (Jorge Eduardo Rivera), quemó una enorme pira de dólares en la punta del cerro Santa Lucía en Santiago. Y luego se abrió la tapa de los sesos. Eso, justamente eso, es el nazismo, la destrucción absoluta del capital dice quien cuenta la historia. La misma que relato el viernes 17 de noviembre cerca de las once de la noche por Cumming cuando me encuentro con Carlos Pérez Soto. Un excelente regalo de cumpleaños conversarle —escucharle— por varias cuadras, hasta que él se detiene frente a una fuente de soda y me dice que aquí vive. Yo sé que no es así, pero mientras le hago una última pregunta pide un churrasco, con un gesto que denota su familiaridad dentro del local. Creo que hasta el saludan.
Me regalan Plan de evasión de Bioy Casares.
También un habano.
Cuando voy de vuelta a mi casa, cerca de las siete de la mañana, veo a un hombre que le falta un zapato cruzando la calle.
La noche se convierte en día sin que nos demos cuenta, porque estamos dentro de una tanguería —según me dicen. En una pieza enorme sin luz. No quiero entrar a ella, pero luego de unos minutos está todo iluminado sin que haya luz, pero puedo verle el rostro a todos los que me acompañan.
Corre un porro, y la chica a la que abrazo cae dormida, mientras acabamos la cerveza que se nos hace poca.
Mientras espero el micro, toda una jauría me rodea. Pienso que en cualquier momento me van a atacar, sobre todo sabiendo que estamos (los perros y yo) frente a La Moneda, donde han sacrificado decenas de perros para cuando asumió Bachelet. Quiero caminar un par de cuadras para alejarme de ellos, pero noto que me siguen, así que mejor me quedo tranquilito hojeando mi nuevo libro. Los perros al parecer me protegen, me miran con buenos ojos, algunos tirados en el suelo y otros moviendo la cola yendo de un lado para otro. Hay los que persiguen a los autos, en una actitud suicida, pero no tanto como los de plaza Ñuñoa. Ellos han leído seguramente a Hume.
Recibo de regalo un capullo medio marchito. No sé de qué flor. (Luego sé que es de la misma planta que comimos en la calle un día, con unos pistilos con sabor dulce, como de miel)
Me deben otro obsequio.
Había mucha gente reunida con la excusa de mi cumpleaños. Dado el nivel de convocatoria, me perfilo como seguro futuro alcalde o diputado. No voten por mí. Aunque se los agradezco mucho. Faltó gente, siempre falta, pero los ausentes están muertos ya, o encerrados en manicomios.
Antes de despedirnos, le hago a Pérez Soto una pregunta que con P. pensamos (?) hace tiempo, viendo su libro Sobre Hegel: si se llegase a traducir, ¿se titularía On Hegel o Upon Hegel? En este caso la traducción es esencial. Mi Señor Pérez Soto sonríe con la ocurrencia, parece que no lo había pensado. Dice que todos sus libros son «On», pero que no es mala idea ése «Upon», que esa podría ser justamente la idea…
Me solazo releyendo las palabras que he ido colgando por aquí. Los cumpleaños siempre son ocasión de revisiones, absurdas porque nada cambia de un año a otro, y si nos ponemos pesados, nunca nada cambia. Un nuevo clic en el cerebro, el primer aniversario del concierto de PJ acá, unas cuantas nuevas cicatrices, falta de espacio en la biblioteca, ojos cada vez menos sensibles a la luz (relacionado con lo anterior obviamente), gentes que me miran, escribir con pie forzado (como si se fuese OuLiPo), pero más —lo que se dice más—, nada más.


* * *
Aira, Embalse. Emecé, Buenos Aires, mayo de 2003.

lunes, 13 de noviembre de 2006

Un trampolín como regalo de cumpleaños

1. Me sorprendo imaginando a Einstein explicando la teoría de la relatividad bailando can-can y luego fox trot, «en aquella memorable conferencia de 1905» según dice Perec.

2. Me dice un lector adolescente (que adolece de suficientes lecturas, creo) que Parra afirma que la novela no ve la realidad. Claro, seguramente porque la está creando.

3. Se le derrama cerveza a mi segunda parte de En busca del tiempo perdido. De la misma que tomo con una guapa chica punk en plaza Brasil. Pero Proust lo perdona todo, máxime si ella me ha mordido (I was bitten on the entrance, At The Drive-In).

4. Comprendo que lo que amo de El Chavo del 8 es justamente lo que mi abuela odia: la repetición hasta el cansancio de las mismas bromas, de las mismas situaciones.

5. Quise buscar a Bisama, pero me equivoqué de edificio de la universidad. Qué idiotez la mía.

6. Gernández se parece a Chino Moreno, o a un enfermo de paperas: las mejillas inflamadas porque le han sacado dos muelas —dizque— del juicio.

7. El padre de otra chica (también guapa) nos sorprende durmiendo en su sillón. Del primer piso. Ni siquiera follando. Entonces él dice: «¿Qué significa?», ni siquiera «¿qué significa esto?». Pinche pregunta la del caballero.

8. Encuentro otro libro de Aira a precio módico: Embalse. No me puedo llevar La hermana menor de Chandler.

9. Me llevo también uno de Pessoa: Mensaje. El único libro publicado en vida del autor. Tengo que dejar otro con sus aforismos fragmentados.

10. Volveré por esos dos volúmenes.

11. Tengo lentes nuevos. Deberían haberse demorado dos semanas mis ojos en “calibrarse” al mayor aumento de los vidrios. Apenas pasaron dos días para eso.

12. La oftalmología no puede depender de mis juicios sobre si con ése o éste otro lente veo mejor. Es necesario un criterio objetivo: para que decidan por mí, para que una máquina lo haga, sin errores. Para que pueda ver bien.

13. Gernández exagera, como siempre: no te vas a morir por una infección de los agujeros que te dejaron en la boca. A pesar de eso, estaré encargado de poner «Electric Funeral» de Black Sabbath cuando se vaya para siempre.

14. Dijo Pessoa: «Ningún comienzo es voluntario./Dios es su agente.» Y luego remata: «Dios quiere, el hombre sueña, la obra nace.»

15. Me han entrevistado para un documental sobre Violeta Quevedo. Vienen tres chicas hermosísimas a hacerlo. Habría sido un martirio elegir. Pero no me dieron la posibilidad de hacerlo.

16. Carla Cordua se pregunta, con esa lucidez de las féminas (y de los años): ¿de qué sirve la libertad en un mundo sin sentido? Uf. Terrible como la pregunta de qué es lo que significa.

17. El diecisiete de noviembre estoy de cumpleaños. Y las preguntas posibles las desconozco. No así las respuestas: hay que refutar todos los juicios, a favor y en contra, que sobre mí se han hecho. Imitando a Debord.

18. Dicen que David Copperfield ha desaparecido de la farándula mundial porque ha encontrado la fuente de la juventud. David Blaine y Criss Angel seguramente le envidian mucho.

19. ¿Qué pasa si John Malkovich se mete dentro de John Malkovich? Respuesta: nos terminamos viendo el ombligo lleno de pelusas y el universo implosiona. Y lo que viene después es inenarrable.

20. Ni las nubes son de marshmallow ni Fox Mulder murió al final de los X Files. Lo único cierto es que Dana Scully aún sueña con él. Como el Hombre que Fuma.

21. Tantas chicas hermosas, deseables, posibles de amar o rebanar el cuello con los dientes. Y se me acercan, ¿por qué? Quizás alguien debiera prevenirlas. (Muerte a las feromonas, y a la primavera también: porque se ponen menos ropa, y muestran las piernas pálidas por el invierno, y sus escotes, y con un poco de suerte los hombros y algo de la espalda).

22. Copperfield juega a ser Houdini, escapando de la muerte. Quizás lo consiga. Y en la espera, gasta millones de dólares con sus cirujanos plásticos.

23. Hay años que debieran desaparecer. Como la empresa de Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, pero que de verdad funcione. Borrar a las putas asesinas y a los dolores sin que quede ni siquiera la cicatriz.

24. El viernes cumplo veinticuatro años: «Como si el fondo del mar no fuese solamente un abismo, sino que en él existe un trampolín que nos devuelve a la superficie. Y otra vez todo de nuevo, porque ya se sabe, que lo que sube irremediablemente volverá a caer. Esto lo piensa a la orilla del mar en Lisboa, queriendo encontrar qué poder vender.»*


* * *
(*). Fragmento inédito. Como todo.

