lunes, 30 de marzo de 2009

El desierto de Murakami

Pienso en el horror de la soledad, y en las consecuencias de los actos. Con precisión: en las consecuencias de lo no hecho y junto a eso, en todo lo que se ha ido irremediablemente, porque ha pasado su momento, porque nunca se tomó la vía adecuada, porque sí y nada más.

Acabo Al sur de la frontera, al oeste del sol (Tusquets) de Haruki Murakami, y quedo literalmente pensando en abstracto, en lo antes dicho. Imagino la bifucarción misma que supone cada día, en el alejamiento de otras vidas que se quedan en el camino de la posibilidad y no cuajan y que no se asen a la bola de esta existencia —la de hoy en particular. Quiero ver en detalle los motivos por los que estoy aquí, bajo estas condiciones particulares. Hacer la historia de las capas por las que he pasado, que he ido creando y quemando a mi paso, o al de los años. ¿Hasta dónde soy responsable de esta decepción? ¿Qué otras variables actúan? Los años pasan y la lectura pasa a ser lo único que queda en medio del desierto, que como bien dice Murakami, es en verdad lo único vivo: «Hay muchas maneras de vivir. Hay muchas maneras de morir. Pero eso no tiene ninguna importancia. Al final, sólo queda el desierto. El desierto es lo único que vive de verdad» (Pág. 104). Así, el escenario es el más adecuado para cuestiones sin sentido como la existencia humana, y porque la vida biológica —desde hace mucho— se ha convertido en un fenómeno sobrevalorado. De este cuerpo que fue nada, volverá a ser nada en un desierto, a confundirse con el resto de partículas de la arena lívida a la luz de la luna. Quizás a algún mínimo coyote le importe. Probablemente no, pero basta la posibilidad.

Murakami deja una y otra vez en el desierto. Uno harto concreto, identificable. No uno de esos con palmeras plásticas de Palahniuk. Hay una desazón que no tiene que ver con el Spleen ondero de occidente: no se trata de morir vomitando sangre pensando en Goethe, ni visitar anualmente un arbolito revolucionario. Hay que escribir una Anatomía de la melancolía, y hacerla circular.

De pronto, un pivote cede, la estructura a la que pertenece se tambalea, y desaparece. Con un estrépito sordo. Y es reemplazada por otra, emplazada en el mismo lugar pero radicalmente distinta: más cercana al desierto. Toda la realidad puede perder sustento por un elemento del que se duda, y luego parece que otro tampoco es tan certero, y la bola de nieve no se detiene, y hasta que no se llega al núcleo, las explosiones no se detienen. «Hay una realidad que demuestra la verdad de un hecho (…) Así que para preservar la realidad como tal, necesitamos otra realidad —una realidad colindante— que la relativice. Pero, a su vez, esta realidad colindante necesita una base para relativizarse a sí misma» (Pág. 252). Y todo se va al carajo. Aunque tampoco hay que ser alarmistas, porque de antemano se sabía que ése era el origen y el destino de todo.

Los actos y la maldad. La certeza de la malevolencia íntima que nos domina. Saberse perverso no ayuda a eliminar la merma anímica que ese “descubrimiento” supone, porque hemos crecido en la creencia de la superación, del mejoramiento de nuestro comportamiento social y personal, en la ilusión de que lo correcto es lo opuesto a lo que de verdad quisiéramos hacer. Hajime, el protagonista, se descubre horroroso y vulgar, egoísta y malvado. Quizás la porquería le habite y sólo ahora se da cuenta. Hajime sabe siendo joven que contiene en sí todo lo necesario para herir de muerte a otro humano, adquiere «la conciencia de que, al fin y al cabo, el ser humano que yo era podía cometer el mal» (Pág. 63). «Se me ocurrió que quizá no podría volver a ser una persona decente. Había cometido errores (…) Más que errores, quizá se trataba de una inclinación innata en mí.» (Pág. 64)

Hay saltos inconmensurables en la existencia. Capas que apenas se comunican. Se pasa por un de ellas desde un segundo a decenas de años, y cuando ocurren ya no hay vuelta atrás. Y a otra capa entonces. Todo el posible yo que fui ha sido eliminado. «Algo que había en mi interior se borró y extinguió para siempre. En silencio, de una manera definitiva» (Pág. 257). Es horroroso comprobar que es simplemente otra etapa en el desierto que nos contiene. Y hay consecuencias a todos los actos. Algunos imprevisibles. Los menos son controlables. Y en el desierto todo remite a sí mismo, porque él lo es todo antes y después. No se sale inmune de Murakami, así como es imposible escapar a la soledad y la disconformidad que propone y expone.

Con justo motivos ahora que el libro se ha cerrado, recuerdo el ánimo post Ampliación del campo de batalla. Y no quedará más que el desierto, siempre.

viernes, 20 de marzo de 2009

Fragmentos

Recuerdo un verano en no sé qué playa del litoral central. Caminábamos con mi papá y quizás alguna tía. De pronto nos detenemos frente al comedor de un restaurante que da hacia la calle. Alguien ha llamado a mi padre. Es un compañero de trabajo que come con su familia, tras una reja que separa el recinto de la calle misma. Le extienden una copa de vino blanco. Yo pienso, estoy seguro que me la ofrecen a mí y también estiro mi mano para tomarla. Pero no era para mí. Quedé perplejo, me ruboricé de inmediato. Aún hoy tengo la seguridad que no estaba mal que me tomara esa copa, aunque fuera apenas un niño.

