martes, 18 de diciembre de 2007

Asuntos pendientes

Pronto, días después de la enigmática Navidad, Ulises cumple un año de estar allí tirado. A veces hojeado, un cuarto leído, y todo un desierto oscuro por investigar. Soy una especie de explorador de lo-ya-conocido-por-otros. Aunque, ¿acaso implica otra operación el leer los dizque clásicos? Y esta certeza vacía, simple porque mediocre, de algún es tranquilizante porque implica que aunque no lea, ello no importará en absoluto. No cambiará un ápice de nada, ni siquiera un incremento en el conocimiento literario que pudiese poseer, porque me seguiré topando con Joyce (o con Faulkner, o Fitzgerald, o cualquiera de los no leídos aún) y podré callarme o hacer como que efectivamente lo conozco.

Con cierta vergüenza también noto que Abadón el exterminador está por sobre la columna de libros sin lugar preciso, porque es ante todo un préstamo. La vergüenza va por el lado de tener que leerlo antes de siquiera pensar en devolverlo. Quizás sea algo contra los argentinos, porque apenas he avanzado con 62 modelo para armar de Cortázar. Pero quizás sea solamente contra los muertos –porque Sabato lo está. Este año han pasado por mis retinas varios libritos de Aira, como si nada, como si fuesen aire entrando y saliendo por mis orejas. Una referencia que me acosa a veces, tal que lo que escribió alguna vez se mostrase como una constante demostración de la falta de cohesión de la realidad, lo único que nos faltaba para (auto)convencernos de las enormes grietas que no hemos rellenado de ella misma. Lo mismo que ocurre con las teorías conspirativas, lo mismo que con la física cuántica y sus actuales derivados: o todo o nada es cierto, y si es todo hay que reformar de una manera tan radical, todo lo que conocemos, que el miedo es mucho mayor que el esfuerzo supuesto. Y en cambio, si no le asignamos posibilidad de certeza a aquellas ideas, nos quedamos igualmente con la sensación de que algo hay tras la cortina. Con mayores ganar lo develaríamos, pero ¿para qué?

De un modo puramente visual, como leyendo, también he acabado con Dexter, la serie de televisión basada en las novelas (2) de Jeff Lindsay. Dos temporadas exitosísimas que han de contener, o eso espero, ambas novelas y ya nada más (como debería haber ocurrido con Lost), ninguna secuela ni precuela del adorable asesino en serie que mataba a aquellos otros delincuentes que quedaban libres por un yerro judicial, policial o lo que fuese. Dexter es un experto en manchas de sangre (sic) trabajando para la policía de Miami. En una de sus últimas columnas, Álvaro Bisama se declara seguidor de la serie, afirmando que Dexter posee una «moral de pop corn». Quizás esto sea cierto, siempre y cuando se acepte que la mismísima moral tiene menos peso que una bolsa de pop corn, o menos consistencia que un algodón de azúcar en la boca –a la vez que seguimos divirtiéndonos con esa comida hueca.

De préstamo anda A la sombra de las muchachas en flor, y la tercera parte del tiempo perdido todavía espera su turno de ser saboreado. ¿Para cuándo? parece preguntar todos los días, estando entremedio de unas obras escogidas de Christie y el diccionario de Aira. La cuestión podría ser puramente formal, es decir, no leerlo para no acabarlo y verme en la necesidad del cuarto volumen que no puedo comprar, por el momento. Otra solución acomodaticia, simplista, pero no por ello menos cierta... Quizás esperar a tener los siete tomos tome demasiado tiempo, y de una buena vez emprenderlas con ése que espera y espera.


¿Tendrán memoria los libros?

Una pregunta incómoda: ¿para qué leer? Preguntando por los objetivos finales de ello. Comemos porque sin alimentos morimos. ¿Para qué leer?


¿Para quién leemos? ¿Para nosotros mismos, en un acto onanista, como si se tratase de escribir? ¿Para que los otros nos vean leyendo, como si los demás nos leyesen toda vez que leemos? En realidad nadie lee por el autor mismo, porque ha de existir la certeza solapada de que se trata de un tipo igual o peor que el lector –no se practica la caridad mientras se lee.


¿Leemos para que nos dejen tranquilos de una buena vez, aunque sea por un momento, por las pocas páginas que recorremos solitariamente? Por suerte la lectura sigue siendo una actividad solipsista (entre comillas enormes, claro), practicada por un único sujeto a la vez. En caso contrario, existirían disputas insufribles, toda la sarta de problemas que rigen las relaciones humanas, y entonces leer se volvería insufrible (algo así como que la actividad se mimetice con quienes la practican, y no al revés).