viernes, 3 de noviembre de 2006

La memoria de Lovecraft

Noto que noto sin demasiado entusiasmo la manera de usar Lovecraft la cuestión de la memoria. Tratándola efectivamente como una cuestión, algo problemático, pero que en todo momento es la única posibilidad de salvación de sus protagonistas.
O también notar cómo siempre el conocimiento es algo que nos lleva al desastre más enorme: el saber como el punto de no retorno y un nunca más enorme e iluminado pero al que indefectiblemente todos los protagonistas nunca toman en cuenta. Pero da lo mismo, porque no pueden hacerle caso porque su toma de posición respecto al conocimiento es la del académico, y en ello ya toda una postura, una thesis: la del escéptico respecto al valor de muestra de la verdad del conocimiento: todo occidente metido en el muñequeo del larguirucho de Providence.
Digámoslo así: yo sé algo, y de pronto me doy cuenta de que tales conocimientos superan con creces lo que cualquier ciencia pudiese darme por su lado. Este conocimiento antiguo y primigenio ábreme puertas (de la conciencia, a otros saberes más terribles) que no hacen más que llevarme a la locura. Una pérdida de cordura que es irrecuperable, de un momento a otro el pobre idiota se pasa desde la medianía de la normalidad hasta el extremo opuesto, pero no del exceso de razón, sino el de la falta, o el de una que apunta a objetos imposibles: una nube verde que se reagrupa formando un pulpo gigante (La llamada de Cthulhu), la jalea protoplasmática original (En las montañas de la locura), el color que cayó del cielo, los escarabajos de Yuggoth que se comunican por cambios de la coloración de sus cabezas (El que susurra en la oscuridad) o el Guardián entre las dimensiones (A través de la puerta de la llave de plata).
El coste necesario por saber es la locura inmediata. No es que existan cosas que no se puedan decir, sino que existe lo que no se debe saber. Nunca.
Frecuentemente me asusto cuando sé de alguna expedición que parte a la antártica a taladrar las gruesas capas de hielo en busca de quién sabe qué productos. Sé con la más grande certeza que hallarán algo que cambiará la historia humana en un segundo: los seres con forma de barril con una estrellita de cinco puntas en la cabeza que poseen un par de alas retráctiles que se esconden por sus costados y que en un lamentable descuido crearon a la raza humana. Pero a la vez que lo creo me tranquilizo ahora, por primera vez, al saber que siempre los protagonistas pagando el coste de cordura necesario, salvan a toda la humanidad de conocer lo que a él le hace perderse: «he sido un vengador y con mi acto ahorré al mundo un horror que, si sobreviviera, podría haber causado una insospechable devastación en toda la humanidad» (1).
Y luego de la nefanda aventura sólo queda el olvido, pero «los recuerdos y las posibilidades son siempre más terribles que la realidad» (2).
Todo esto podría ser así. Tomar a la memoria como un antídoto posterior e imperfecto para los horrores estelares. Morirse y junto con ello olvidar todo lo vivido: la metempsicosis como ejercicio mnemotécnico, con unas grietas y manchitas de sangre seca producto del calor del ataúd: «La memoria es un hotel fantasma lleno de pasajeros que se agitan en sus piezas recorriendo rutinas autorrecursivas, contemplando el infierno que se posa en las esquinas, el infierno que es aburrimiento, soledad, desespero, suspensión de todo tiempo» (3).

Posdata:
Al lector paciente y benevolente recomiéndole el siguiente ejercicio: compare usted el párrafo inicial de La llamada de Cthulhu de Lovecraft, con el inicio de la «Doctrina trascendental del juicio (o analítica de los principios), capítulo III: El fundamento de la distinción de todos los objetos en general en fenómenos y númenos», de, ya se nota, la Crítica de la razón pura (B294ss., en la edición Alfaguara).

* * *
(1). El ser en el umbral.
(2). Herbert West, reanimador.
(3). Álvaro Bisama, Caja negra, Pág. 88. Bruguera, Santiago, 2006.

lunes, 30 de octubre de 2006

26ª

Camino por la Feria del Libro de Santiago. Dice mi tía que hace décadas la Estación Mapocho recibía a los viajantes que venían desde el norte de Shile hasta Santiago. De pronto —rato después, solo— me saco un audífono de la oreja sebosa por alguna palabra clave que oigo por fuera, entonces atiendo:
«…Borges, en el vigésimo aniversario (…) entrevista exclusiva con su viuda, María Kodama. El homenaje al autor de El alep (sic)».
Entonces me vuelvo a poner el audífono y concuerdo conmigo en que no por tener voz cavernosa propia de locutor se tiene por qué saber que se pronuncia «alef» y no «alep». De hecho el tipo dudó antes de decir el título. Pero nadie a su lado estuvo para soplarle cómo debía decirlo.
Me dirijo al mesón de informaciones para —en vez de cansarme buscando local por local— consultar por libros específicos. Que dónde tienen En busca del tiempo perdido en la edición de Alianza. Una chica preciosa y simpatiquísima me atiende, me entrega un mapa de la Estación y un papelito con los nombres de las editoriales y su ubicación en coordenadas que debo desentrañar del mapa entregado. Quizás hiciese falta un GPS en estas circunstancias, pero llego sin complicaciones a mis destinos. En el FCE no está Proust. En el stand de una librería un vendedor con pinta de barra brava afirma que no traen de esos libros por ser muy caros. Por dentro me río porque sé que lo más vendido de esta Feria serán las Obras completas de Parra que cuestan más del doble del libro por el que pregunté.
El día anterior el jodido antipoeta había hecho esperar más de 1 hora a todos los que habían asistido al lanzamiento de la compilación. Tuvo que aparecer el también jodido Ricardo Lagos a explicar el atraso, a intentar calmar al público. Cuando Parra aparece apenas si habla, y su intervención se resume en pararse frente a un micrófono, todo despeinado (él, no el micrófono), y recitar de memoria El hombre imaginario. Parra declama los primeros versos y se calla, esperando que el público se vuelva loco. Quizás ya lo estaban antes de entrar al salón enorme donde una vez tuve bien cerca a Jodorowsky, y también donde nunca vi a Bolaño siendo entrevistado por Warnken. Cuando va saliendo, Parra le dice a los periodistas: «hace muchos años decían que yo quería ser el presidente de los poetas. Pero ahora digo que soy el poeta de los presidentes», demorándose en el juego de palabras sólo para que todos alrededor de él le celebren la gracia y se rían de su chochería, de su dizque irreverencia.
La búsqueda de la búsqueda del tiempo ido se demora más de lo previsto. Finalmente recorro toda la Feria en la cacería. Proust, descubro, también se dice Prost, y que muchos no lo conocen ni de pelea de perros, que no saben cómo escribir su nombre en la computadora que no lo registra, al igual que sus memorias. Algún vendedor me da una pista, que vaya a Arrayán, que ellos lo distribuyen. Vuelvo a informaciones. En Arrayán finalmente lo encuentro, y junto con el volumen segundo —A la sombra de las muchachas en flor— veo los otros cinco que ahora me faltan. Y también a Hesse, a Faulkner, y El largo adiós de Chandler y toda su propia biblioteca de autor.
Ahora tengo que buscar a la tía que me lo regalará por mi cumpleaños que se aproxima. Doy vueltas y vueltas por los pasillos mirando libros que no me interesan en su mayoría. Perú está de invitado en esta ocasión y me regocijo hojeando los libros hermosos de César Vallejo y de Martín Adán. Reviso otros versos de Westphalen mientras recuerdo que él sufrió el síndrome Bartleby entre 1940 y 1971. Ni miro los de Vargas Llosa.
En esta otra búsqueda estoy cuando de lejos, a un costado y por arriba del nivel del suelo, veo una cabeza llena de cabello canoso y largo. No le puedo ver el rostro a Kodama, pero los escasos kilómetros que nos separan hacen que me quede extático en el piso sólo para darme cuenta que la mentada conferencia de prensa ya había sido, y que ella ahora se marchaba despidiéndose de algunos asistentes. Suspiro (no sé por qué, quizás ni lo haya hecho, quizás le haya mentado la madre) y vuelta a caminar.
Quisiera completar la cuota monetaria que mi tía reserva para mi regalo, entonces busco otros libros. Quisiera también La serpiente de Aira, que está harto barata, pero que junto al pintor viajero es lo único que de él veo. Pero luego voy también a donde está casi todo lo de Anagrama, lo poco que llega al país. Me entretengo preguntando por Perec, queriendo tener dinero para llevarme por fin La vida instrucciones de uso, o El secuestro o Las cosas, pero todo es tan caro.
Comemos un helado de capuchino mientras hablo con mi prima de nueve años que ya lee más que yo a esa edad que saborea uno de chocolate, y eso me gusta, porque a pocos les gusta. A nuestro lado su madre que es mi tía conversa con mi hermana señalando a un punto indeterminado allá abajo donde la gente se mueve y mira libros. Apuntan a un joven que se ha echado un tomo a la mochila. Realmente espero que no lo pesquen, que cuando salga ninguna alarma lo delate. Porque todo es tan caro. Parece que el tipo se ha robado algo desde el stand de Ediciones B, que se ha llenado de dinero y de sorpresa luego de publicar Ygdrasil de Baradit, y que ahora hacen renacer a la editorial Bruguera. Y esto me da una alegría enorme, porque siempre pensé en Bruguera como quien piensa en el latín o el esperanto, algo un poco ido o presente pero como difuminado porque los libros que de ellos tengo son clásicos, colecciones empastadas y hermosas: una lengua muerta publicada en una editorial acabada. Eso pensaba. Pero por los extraños vaivenes del mercado ahora resurge y publican a la vez la primera novela de Ernesto Ayala —Examen de grado— que hace críticas de libros en el «Artes y letras» de El Mercurio todos los domingos, con esa fotografía en la que aparece él, tan siútico, como en una pose clásica de Hugo, él también, atormentado por el mundo, por las gallinas ponedoras y quién sabe por qué otras cosas. También publican la primera novela de Álvaro Bisama, del cual leo metódicamente su columna en que devora libros en la revista de los ídem. Antes de conocerlo ya me cae bien. He leído críticas encomiables sobre Caja negra, y me gustaría leerlo pienso cuando oigo por los altoparlantes que él junto a Ayala estarán firmando sus libros.
Es terriblemente penoso: Pablo Mackenna (famosillo farandulero, que estudió filosofía en Alemania, que dicen que es poeta, que se hizo conocido por estar entre los tres insoportables conductores de la versión shilena de CQC) está sentado en un taburete alto esperando que llegue la gente para firmar su librito 40 noches que relata su triste odisea luego de chocar su automóvil ebrio a más no poder y tener que pasar esa misma cantidad de noches en reclusión nocturna. ¡Ay qué pena! Y la gente lo mira y se sonríe porque lo reconocen de la tele y nadie se le acerca y las viejas cuchichean: «Es más bonito en vivo que en la tele». Lo mismo pasa con Marcelo Simonetti que vende millones porque salió del clóset. Pero se llena cuando aparece el autor de una guía astrológica para el próximo año.
En otras condiciones me habría demorado mucho, realmente mucho, en leer la novela de Bisama, pero aprovecho y lo compro y junto con Proust se alcanza justo justo la cuota de mi regalo. Tiene que estar a las seis y treinta firmando, pero aparece recién a las siete y quince mientras converso con mi prima lengüeteando el helado de capuchino que está tan rico. Lo dejo a medio terminar y se lo doy a mi tía que también le gustó, pero que no quiso comprar el suyo propio.
Me habla de Los Ángeles, de Ellroy y yo le digo algo sobre Hammett y Chandler; me cuenta de un novelista secreto de L.A. que escribe sobre detectives travestis, o algo así, o curas terroristas del medio este gringo; me dice que su novela es el opuesto a Bonsái de Alejandro Zambra, que ése libro es todo lo que él no haría en una novela: a pesar de lo mucho que le gustó y de la amistad que lo une a ése otro crítico y escritor. Creo que también habla del Fitzgerald crepuscular (y le digo que ni siquiera conozco al Fitzgerald matutino) y su relación con esa misma ciudad. Habla de Santiago, y de lo que entiendo es su lejanía respecto a ella, suficiente como para haber escrito sus Postales urbanas también sobre su Valparaíso y de la mano suicida de Tito Mundt. De pasada me cuenta que probablemente no publique en harto tiempo (un año o un año y medio) porque está medio seco luego de publicar este año ya dos libros; que sabe qué quiere escribir, pero que mejor no, que se tranquilice, calma, calma. Que también hace clases en una universidad jesuita de Santiago, de crítica literaria a alumnos de cuarto año. Que qué hago. Ya ha firmado hace rato la primera página de mi/su novela. Me despido, quizás lo esté molestando, pero quizás no, en los quince o veinte minutos de conversación sólo se acercó una niñita a que le pusiera la rúbrica a su ejemplar. De Ayala, ni rastros. Quizás hubiese sido mejor quedarme conversando con él un rato más.
Por mientras tengo a mi lado su novela casi acabada. Tiempo récord.