Recuerdo que dormía siestas cortas sobre un sillón rojo, nada de mullido, al contrario. Mientras por la televisión pasaban dibujos animados, o no.

Recuerdo que en el jardín infantil tuve un compañero que se llamaba Felipe Anguita. Yo lloraba porque quería llamarme como él. Pero no únicamente ‘Felipe’, sino que ‘Felipe Anguita’. Lloraba porque no podía, a pesar de que mi madre paciente y amorosamente me explicaba los motivos por los que seguiría con mi nombre.

Recuerdo que me prohibieron en casa ver “El Festival de los Robots”, porque la parvularia de mi jardín notó que todos mis dibujos de humanos eran bien poco antropomórficos: cubos de cabeza, rectángulos de cuerpo, manos como garras de metal.

Recuerdo que bien pequeño, me gustaba dormir con mis tías. Ellas tenían su habitación en el tercer piso: dos camas grandes separadas por un velador. Yo soñaba que ése velador era una puerta por la que se colaban enanos demoniacos, que venían de un lugar que podría ser una fundición o el infierno mismo. Tuve por años la seguridad de que esas pesadillas las había contado a alguien, pero mis tías lo niegan rotundamente.

Recuerdo que como buena parte de los niños, me gustaba sobremanera “Transformers”. Un día desperté con la certeza de que tenía una gomita de borrar con la forma y colores de Megatron, líder de los Decepticons. La busqué en toda mi habitación, por lo menos tres veces, en cada rincón, y no estaba. Bajé desesperado y en la cocina encontré a mi madre, y le pregunté que dónde estaba, ella dijo que yo no tenía tal figura. Pero yo le porfiaba, porque el sueño ha de haber sido tan vívido que, siendo niño, me era imposible concebir tal nivel de realismo en un sueño. Acabé llorando.

Recuerdo mucho más, pero el pudor es más grande.

jueves, 12 de marzo de 2009

Encuentros casuales

Houellebecq clama porque una cimitarra herrumbrosa le parta el lomo. Se esconde en los conventillos esperando que le traicionen, buscando una muerte deshonrosa.

Bisama espera una pizza tan grande como para una familia de marcianos con resaca. Tiene anchoas y muchas aceitunas. Como Bisama la intercepta, no les llega a los marcianos, que comienzan a destruir Valparaíso, par acabar desnudos en Reñaca.

Baradit en el concierto que NIN diese en Chile. Yo le vi. Y me lo cuento a mí mismo, exageradamente, omitiendo, mintiendo. Que andaba con una mina encadenada, que le lamía los pies con una lengua bífida. Que de la nuca le colgaba un cable USB encapsulado en músculo gris.

Bolaño está como él veía a Perec, como niño. Se ha subido a un techo, sabe cómo bajar, pero simula haberlo olvidado, y llora porque nunca más tocará tierra. Actúa de ignorante y perdedor como si se le fuera la vida en ello. Y lo consigue, por lo menos la parte en que se le va la vida.

Borges es atracado en una esquina que huele a orines de ebrio, a vómito, a mierda, a semen. Al lado de un cadáver de cascarudo, mientras otros vienen a devorarlos. Luego de El eternauta, se confirma: falta el gran relato de Santiago. Algo más que la crónica roja u ociosa de la farándula arquitectónica. Contarla.

Polhammer y su hermosa guayabera me saludan desde la mesa de un café del Drugstore. Abufom opina que es muy pinta monos. Yo creo que es probable. Pero es que tampoco se le puede apreciar bien, luego que Rodrigo Lira también fuese antes que él, jurado de “Cuánto Vale el Show”. Mientras a Polhammer recién le crecía el pelo, a Lira le nacía la calva y le crecían las patillas.

Lo más cercano de Borges que jamás estaré fue cuando vi a no muchos metros la cabellera blanca de María Kodama. Suponiendo que alguna vez tocó a Borges. Y en caso de que nunca mantuviese contacto físico con el tipo, me queda el consuelo, la cadena de saludos que va más o menos así: yo saludo de mano a Abufom, éste saludó alguna vez a su tío, que saludó una vez a Borges antes de una entrevista en Buenos Aires.

Lafourcade, cada octubre de Feria del Libro en Santiago está más cerca del suelo. Su columna se curva peligrosamente, haciendo que la espalda forme ángulo casi recto con el piso. Y cada año más viejo. Quizás mi abuelo estuviese igual de viejo. El mismo abuelo que de joven trabajó en su librería, de la cual consiguió la mayor parte de los libros con los que crecí.

Heidegger hace años apareció para nunca volver, en un sueño en que comíamos pan con cebolla frita. Y se fue. Pero recuerdo Ser y tiempo, lo leo en el recuerdo que deja, en todo el tiempo que demoró leerlo. Y no estamos hablando de entender. Y nadie menciona divertirse.