martes, 24 de octubre de 2006

Ahí va y llegó el hijo de Fernán

Está provisto de un aparatito balzaciano para poder leer los pensamientos. Porque según él mismo dice: “Resolví hablar en nombre propio porque no me puedo meter en las mentes ajenas, al no haberse inventado todavía el lector de pensamientos”. Y otros inventos cuál más útiles: un manojito de tuercas que permite envejecer a la gente en cinco sencillos pasos, en cinco fotogramas que hacen pasar a la víctima desde el pecho materno hasta la teta de la muerte.
Y por sobre todo, su odio es tan pero tan grande. Pero a no exagerar, porque sí que ama, o con precisión (y sin exagerar la nota): ama a su abuela muerta y a la Bruja, su perra ídem, y quizás a cuántas decenas más de muertos que tiene que cargar dentro de sí. Un cementerio móvil, cada vez más lento claro, pero móvil a fin de cuentas. Cuando lo entierren, cinco millones de otros muertos por fin van a tener descanso eterno. ¡Ah! Pero es que no lo van a enterrar, va a ser cremado por la Agencia Gayosso en el DF. El Rincón del Zopilote, del Cuervo, del Gallinazo (México, Shile, Colombia: para que todos entiendan, porque no sabe qué mierda pasa con el lenguaje que está cambiando tanto, cuando habría que saber que todo se reduce a problemas gramaticales. Por lo menos él lo sabe).

«Los idiomas son como las mujeres: cambiantes, insaciables, noveleros. Putas a las que cuando se les sube la confusión a la cabeza les da por tener hijos.»

Y no se quedan embarazadas porque sí. Como si todas las putas asesinas histéricas fuesen dizque la Virgen (tanto o más puta que ellas, que le prestó su agujero al Divino Falo). No. Porque ahí ya hay otro ganapán imbécil que les quiere meter el apéndice que le cuelga entre las piernas en esa caverna de la otra. ¡Cuánto se enojaba él con estas prácticas antiguas y perniciosas!

«Que eyacularan, pues, si querían, y si querían en el interior de una vagina; pero eso sí, que la dueña de la vagina se lavara, no fuera a ser tan de malas que la preñaran y nueve meses después le saliera, por el mismo hueco ciego por donde entró la babaza blanca, el hijo negro del Chamuco, de Nuestro Señor Satanás que en los infiernos reina, con cola y cuernos y una gran vara.»

Y esto tenía —por lo menos— algo bueno. Que podía darse muy bien el caso de que efectivamente naciese el Hijo de Satanás. Entonces era bueno: de un momento a otro la catástrofe se completaría y de la faz de la Tierra se irían todos los humanos: «¡Cuántas bestia bípeda entregada a la cópula! ¡Caterva! Habéis vuelto el planeta una colmena. Y entráis y salís, sacáis y metéis, zumbáis y zumbáis.» ¿Pero y los animales que tanto amaba? Probablemente también morirían, pero no tanto como para no poder volver a poblar el mundo libre, sin humanos. Y por ahí se acordaba de su rabia contra los musulmanes —«a los que habría que exterminar en una guerra santa con bombas atómicas que no dejaran de su religión maldita ni los huevos de las cucarachas»—, por lo mal que trataban a las dizque bestias, que en realidad eran ellos.

«Y los musulmanes. ¡Ay los musulmanes! Peste propagadora de la peste humana, que les cierran las puertas de las mezquitas a los perros. ¿Acaso se creen espíritus gloriosos estos cagones?»

Entonces por fin se desata la Guerra de las Guerras. Él lo decía cada mañana, se levantaba no preguntándose por qué el ente y no más bien la nada, sino que haciendo plegarias para que hoy India y Pakistán se pusieran a tirar bombas atómicas, y que por otro lado China se levantara contra Estados Unidos. Y rogaba (yo lo vi una vez) porque con eso se borraran por lo menos unos tres billones de humanos. Irresponsable pero certero.

«—Maestro, si usted pudiera volar el mundo hundiendo un botoncito, ¿lo hundiría? —le preguntaron.
—Sin dudarlo ni una bimillonésima de segundo —les contestó.»

Ateo, apóstata y blasfemo. No economizaba en improperios contra el dios que fuese. Amarillos, negros, italianos y todos son unos hijeputas. Que se quedaran rezando y babeando si lo deseaban, pero que después no lloraran si los alcanzaba la desilusión, cuando se cumpliera una de sus esperanzas: «quemar el Vaticano y la Kaaba bajo las barbas mismas de Dios o Alá.»
Y todo se resumía en gritar con rabia y que las salivas espumosas cayeran donde debían. Y si a otro le caían, pues culpa de él, que para qué se ponía entre medio. A no defender a nada ni a nadie, y por sobre todo, no defender ninguna tesis, que en cualquier momento se convierte en dogma, y se construye otro Vaticano más infecto que el actual —si es posible esto claro.

«La Iglesia, güevón, no es una colectividad religiosa sino un “ente” económico-político, con bancos, barcos, aviones y todo tipo de intereses terrenales. Lo único que le falta hoy al Vaticano es montar una cadena de burdeles con monaguillos.»

Y aquí (en todo él) se nota una nota de don Pablo, el único Pablo que importa. ¿Escobar Gaviria? Que no, ése era otro hijeputica que no podría haber nacido más que en Colombia, un cabrón del que por suerte su abuela se había librado de conocer, de tener que respirar el mismo aire. No Gaviria, sino De Rokha. Por ahí quizás estaba su parentela perdida, rabiosa y gritona. Toda una tradición que viene desde Aristófanes riéndose de Sócrates, Voltaire de Leibniz, y De Rokha expulsado del Seminario de los putos católicos por leerlo. No hay caso con nada, y todo indica que él lo supo.
Le quedaba el consuelo de que por lo menos la vida es un accidente, y de que nadie es preciso: el único derecho inalienable, el único derecho humano es a no existir. Por lo menos la muerte es todopoderosa.
Eso sí era existencialismo.

«—¿Y Sastre cómo era?
—Bajito, flaquito, feíto, de gafitas redonditas de carey.
—¡Pues cuántas guerra no dio el maldito!»


* * *

Citas tomadas de La Rambla paralela de Fernando Vallejo. Alfaguara, Bogotá, 2002.

martes, 17 de octubre de 2006

A César, lo que es suyo

El 25 de septiembre César Aira visitó Shile. A propósito de una conferencia sobre qué novela te llevas para el siglo XXI, para una isla desierta como la de Lost, si mañana te mandaran a Plutón (minimizado planeta lovecraftiano) porque la Tierra se derrumbará o algo así. ¿Una catástrofe y hay que pensar en llevarse un libro, elegirlo de entre todos los amados de la biblioteca? Joder.
Visito a Gernández para que me acompañe a su exposición. Aparte de la estrella en tour, está también Rafael Gumucio y Raúl Zurita. Me importaba una mierda lo que ellos se llevarían en su valija para el siglo actual, pero por ellos mismos ya sabíamos que estaría totalmente abarrotado el local, sino de sus lectores sí de jovencitos más jovencitos que nosotros. Gernández decide no acompañarme, y yo por eso decido no ir, por vergüenza, porque el nerviosismo me comería cuando quisiera saludarlo, para que me autografiara uno de sus libros que tengo. Como si él fuera una estrella de rock y yo un fan adolescente y a punto de desmayarme cuando asoma su cabecita por la ventana del vigésimo quinto piso de su hotel.
Esa noche ocurren cosas muy extrañas en el departamento de Gernández, y al día siguiente también. Quizás fuera bueno olvidar ciertas cosas.
Dos semanas después visito un supermercado que huele a esos químicos que sueltan para que de hambre. Lagos Correa me ha avisado que allí en unos mesones y dentro de unos carros de compras hay centenas de libros a precios irrisorios, él se compró La Eneida de Virgilio. Llego al frente del mesón y el primer libro que veo es Las noches de Flores de Aira. Me río por dentro y quizás hasta por fuera pero no me escucho, metido como estoy en los vaivenes de la música del iPod. Lo pongo bajo mi brazo y me sumerjo a bucear en los demás libros, rescato a Vallejo, Fernando no César. Pienso, recuerdo, que alguna vez prometí no leerlo nunca, a propósito de unas palabrotas que dijo contra Balzac. Que si sigo así acabaré leyendo hasta a Dumas.
Libros por kilos, como el esposo de Cesárea Tinajero le compraba: y ella lo leía todo.
Qué preciosa novela pensaba cuando aún no la terminaba. Los chicos en sus ruidosas motonetas recorriendo las calles del barrio Flores, las que tan bien (también) conoce Aira, repartiendo pizzas, y la pareja de ancianos de Aldo y Rosita Peyró caminando y haciendo lo mismo en tiempo récord. Todo muy bonito, con esas digresiones absolutas e idiotas, circunstanciales respecto a nada o a las conversaciones a la entrada de Pizza Show, o la lógica de los motoristas para ir siempre a contrapelo de la dirección única de las calles: sus planes a priori para lograrlo, y el misterio del camino de vuelta.
Aparece Nardo, un monstruo con alas de murciélago y pico de loro que les habla a Aldo y Rosa. Y de pronto —cuando ya sabía que Aldo es medio sordo—, se sabe que Rosa es ciega y que por eso no sabe cómo es ése enano con zapatitos plásticos rojos.
Entre medio de todo se mueve la trama oculta pero primera del secuestro y muerte de Jonathan. Un nombre que a los argentinos les parece tan flaite como Alexis o Bryan. Y el amor secreto de Walter por Diego que cree que él es el mito de la chica disfrazada de hombre que corre más rápido que cualquier otro motorista. Hay también una exposición acerca de los GPS y de la increíble cantidad de ellos que hay en Buenos Aires.
Y siempre, por sobre todo, la barbarie argentina de la crisis, de los hijos de puta que nos andan cagando día por medio. Y Aira pone: «¿Habrá historiadores de la crisis?» Y sus personajes principales serían las bandas de jóvenes, los secuestradores, los mendigos sacando de la basura la comida de los McDonalds, que ignorantes ellos, ya era basura antes de ser desechada.
De pronto todo se enreda y se vuelve confuso, porque hay un corte brutal que no deja ver bien. Hay que volver a abrir los ojos y decir que se está leyendo otro libro, otro tomo de la misma obra. Y ahora sí todo es clarito.
Qué novela más horrorosa digo luego de proferir innumerable improperios contra Aira por escribir como escribe. Zenón aparece y promueve el movimiento (judicial). La verga de Rosita metida en una cabeza muerta. La escultura que no son sino unas palabras: «Mientras José y María experimentaban por primera vez el sexo anal, Josecito, que desde el cuarto contiguo oía los gemidos, acariciaba la cabeza cortada de su hermano muerto». Qué perturbación del ánimo puede llegar a provocar cierta ordenación de unos caracteres negros. Qué terrible que esos signos puedan moverme más que un niño que vive bajo un puente rodeado de perros que lo violan.
Como beber y beber y pasarlo bien, y de pronto el bar comienza a girar, y el estómago duele y ya viene, ya viene el vómito y llega cuando no alcanzamos a llegar al retrete. El dueño nos patea y saca, y afuera las estrellas nos iluminan, «y esa noche hubo una reacomodación de las estrellas en el firmamento y se formó una constelación nueva justo encima de Flores, en la que muchos quisieron ver los recorridos de las rutas llevando pizzas, y la llamaron la constelación “Delivery”.»

martes, 19 de septiembre de 2006

Anacrónicas

«Nunca se está demasiado agotado para tener ocurrencias oportunas»
lactancio

Who needs action when you got words
Meat Puppets, Plateau


En una de las infinitas posibilidades del futuro abierto, Gernández y Salgado decídense por fin a hacer algo productivo por y para el mundo, sin darle tiempo ni espacio a una posible opinión suya. Cuales doctores Frankenstein, buscan por toda la comarca —primero con avisos en los matutinos, y luego ya decididamente en las calles— a las mozas más adecuadas para su misión. Ven en ellas lo que de corriente se ve. En ellas buscan las cualidades morales, el talante intelectual y el porte esbelto de quien sale a la cacería de la madre de sus hijos por venir.
Quizás se pareciesen más a un Herbert West pornógrafo, todo hay que decirlo.
Han recorrido escenarios de pesadilla. Campos abiertos que se parecen a El Chile, pero lleno de otros cadáveres: las máquinas todo lo copan, hasta donde los ojos pueden alargar sus aristotélicos tentáculos: suerte de Mad Max. Alguna vez creen divisar a lo lejos a Troika revestido de una túnica calipso creyéndose Virgilio: tras él toda una cáfila de cocinas quemadas y de lavadoras oxidadas, que quizás, le rindan pleitesía.
Animados —eso sí, ahora también— por cierto fuego erótico, invierten más del tiempo prefijado para tal fase del proyecto total, gigante, completo y complejo que tienen en vistas: una mirilla pequeñita que tiene tras de sí un telescopio enorme y bruñido, pero que tiene un visor enano que contradice toda la construcción que la soporta, y que quizás a dónde mire, a qué desiertos, a qué libros cerrados —o derechamente nunca abiertos: «Ése sería el paraíso, allí está el lago de fuego» vociferan a dúo.
Los estudios anatómicos no les son ajenos. Han debido tomarlos a propósito de esta primera sección. Gernández ha sufrido mucho con la desmenuzación teórica del cuerpo humano, que a él, se le antojaba siempre henchido de un honor y orgullo que superaba su mera contingencia material. Para el otro ha sido labor sencilla tal aprendizaje.
Durante semanas la común fortaleza ha sido invadida por doncellas venidas incluso la Tierra Allende la Montaña (enviadas por los corruptos emisarios reales, Sir Pailosías y el marqués de Zedicia); desde los campos de las Chicas Cerdas, y de las Jóvenes Coloradas también arriban mozuelas. Se diría que el trabajo no podría ser más placentero. Y en poco más coinciden ambos confabuladores. Se intuye la tensión ególatra para el lector atento. El desastre —entre ellos— es inminente. Y en todo caso, ya lo había dicho la Vieja de Blanes, cuando —en medio de la recepción en que Gernández y Salgado agasajaron a todos los magos y brujas de la región para tener consigo sus favores—, acabando su empanada de manzana, amenazó a los anfitriones diciendo: «¡Frutas podridas no! Hácenme mal al píloro!», para luego desmayarse y ya nunca más levantar cabeza: en todos los sentidos posibles.
Esto se tomó como un mal augurio. Pésimo, en el dictamen generalizado y sabiondo del oráculo. Pero los pérfidos no estaban para guasas, y así lo hicieron saber cuando iniciaron con el proyecto.
Ahora, el intríngulis pasaba por algo más cercano a la idiotez que a los teoremas relativos a su labor. Un pequeño punto que ambos habían dejado de lado, sabiendo que traería problemas resolverlo. Cierta mecánica del acaso se dejó que operara en la cuestión, pero tal no ocurrió. El azar apenas si inmiscuyó su nariz pringosa, como cuando creían tener frente a sí a la candidata perfecta y luego cayeron en cuenta de la grave enfermedad viral que sufría lo que hacía imposible la concreción del proyecto con ella. Por lo demás, de harta falta se echó a la garrita de goma de lo improbable, ella habría sido quien dirimiese el problema que se tenían entre manos (o mejor: entre piernas) los conjuradores. «Como si la casualidad poseyese la sabiduría salomónica» pensó alguno.
Si el problema posterior, de criar al niño, darle la enorme biblioteca de un hipotético abuelo de sajona sangre: libros encuadernados en pieles suaves y brillantes siempre, hojitas de Biblia que más llamaban a devorarlas que a leerlas («¡Bah! Dos modulaciones de lo mismo» decía Salgado), la certeza de siempre hallar el volumen referido por otro, y en esa certeza otra: la posibilidad de la totalidad de los libros necesarios, necesarios: «Cierta clausura de la lectura posible, una catedral ya acabada, una tumba ya cavada» puso Gernández en el Borrador Brujas v5.0 (Pliego tercero). Si —decíamos— esos problemas ingénitos al hecho del niño estaban de antemano superados, no así lo estaba el hecho mismo de la engendración. Y no por lo que pudiera pensar ahora el lector ladino y con mente calenturienta, sino por algo que el mismo lector pudiese intuir. Si ya estaba hecha la mezcla áurea de los fluidos seminales perfectos, el problema residía ahora en que, como es sabido, la excitación nerviosa que provoca el enamoramiento cuando no el mero deseo libidinoso, hace propicia y beneficiaba en grande forma toda nueva concepción uterina: ¿quién se encargaría de tal trance?
No es el lugar para explicar las más que difundidas teorías (o meros chismorreos de conventillo) que avalan tanto a uno como a otro como ganadores en tal competición sexual. Ni siquiera —aventuro mi hipótesis— ellos mismos lo saben con certeza.
Hacer lo mismo que Flaubert con Maupassant. (Pero nunca buscar lo que dice Vila-Matas que le sucedió a cierto joven cuando conoció a Grombowicz). Un giro al revés en el tornillo de la historia de la escritura, ponerle una firmita otra en el lomo de la bestia: otra muesca, unos pelillos menos. Todo siempre y para siempre tan nimio, tan mínimo; y con esto, arriesgo otra lectura: justamente eso los tenía cansados. No sólo a ellos, sino a toda la comandita de genios que los ayudaron en la tarea. La lista es extensa y no falta de inconvenientes para el lector actual, poco dado a la memoria y tan cercano a la desidia.
Crearlo —al niño— para nada más que ser escritor. Salgado citaba febrilmente siempre la certeza del pequeño Georgie: «Desde pequeño supe que mi destino sería literario». Cabría entonces decir lo mismo del engendro de ellos. O necesario el afirmar que tal sentencia era válida sólo en la medida de las fuerzas de los padres y sus propias intenciones y destinos literarios probables.
En esto, Gernández tampoco olvidó el dictamen del César, que airado, dijo una vez ante la pregunta de qué se necesita para crear a un escritor: «una enorme biblioteca, y una muy eficiente estilográfica». La historia transmutada en mito nos lega que tal útil fue concebido en mithril.

Los resultados se contradicen unos con otros. No habría posibilidad actual, ahora, de saber por dónde aventurar las consecuencias del proyecto necio que alguna vez también quiso devolver a la vida a Belano y Lima, al Lihndo Hermoso, a Erdosain y a otros que ya fueron olvidados, quizás, injustamente: el dictamen de la historia siempre es errático. Quizás el hombre enorme, con bigotes grasosos, gorrito verde de cazador de patos y ferviente lector de Boecio que resultó del experimento pueda darnos algunas más pistas sobre todo esto.
Quedémonos con eso. O habría que soltar de una vez el timón, y con ello, romper los velámenes: la codicia, cuya máscara es el fondo abisal, espera con ansias a Gernández y Salgado.


B.A.B.E.L. (Brigada Anti Blog de Elucubración Literaria)
Quilimarí, 16 de septiembre de 2006

martes, 12 de septiembre de 2006

11

Quizás sea demasiado(1). Pero he recordado, viendo primero a mi hermana hacerlo, la escena en que estaba cuando era niño y comía con fruición (casi sexual) naranjas espolvoreadas con azúcar. Cientos de granitos. La he visto y me he recordado en el segundo piso de la casa de mis abuelos paternos: casa que pronto pasará a otras manos. Tirado sobre una de las tantas camas de ese piso, justo sobre la que daba a la ventana, bajo la cual hay —todavía— un parrón deficitario, que cuando daba uvas, eran verdes y con una piel insoportable al gusto. Tirado de espaldas sobre la colcha, poníale azúcar a la naranja previamente partida en dos. Hoy he recordado con mayor precisión esos momentos de infancia y he dudado si escribirlos aquí. ¿Habría otro lugar más preciso para hacerlo? Inventar otro texto cuya excusa sean estas líneas, pero no, poner aquí algo así como lo que Proust habría sentido si hubiese comido las naranjas tal como yo lo hacía en esos años. Probablemente chorreara el jugo por mi rostro, y de seguro no me importaba en lo más mínimo. Me gustaba mucho la sensación del azúcar como lija sobre mis labios (o las mejillas si el furor era mucho).

¿Qué hacía mi abuela en esos momentos? Doy casi por sentado que estaba en la cocina preparando el almuerzo, que, hasta en estos días, sírvese en esa casa a las puntuales 13 horas con 30 minutos. Costumbre que me agrada hasta el hartazgo, que yo mismo trato de repetir, y no por la hora, que se me antoja «a.m.»(2) sino por la sincronía entre el almuerzo y la transmisión del noticiero de mediodía.

Probablemente ese día de las naranjas jugosas fuese un martes o viernes, días de visita a la feria. El día viernes ella estaba harto más lejos que el martes. Pero era generalmente ése cuando yo acompañaba a mi abuela, no sé por qué, si cuando me quedaba con ella era casi por toda la semana. Me quedaba a veces todas las vacaciones de invierno con mis abuelos. La sensación de acompañarla a la feria era —y sigue siendo tal como recuerdo, como me alcanza ahora— incomparable en emociones para un niño: me llevaba a desear siempre algo nuevo que la feria pudiese brindarme: un nuevo juguete siempre y en todos los casos. Igualmente cuando visitaba los días domingos la feria Bellavista junto a mi madre y tías, feria, mejor dicho, feriantes que he vuelto a ver hace poco, un día jueves cuando me dejé caer por la calle donde también los martes hay feria. En esa feria trabajaba la familia de un compañero mío de colegio en básica. Francisco Aceituno. Por regla más que general lo veía ahí junto a sus padres. Muchos otros recuerdos de él no poseo porque no era parte del grupo con los que me juntaba dentro del curso. Él era más bien huraño, tanto con el curso como conmigo —no sé si específicamente conmigo. Ahora que lo pienso quizás sí lo era en particular conmigo. Me parece que no mucha gente más sabía que su familia dedicábase a esa labor. Mi madre a fuerza de insistir había conseguido hartarme con todo el discurso aquel de que cualquier trabajo bien hecho valía la pena llevarlo con orgullo: «Sea basurero, pero sea el mejor basurero» me decía repetidas veces en esos años. ¿Le habría gustado la idea de que lo fuese realmente? ¿Qué habría dicho si le hubiese comunicado que sería escritor y que con ello obtendría dinero? Parte de su retórica pedagógica se jugaba en hacerme comprender que tenía todas las posibilidades abiertas, en eso que tendenciosamente, llamamos «futuro», y creemos en él máxime si el hijo apenas alcanza la década de existencia —y además asiste a un colegio católico y etcétera y etcétera. El recuerdo general afirma que nunca me importó a qué se dedicara la familia Aceituno, de ahí que la insistencia materna llegara a hartarme, eso sí, sin nunca yo declararlo. Cuando me reencontré con ese sindicato de comerciantes de la feria los pasos fueron así: primero vi en sus delantales el nombre «Bellavista» y recordé de inmediato la feria que visitaba cuando pequeño, para después en mi recorrido atento, ver fugazmente a Aceituno, enorme y gordo. Mi madre preguntó por qué no le dije algo. ¿Qué compartíamos aparte del hecho de asistir al mismo colegio cuando pequeños? Nada más. ¿Le habría dicho que esa feria cuando niño se me presentaba como la novedad dentro de toda la semana?: el hecho de ir a ella y regresar a casa siempre con un nuevo juguete de plástico, un carrito de bomberos pequeño, un camión de la construcción o algo similar. De seguro él no lo habría comprendido en absoluto, de seguro todos los domingos para él no tenían ese encanto porque debía acompañar al trabajo a su familia y trabajar también. Labor que de seguro hoy continúa.

En el caso de las visitas a la feria con mi abuela, éstas poseían una mecánica similar. Pongo específicamente «mecánica» por lo reiterativo del proceso: nuevos juguetes. Hubo unas «antenitas de vinil» y un «chipote chillón» del Chapulín Colorado, idénticos a los de la televisión. O de los mismos autos plásticos y de colores que me compraba mi madre los domingos. Con respecto al tema de los juguetes, acabo de caer en cuenta que hay otras relaciones que no me eran visibles en ésa época. Porque mis abuelos tenían un local en un persa donde vendían, precisamente, juguetes. Tenían montones, y cual más deseado por mí. Hubo uno en especial, que nunca pude tener, y por más que lo desee una vez que el negocio había ya acabado y él se mantenía arrumbado en una pieza de la casa, no pude conseguir. Era una reproducción del antagonista de Optimus Prime de la serie «Transformers», uno que cuando llegaba la hora de la batalla, convertíase en pistola. A pesar de que tuve muchos de esos juguetes cuando pequeño, el nunca poder tenerlo es cuestión que me molesta(3). Conseguirlo ahora, cuando hay legiones de idiotas buscando el paraíso perdido de su infancia televisiva, es tarea sino difícil, por lo menos muy cara.

A la llegada de las compras, entonces las naranjas. Había también en esos días —o semanas— en que me quedaba con mis abuelos, una práctica que me llamaba mucho la atención. Se trataba de un tipo, el «casero» que visitaba el pasaje de mis abuelos en su auto, un Fiat 600 repleto de mercadería: desengrasantes, detergentes, atún en lata, tallarines, jabones, porotos. De todo. Al parecer debe haber dado, lo que ellos llaman, «facilidades» de pago, y no lo digo solamente por el conocimiento que ahora tengo sobre esas formas de comercio sino también por el recuerdo vago de alguna ocasión en que mi abuela no llevó nada pero igualmente le entrego dinero al hombre del auto. Qué exquisito el olor de esa mezcla, de detergentes y alimentos embolsados, aún me gusta cuando paso frente a esos carros enormes que poseen esos comerciantes en las ferias que visito.

En el caso particular de las visitas a casa de mis abuelos, había otro componente que me atraía, tanto o más que aquello de la feria —no lo podría decir con seguridad ahora. Se trataba de los almuerzos a que me acostumbraba mi abuela: siempre contundentes y siempre lleno de esos elementos que las madres no son muy dadas a brindar a sus hijos cuando éstos son pequeños (en la esperanza de que no sean mañosos, o mejor dicho, queriendo que cuando sean invitados a otro lado a comer no dejen en ridículo la educación que se le ha dado al pequeño monstruo): papas fritas y bistec en mi caso. Y además, los postres, que eran cosas que esperaba con ansias. No se trataba de cuestiones preparadas por mi abuela, y quizás ahí estaba el imán, porque eran postres envasados de Soprole: jaleas o flanes o sémolas con leche (con salsa de caramelo que estaba al fondo, y había que romper la sémola para verla, y destruirla completamente para mezclarlo todo). ¡Ay los almuerzos de mi abuela! Bistec con arroz como sólo a ella le queda, y papas fritas enormes y blandas, con una ensalada de tomate con ajo. Tomate que idealizo pensándolo como siempre delicioso, incluso en invierno cuando lo que menos tiene es sabor. Todavía me da esos manjares cuando la visito, cada vez más espaciadamente. Eso es lo lamentable.

* * * * *
1. Por impostar pérfidamente otras voces, por presentárseme esta idea como un apéndice a los recuerdos culinarios de Proust. Eso y no otra cosa subyace en En busca del tiempo perdido. Bien lo sabe Don Ruperto de Nola. Las magdalenas mojadas en té o las naranjas con azúcar. Cf. «A la manera de Proust» de Sábato (aparecido en el suplemento Babelia del diario “El País”, Madrid, 4 de marzo de 1995).

2. Media, y hasta una hora después, está bien. La cosa sería no llegar nunca a las 15 horas sin haber almorzado ya. Aún hoy me molesta cuando almuerzo a esa hora, sobre todo cuando esa hora depende de mí. Tenía en la infancia un vecino y amigo cuya familia siempre almorzaba a horas tardes. En mi casa siempre se bromeaba con ellos y su hora de almuerzo, siempre de manera soterradamente peyorativa —desde la forma de decir de mi madre. Esas no eran horas para almorzar simplemente.

3. Aún mantengo en mi poder, y desde aquí lo veo, un automóvil naranja, un robot que se llama Willie, tal como uno de los cientos de gatos que pasaron por la casa de mis abuelos. Le pusimos así, precisamente por el color de su pelaje. Seguramente yo lo bauticé.

miércoles, 30 de agosto de 2006

Por el despeñadero de Swann

Veo en un blog la imagen de un manuscrito de Hume. Dear sir. Your more obediens humble serviour. David Hume. 8 of July 1766. El mejor filósofo gordito que ha dado la historia. Que le creyeron seguramente loco por mandar a la cresta todo lo que pudiera ser llamado causalidad. Un acercamiento ligero a Leibniz, al íntimo reloj de movimiento que cada ente mantiene. Qué lata.
Subrayo: como si una mesa cualquiera, ésa que tiene usted frente a sí, de pronto cansárase de su estática insistencia y convirtiérase en un elefante. O en algo grandiosamente distinto, una trasformación a la antípoda. Como toda transformación debe(ría) ser. Las cosas se mantienen en su tranquilidad, se quedan una y otra vez tal como las conocemos, como las reglas lo mandan.

«Esa inmovilidad de las cosas que nos rodean acaso es una cualidad que nosotros las imponemos con nuestra certidumbre de que ellas son esas cosas, y nada más que esas cosas, con la inmovilidad que toma nuestro pensamiento frente a ellas.»
Pág. 15

Y esta cama donde me apoyo se me queda pegada entre los pliegues de la piel, y no puedo despegarla sin auxilio de anestesia. Me quedo yo en ella porque no hay una diferencia radical entre nosotros. ¿Podría enamorarme de ella? O enamorarse de un sillón enorme, con los resortes apuntando hacia Plutón que ahora es ya no más. ¿Qué diría nuestro maestro Lovecraft de esto? Él estuvo cuando dejóse instalado a esa roca como planeta, y escribió que desde allí venían los Mi-Go, desde Yuggoth, congelada mole que deambulada robando fuerzas G, masas opuestas y órbitas. ¿Quién está que diga algo ahora, en este momento sobre el enano erradicado?: Gernández, pronúnciese. Que Cthulhu durmiendo espera. El monstruo marino enorme cual Leviatán verduzco con alas y escamas y millones de tentáculos tampoco puede huir de la mecánica de seguir con los párpados caídos, viéndose por dentro.

«¡Costumbre, celestina mañosa, sí, pero que trabaja muy despacio y que empieza por dejar padecer a nuestro ánimo durante semanas enteras en una instalación precaria, pero que, con todo y con eso, nos llena de alegría al verla llegar, porque sin ella, y reducida a sus propias fuerzas, el alma nunca lograría hacer habitable morada alguna!» (Pág. 18)

Como cuando todos los días me despierto y quisiera hacer algo realmente bueno, quizás hasta útil a los demás, pero mi cama me llama tanto que me atrapa de los tobillos y de esas rodillas heridas y oxidadas que tanto duelen. Un hábito del cual ni siquiera Él puede desasirse. Y acabo de escuchar fuera un grito enorme: «¡Cornudo, cagaste con la Vicky!». Realmente hay ciertas cosas que nunca cambiarán.

«Cuando un hombre está durmiendo tiene en torno suyo, como un aro, el hilo de las horas, el orden de los años y de los mundos. Al despertarse, los consulta instintivamente y, en un segundo, lee el lugar de la Tierra en que se halla, el tiempo que ha transcurrido hasta su despertar, pero estas ordenaciones pueden confundirse y quebrarse.» (Pág. 13-14)

Despertarse y justo en ese momento el mundo no está donde lo dejamos. Pero no hay ése problema, porque se sabe que aunque humano alguno perciba el mundo, éste sigue allí porque dios lo mira (¿lo siente, lo experimenta?, lo sufre). Pero el cronómetro geográfico interno nos pone donde tenemos que estar. Las manos no se diluyen, aunque sí se escapa la arena que pudiésemos contener en ellas. La misma que se usó para dibujar en una playa un mate y unas letras que ya el agua arrasó. Dicen que las olas se equiparan con la lengua de Poseidón. Antes esas letras y mis pasos solitarios, y ahora esos trazos devorados por el dios para deleite (?) de su muy refinado paladar.
Estoy aquí pero ya no pueden verme. Y si lo hacen es porque no deberían estar aquí, a mi lado, importunándome. Deberían estar viajando o durmiendo, que quizás sea lo mismo. Que sólo durmiendo viajé a Blanes, y me emborraché con Debord mientras rompía mis manos con la lija de sus Memorias, sobre mis rodillas se sentó el gatito de Perec, vi agonizar a Balzac mientras Hugo lloraba, huí de Combray, me lanzaba desde el piso 15 del edificio de Gernández, le donaba mi hígado a Bolaño (y Parra lo agradecía a su modo), se la traía(1) a Lagos Correa sólo para que la violara y un agreggatum de otras cosas.

«cuando uno está en Barcelona aquellos que están y que son en Buenos Aires o el DF no existen. La diferencia horaria era sólo una máscara de la desaparición. Así, si uno viajaba de improviso a ciudades que en teoría no deberían existir o aún no poseían el tiempo apropiado para ponerse en pie y ensamblarse correctamente, se producía el fenómeno conocido como jet-lag. No por tu cansancio, sino por el cansancio de aquellos que en aquel momento, si tú no hubieras viajado, deberían estar dormidos.»(2)

Si me encuentran es porque estuve ido. Una X eterna en una isla donde ni siquiera las tortugas quieren mirar.


* * * * *
(1). Cf. «Bring me the night», The Police; o mejor, mucho mejor, la versión de Ceratti «Tráeme la noche».
(2). Pág. 243, «La parte de Amalfitano».
(Lo demás). Proust, Por el camino de Swann. Alianza editorial, Barcelona, 1982.

miércoles, 23 de agosto de 2006

Text musn't go on

Ignatius vuelve a molestarme. Esta vez desde mi propia biblioteca, nuevecito, amarillo y todo un hijo de puta.
He consultado. Quiero saber qué mal puede causar esos problemas con la válvula pilórica y los ojos amarillos. Nadie me ha dado una respuesta. Nadie sabe cómo relacionar ambos trastornos. Pero sabemos que hay relaciones. Gernández lo sabe y con eso me basta.
Gonzalo viaja al norte de Shile y se pasea por las sombras de las maquiladoras que leímos y ve a su hermosa novia amándolo mientras ella duerme, en sus sueños él debe ser un dragón azul y muy grande con unas fauces de cristal o barro blanco, que vendría siendo lo mismo, porque el barro puede ser de arena de playa, y de ése se fabrica el cristal que el Dragón robó.
Le acorralo, que me diga qué nueva porquería estoy leyendo.
Podría haber respondido: «Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer» de David Foster Wallace. O algo más de lo terrible que es Los Angeles, algo no de Chandler sino de Ellroy, porque ya me he leído de un tirón «Jazz blanco» en una venta de saldos donde también estaba «Glamorama» y «American Psycho» de Bret Easton Ellis. Pero no. Gonzalo sabe y sabe que he comenzado con «Por el camino de Swann». Otra compra barata, tirada por el suelo –literalmente: salgo de paseo por el Parque Forestal de Santiago, a ver las otras formas de comercio, de los anarquistas y los punk y los hippies que aún quedan. Pero hay demasiados pacos, ellos desaparecen con su hermosa mercancía, deseada por todas las chicas alternativas de Ñuñoa. De pronto veo el libro en cuestión, otra edición separada en dos volúmenes para mayor comodidad del agobiado lector y simplemente la compro sin siquiera regatear. Carlos me había pasado pocos días antes su edición, pero ahora tengo la mía propia y ya nada importa, puede rayarla y ponerle post-it-flags de los mil colores que quiero y saber qué demonios hizo Proust que todavía nadie conoce.
Yo no quiero comer magdalenas mojadas en té. Pero sí quizás pan duro remojado en café cargado.
Y espero que el café no se derrame sobre mi nueva y segunda inversión. Sería la catástrofe.
Una similar a saber que me piden que vuelva a publicar aquí. Que hay algunos que quieren leerme. Como si fuese un placer. Quizás exista el orgasmo invertido, una katábasis enorme y parmenídea que nos mande al fondo de la mazmorra. Pero ahí, en el mero fondo, hay un resorte enorme y de metal negro que nos manda hacia arriba volando a mil kilómetros por hora. Y entonces la ascesis platónica, y hay quien sale de la caverna primigenia y nos cuenta qué hay al otro lado de las cosas. La fenomenología es la ciencia fundamental de las personas nimias. Algo así como Trujillo mirándome por la ventana abierta para que salga el humo de cigarrillo. Por lo menos aquí puedo fumar sin que me pongan multas.
Y sin haber leído una sola línea de Lamborghini ocurre que he publicado antes de escribir. Y la novela que he parido ya tiene una referencia sin siquiera haber conocido ella la impresión. Buenos Aires bulle de actividad tanto o más inútil que la de Santiago. En uno y otro lado gente a la que ver, gente a la que matar, y ver sus vísceras correr por las aceras pulcras, que los alcaldes se esmeran en que parezcan mármol.
Está todo dado vuelta y ésta no es la época de la jodida conciencia. Quien diga eso es un inconciente o un escritor con todas las credenciales al día (o a la noche, depende).
Hay un espiral ascendente que todo lo envuelve dejando dentro lo que no ha sido, lo que le tiempo se ha llevado, los nombres muertos y prestados, el sudor de los cuerpos agusanados y las páginas clausuradas en un archivo PDF.
Esta escritura, este trazo que dejo, me recuerda cada día mi mortalidad, y me ordena entender que toda esta pena es una mera ilusión.
Quizás sea bueno replantearse las metas y reescribir la lista de deseos.

sábado, 22 de julio de 2006

Invernación

Caen sobre Santiago kilos de agua deshecha en gotitas. Quizás quede poco para poner en práctica las clases de natación, las de primeros (y últimos) auxilios y las condolencias.
Dicen que dios debe estar muy enojado porque no se entiende de otro modo tanta agua.
Y tanto frío. Hay cosas que hacer, hay que refugiarse en la cueva mientras continúe seca y con esos dibujitos tan monos que dejaron en las paredes los que estuvieron antes aquí. La única diferencia entre una porquería y el arte es el tiempo. El tiempo que se le dé, o el que se le quite, a otra porquería, a otra obra.
No me ducho en semanas. La mugre procura cierta nueva piel, una que me hace impermeable al desprecio de quien me patea los testículos. Unas costras rosadas me crecen tras las orejas. ¿Branquias? ¿Me vuelvo al mar junto a mis cthulhuideos hermanos?
Una rodilla se descompone. No hay herramientas por aquí cerca. La rodilla duele por el frío urbano. También se ha cubierto de moho por el ambiente cargado de humedad y porque la última vez que me caí lo hice dentro de un lago y nunca me sequé por completo.
Se podría decir que sufro de la misma dolencia por la que Heráclito enterróse en la tierra esperando que ella le quitase el exceso de agua que su pobre cuerpo tenía. Resultó eso falso, si le creemos a Diógenes Laercio: unos perros reconocieron a Heráclito y lo devoraron estando allí enterrado vivo.
Hay un ataúd esperando. Calentito y confortable como dice por algún lado, en alguna línea, en una hojita mojada que pocos quieren leer por cansancio y también por buen gusto.
Agradecido se toma una pastillita verde con un contenido desconocido. Dicen que contiene polvos para inducir un poco de muerte o que son contra la epilepsia. Dicen que si se toman de esas se pueden ver las figuras transparentes que vuelvan por entre medio de las piernas de las chicas más hermosas del universo. Y que se lograría atisbar el plano de la decimonovena hipotética dimensión.
Si hasta los osos se meten en sus cuevas. Hay algunos insectos que se meten en troncos podridos hasta que salga el sol. La cigarra por ejemplo.
Este discurso unilateral se evapora hasta que el despliegue primaveral caiga nuevamente sobre mi cabeza.
Hace mucho frío. Las manos ateridas y este computador funciona peor a cada byte.
Hay cosas que hacer. Tengo que moverme, tengo que respirar, hay que circular moviéndose, tengo que tengo que tengo que hacer.
Se mueven hacia las sombras este blog y junto con él yo. Él me arrastra. Agradecido sí que tiene voluntad propia: en eso me supera grandemente.
Me mete dentro de la caverna, me empuja y tropiezo con una roca, caigo y rómpome la rodilla. La misma rodilla, una y otra vez. Acá está todo lo necesario hasta que el sol decida regresar. Él cierra la gruta con ramitas recién cortadas y luego con una lápida que le robó a Lázaro: Agradecido no respeta ni a los muertos.
Nos leeremos pasadito el equinoccio. Espero.
Eso es lo que B.A.B.E.L. le dice a Agradecido que me diga al oído.

viernes, 23 de junio de 2006

23 de junio de 1975

Han pasado ya treinta y un años desde que en el número 11 de la calle Simon-Crubellier de París 11 una bruma con el pelo enmarañado y una perilla ídem pasase de habitación en habitación molestando sin que nadie lo notase.

Cuando sean cerca de las ocho de la tarde se cumplirán treinta y un años desde ese momento en que Bartlebooth muere. El hombre que quiso borrar toda su obra y con ello desaparecer él mismo. Un viaje largo en que pinta en cada pequeña caleta o puerto una acuarela, luego la envía a su vecino para que la separe y la deje lista como un rompecabezas. Luego de los veinte o veinticinco años de viaje, vuelve y comienza una idéntica cantidad de años armando esos puzzles, en la misma fecha en que fueron pintadas, pero con décadas de diferencia. Finalmente, una vez armado el puzzle, mandarlo a donde fue pintado adjuntando las instrucciones precisas para que sea borrado todo rastro de pintura del papel. Y nada más de su obra.

Cerca de las ocho de la tarde —luego de la muerte de Bartlebooth sobre un puzzle cuando le faltaba poner la pieza con forma de W— otra muerte, la del pintor Valène. Quería el artista una obra mosaical, enorme y falta de proporciones. Un cuadro gigante en el que estuviese representado todo el edificio visto como si no tuviese fachada, todas las habitaciones ahí mirando sin restricciones a la calle a vista y paciencia (sobre todo paciencia) de los espectadores ocasionales. Lo mismo hizo el autor con su libro ridículo. Todas las habitaciones puestas como si nos separasen de ellas las mínimas diferencias de la invisibilidad.

Doctor Dinteville
Rorschash (Gratiolet/Grifalconi)
Bartlebooth (Danglars)
Altamont (Appenzzell)
Moreau
Entrada de servicio/Marcia/Antigüedades/ Portería
Para hacer un bosquejo deficitario de las habitaciones del lado izquierdo.


17 de enero de 2006:
«Ahora debiera escribir lo que pasó ayer en la mesa redonda sobre Perec. No es posible hablar nada acerca de ello, me limitaré a hacer un plano del edificio de la calle Simon-Crubellier y a seguirle rastro a cada una de las partes del libro, ver cómo el caballo se va moviendo por los cuadros por las habitaciones, ver cómo funciona el tablero grecolatino con los números del 1 al 10 y dentro todas la letras del abecedario, que se mueven y modifican y siguen siendo las mismas y forman una construcción en que los temas se mezclan y sólo es cosa de unirlos mediante centenares de palabras siguiendo el hilo conductor de un protagonista millonario que abdica de la vida pasándose veinte años de su juventud pintando acuarelas de paisajes marinos (la sala era la adecuada: atrás de los conferencistas decenas de pequeños cuadros en tonos claros) que luego terminados manda a un hombre que los separa en setecientas cincuenta piezas y luego de esos veinte años se propone pasarse otros veinte años construyendo esos puzzles al mismo ritmo con que los pintó: armar el puzzle del paisaje que exactamente veinte años atrás se pintó; para finalmente volver a juntar esas piezas y dejarlas en una hoja de papel, mandarlas al sitio donde fue pintada y disolverlas en aguarrás y allí acaba todo, una obra cerrada, las obras completas de un inmortal. No quiero poner la pieza final, no importa si es una W o X. Son cerca de las ocho de la tarde (…)

»Perec en el techo (y abajo Bolaño gritándole amorosamente que se baje, que si se baja él le compra todos los helados que quiera. Y Georgie (que puede ser tanto Perec como Borges pequeño) no baja, y le hace un gesto extraño, una morisqueta manual que apunta del suelo al cielo y Bolaño entiende y bueno, que si se baja le promete —¡le jura!— que le compra un edificio en la rue Simon-Crubellier para él solo, un edificio que podrá llenar de puzzles, de acuarelas, de Bartlebooths, de perdidos objetos, de diarios viejos, de historias añejas).»

Y me da pena ahora, que escribo esto, que no lo escribo el 23 de junio de 2006 sino que el 28 de mayo. Y siento el dolor agudo en la base de la nariz que anuncia la inminente llegada de las lágrimas. El mismo dolor y las mismas lágrimas que cuando acabé La vida instrucciones de uso mientras cruzaba Santiago montado en un lata con ruedas.

Quisiera que todos leyesen esto justo cuando quedaran pocos minutos para las ocho de la tarde. Que lo leyesen sólo este día 23 de junio de 2006 a treinta y un años de eso.
¿Cómo saber qué pasará conmigo desde hoy hasta el día en que deberé publicar esta notita? Cuatro semanas que pueden hacer mucha diferencia. O ninguna y todo siga igual o peor. Cayendo hasta aburrirse de la caída, hasta acostumbrarse a ella y no prestarle atención a que la piel se vaya desgarrando por el roce brutal del aire. Erosión cutánea y ataraxia absoluta.

Se puede ser como Balzac con sus manuales prácticos para, v. gr., evadir a los cobradores judiciales: no seguir nunca sus propios preceptos. Y caer.

Se puede leer La vida instrucciones de uso y no saber qué hacer con ella de todos modos, y despreciarla, por superávit de esperanzas no cumplidas puestas en ella. Y explotar en el cielo. Como si cada gota de mi sangre significase una chispa plateada que sorprende (o asusta) a los niños.

* * * * *

Posdata de 9 de junio de 2006:
¿Cómo olvidar? ¿Cómo olvidar que todos los 16 de junio desde 1954 se celebra en Dublín el famoso "Bloomsday"? Inauguro desde hoy hasta el pasado esta cita ineludible en el número 11 de cualquier calle del mundo sublunar.

Posdata de 10 de junio de 2006:
Arriba me preguntaba qué pasaría conmigo entre la fecha en que escribí la pregunta y el día que publicase esto. Una pregunta que remitía a expectativas altas puestas en otras cosas y que quizás ya se hayan diluido. «La propuesta es interesante y bien fundamentada aunque ambiciosa. Creo que se debería considerar la fluidez, originalidad y fuerza del texto. Es un autor joven que mezcla bien su visión de mundo con los conocimientos de literatura y su formación en filosofía», dice el comité evaluador del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes aprobando financiar la escritura de una mínima novela que tengo en la cabeza desde hace un tiempo. Me han dado el dinero suficiente para, simplemente, escribir. ¡Dios bendiga al Estado benefactor y paternalista!

viernes, 9 de junio de 2006

E=MC2 E.M. Cioran

            Sueño con A. que me manda un resumen de su biografía sobre Bolaño. Yo no me sorprendo porque en la Tierra Allende el Sueño ella fue muy amiga de él. Leo su carta en que mi nombre aparece con un seudónimo ligado a él, un anagrama torpe que no logra esconderme por ningún lado. Leo su carta y es como una película donde su misma voz me la lee dentro de la cabeza. En alguna parte dice que Bolaño vivía en la calle Colo-Colo cerca del estadio del equipo de fútbol con ídem nombre (y venía hasta el número de la casa). «Claro. Obvio. Yo pasaba por ahí cuando pequeño iba al colegio, ¿ya lo sabía entonces?» pienso dentro del sueño. Y en ese transporte escolar recuerdo a otro A. que me enseñó a hacer globos con chicle, todo un logro en mi infancia. El mismo A. que una vez vomitó cerca de mí. O cuando en esa furgoneta íbamos a buscar a Carlos Saldías y yo todavía le porfío que él vivía en otra casa, no en la que él dice que vivía, hasta que hace poco dejó entrar la duda y que quizás sí, que quizás sí tengo razón que era otra la casa donde vivía. «Pues lo mismo es (para) pensar y (para) ser» dijo P. hace tiempo atrás (1). Todos estos sueños como la cifra de la desesperación, de un desastre inminente. Tengo palpitaciones, estoy hiperventilado anfetaminado desde hace semanas, una ansiedad que no puedo controlar y que por eso es ansiedad. Quizás, ahora sí, el desastre es inminente. Ha pasado el 6 del 6 del 6 y nada. Un astrólogo apellidado Engels dice que él pondría más atención en la segunda semana de agosto, que ahí sí que podría pasar algo en Europa, algo grave supongo, coligo de su rostro apretado por sus visiones o preparado para la cámara de televisión. Tanto que al despertar tengo una jaqueca horrible, quizás no por el sueño, sino porque ha comenzado otro mes horrible, del mes horrible que se repite con insistencia cada cuatro años, ahora en Alemania. «Ahí viene la razón a caballo» dice Hegel cuando ve a Ronaldinho hacer una pirueta con la pelota. Puaj. Miro el diario de hoy y me entero que el médico de la selección brasileña se apellida Borges (Serafim). Tal como el compañero de oficina en Lisboa del desperado Soares. Borges un médico brasileño y un contador portugués. ¿Quién es Borges? Quizás la respuesta esté en la biografía última y superior —dicen— firmada por Edwin Williamson. La ciclópea jaqueca retrocede cuando encuentro la pastilla roja de la tranquilidad. Horas después despierto realmente con la sensación de la borrachera nocturna, cosa falsa, una resaca de la impostura, una cruda inopinada porque no he tomado alcohol. Dice Lagos que soy el único que tiene la sensación posterior al acto antes del acto mismo. Tomar decenas de botellas de alcohol pasando desde el anís al whisky y luego al tequila y quedándome tirado en la calle por el mezcal: la progresión numérica perfecta; el vicio único de Emar en Diez; los alcoholes de oro, plata y bronce: los mismos hombres vaporosos en su idéntica calidad espiritual. Quizás la falsa resaca sea de algún modo verdadera, producto no de la ingesta bucal de destilados sino de la tomatera brutal a la que me someto volitivamente leyendo Bajo el volcán de Lowry. El Cónsul británico, Geoffrey Firmin el alcohólico que no me dejó dormir antes de la jaqueca en que hasta la luz solar me molestaba. ¿Me habré embriagado por leído? Han notificádome de la borrachera. Me he embriagado por leído hasta vomitar dentro de mí un sueño idiota y doloroso. El Cónsul tuvo de superior durante la Gran Guerra a Apollinaire: «Hay hindúes que miran con asombro las campañas occidentales/Y piensan con melancolía en los hombres de quienes preguntan si los verán de nuevo/Porque en esta guerra se ha llevado muy lejos el arte de la invisibilidad» (2). Tiene de vecino en su mansión a un señor apellidado Quincey. Y él lo pone como si fuera el otro, el verdadero: «era éste el último momento de la retirada del corazón humano y del ingreso final de lo demoníaco, de la noche aislada, al igual que el verdadero De Quincey —auténtico opiómano». Es obvio que el mezcal que toma el Cónsul es de marca Los Suicidas. John Huston rodó Bajo el volcán y si la veo, estoy seguro que muero de coma etílico. Otro sueño, en el que se me aparece Kurt Vonnegut como si él fuera un personaje de la película que era mi sueño. Un escritor al que nunca he leído, pero uno en el que más temprano que tarde caeré, lo sé: primero sueño con él y sé que es él sin nunca haberlo visto, y luego me topo en la madrugada con el fin de una película en la que aparece un viejo y una chica vestidos igual que Ignatius Reilly dirigiéndose a un festival de artes y el viejo es escritor y todos lo saludan y alaban a pesar de su suciedad y hosquedad. Veo luego a Bruce Willis y una seguidilla de escenas cual más disparatada. Llego a pensar que quizás tenga algo que ver con Kennedy Toole, pero no, es simplemente un yerro provocado por una novela de Vonnegut, un filme delirante llamado Breakfast for Champions de 1999 según me lanza IMDB.com. Una seguidilla de escenas ridículas o demasiado complejas como para enlazarlas fácilmente: nada se entiende. Una tía lee el texto ése de 'K' y pone en su correo: No entendí nada. Espero que tu mente esté más clara que lo que escribes. Y debería haberle respondido: Subyugo mi pensamiento a la forma de la escritura (de lo) que leo. O, mejor: No tengo por qué estar de acuerdo con lo que pienso (y escribo). «Todo aquello que puede ser pensado, puede ser pensado claramente. Todo aquello que puede ser expresado, puede ser expresado claramente» (3).

            Mis sueños en este agujero fangoso, y lo que de ellos digo, deben ser entendidos así: una escalera de mano por la que nadie sube y que una vez alcanzada la cima, es quemada (la cima y la escalera).

 

 

* * *

(3). Sobornio, fragmento 4.116 (Hackenberg).

(2). A., «Hay».

(1). P. de E., Fragmento B3 según edición de Lactancio (sic).

martes, 30 de mayo de 2006

K

           Kierkegaard. Un encendedor rojo compartido, que quizás haya sido robado el uno al otro y unas hojas engrapadas tal como K lo hace. Fotocopias que no son tales, que ni siquiera me pertenecen (culpa de Hernández, una vez más: él sí que insiste).

            Kong (King). Un poco antes: K se para junto a mí y me toca el hombro y apenas reconozco a K por la sorpresa porque andaba buscando a otros que suponía que allí estarían, pero que no estaban. Y luego sé la verdad: K me ve entrar con expresión de ando-buscando-a-alguien y hace la triquiñuela de aparentar estar a mi lado y luego me saluda.

            Kipling. Luego del encuentro casual invito a K a un café. Más tarde K se marcha. Sé después que sintió remordimientos porque debía estudiar y no perder el tiempo conmigo. Mentiras, claramente. No se quedó al lanzamiento de la revista ni al vino de honor ni al resto de esa noche revuelta y conflictiva. Eso exime a K del oprobio generalizado. K se ríe y dice: eso me da lo mismo.

 

            Kubla Khan. Leo a K un poema pequeño de Emily Dickinson saliendo del metro. Se lo traduzco desde la edición (con hojitas de Biblia) que he comprado por una miseria en una feria*.

 

THE ONLY NEWS I KNOW

 

The only news I know

Is bulletins all day

From Immortality.

 

The only shows I see,

To-morrow and To-day,

Perchance Eternity.

 

The only One I meet

Is God, —the only street,

Existence; this traversed.

 

If other news there be,

Or admirabler show—

I'll tell it you.

 

            Keats . ¿Y cómo traducir ese «To-morrow» y «To-day»? Quizás poner algo así como «por-venir», ¿pero y el otro? Lo otro definitivamente que no es lo mismo. Recuerdo al mismo tiempo el último libro que me he zampado ilegalmente, una edición argentina de la Introducción a la historia de la filosofía de Hegel. Y lo otro, y él dice: «En tanto que el objeto es dado, el pensamiento, la conciencia, el Yo no son libres, existe algo distinto que el objeto; éste no es Yo; tampoco yo soy en mí, es decir, no soy libre».

 

            Kandinsky . Y entre medio de la madrugada, una entrevista leída a dúo a Eduardo Anguita cuando no sé qué premio. Él no quería ni fotografías ni nada ni que lo molestasen ni que le hicieran una comida en su honor los escritores. ¡Nada! Le entregan el premio en 1981 y él ya había dejado de escribir poemas en 1965. La Anguitología es imprescindible. U otra entrevista hecha a Panero que leo a K:

            «—¿Usted escribe para salvarse?

            —Sí.

            —¿De qué?

            —De la gente, de la gentuza».

 

            Kinski (Klaus) . En otro pliegue de la noche, mirar una reproducción enorme de La escuela de Atenas y encontrar a los filósofos allí pintados como si buscáramos a Wally perdido en el supermercado, o en Tokio. Otro libro Taschen de Chagall, que según K se contradice flagrantemente en sus apreciaciones conceptuales: las vacas al revés no cargan nada más que lo que ellas muestran, si es simbólico es por culpa del espectador.

 

            Khun . Todos estos párrafos carecen de lógica. Estoy falto de geometría, teología (pero no de buen gusto) como bien lo sabe el Estudiante Anselmo e Ignatius y como me lo recuerdan cada día varias circunstancias harto ridículas. Bien. Pero en lo único que cabe algo de inteligencia, cuando no de arrebato, es en el mensaje que le mando a Hernández a su celular por la mañana: «Sus ojos enormes toda la noche a mi lado». Y ellos me miraban con K detrás de esas bolas iridiscentes gigantes junto con casualidades que no son sino causalidades encubiertas de coincidencia.

            Todo lo que comienza como comedia de equivocaciones acaba como tragedia de Esquilo. ¿Cierto que no, K?

 

 

* * *

* Collins Albatross Book of Verse (750 years of English and American poetry, edited by Louis Untermeyer, with additio nal poems, including many contemporary works). Collins Publishing, Great Britain, 1961.