Habiendo tanta actividad harto más sencilla, y rápida en sus efectos placenteros, ¿para qué leer? ¿Como muestra de la innata idiotez humana hallada en el sacrificio y el esfuerzo? Porque nadie lo hace para pasarlo mal. A excepción de los góticos fanáticos de Houllebecq, subiendo textos  a sus blogs por la visita del mentor (sic), del maestro (sic) a Shile.


Mudamos de piel a cada instante. En todo momento está saliendo otro desde nuestro interior, rompiendo las grasas y carnes, pujando por imponerse. La lectura, su labor, no sería más que el apropiamiento de lo que antes perteneció al anterior habitante de este cuerpo. La continuación que quiere solamente destruir, insistiendo en algo que hace realmente mal solamente por el hecho de rebatirlo, de matar al padre siendo como él. Así las cosas, también leemos para que el siguiente engendro que (nos) nazca, sufra aún más.

Suerte de venganza a priori.

lunes, 10 de diciembre de 2007

Shhh!!! If You’re Quiet I’ll Show You A Dinosaur

1. Razón tiene Ignacio Bazán (en su podcast, Contratapa), cuando afirma que «la literatura es una de las pocos oficios que premia al que miente». Así, dice él, un buen escritor de ficción deberá mentir tanto o más que cualquier político, banquero o empresario, pero con mayor gracia.


2. Para mi cumpleaños regaláronme la Antología de literatura fantástica, editada por Borges, Bioy Casares y Ocampo (Silvina). Me sorprendieron muchos y muy buenos cuentos. Uno, sin embargo, capturó mi curiosidad. Se trata de «La última visita del caballero enfermo», de Papini. Su argumento es sencillo, ahora: un hombre sufre por darse cuenta que es otro quien le sueña, a quien le debe su existencia medio onírica medio real-real. El cuento éste, data de 1906, y «Las ruinas circulares», de 1941, relato que sin mencionarlo siquiera es deudor del anterior. «Todo es irreal» dice apenas Borges de su cuento. Pero no hay que ser dramáticos, en absoluto, pues ya en Las 1001 noches, existe un relato similar.


3. Recientemente publicado, Exploradores del abismo, de Vila-Matas, ya ha sido alabado de diversas maneras, la más original surgió en el suplemento ADN de La Nación de Baires. El crítico Jorge Moteleone, hacia el final de su columna, escribe: «Cuando se imita a sí mismo, el fin suele ser apreciable, y cuando copia a otros sin más, el resultado puede ser mejor. Aís, la deliciosa historia de fantasmas con la cual finaliza el relato ‘El viaje de Rita Malú’, está copiada del texto anónimo ‘La casa encantada’, que Rodolfo Walsh tradujo del inglés para su Antología del cuento extraño (1956) y que reproducen otras compilaciones. Acaso es el recurso perezoso de un gran lector, cuando la ansiosa invención no llega a tiempo a su cita con la gloria literaria, antagonista de la muerte.»


4. La radical, y tan aceptada, diferencia entre mentira y ficción. Quizás la mentira simplemente no se note de inmediato, no esté expresada expresamente. Pero cuando la mentira es dicha como tal, sus resultados suelen ser mucho mejores que los de la mejor ficción literaria. Nótese el caso del hombre que declaraba ser un gran impostor, un tipo que en toda su vida había suplantado identidades, profesiones, únicamente con un fin pecuniario. Lo importante, es que fue descubierto en sus mentiras: él jamás había sido un impostor, simplemente fingió serlo. Mintiendo sobre la mentira.


5. En todo caso, Moteleone se equivoca medio a medio, no en sus apreciaciones sobre el posible plagio, sino en algo más sutil: aquello de la fama como lo contrario a la muerte. Porque todos saben que sólo muerto se puede ser verdaderamente famoso. Y que la fama acerca a una velocidad enorme a la muerte.


6. Suponiendo que Vila-Matas efectivamente hubiese calcado el texto texto traducido por Walsh, ¿se le puede considerar un plagio como tal? Me refiero a esto: ¿se puede plagiar un texto de autor anónimo? ¿Bastará con que Vila-Matas enuncie una apología al traductor casual? ¿A cuántos, entonces, plagió Homero cuando inscribió lo que hoy se conoce como su obra? ¿Dónde quedaron los miles de griegos parlanchines que le hicieron el trabajo? Probablemente esto sea tan idiota como acusar de robo intelectual, a todos los que idean una historia de amor con final trágico, cual Romeo y Julieta.


7. Todos siendo soñados por un otro superior, que por cansancio y desorden ha comenzado a mezclar los distintos personajes. Los cambia de escenarios intempestivamente, y en tal despelote todo se mezcla y los resultados son previsiblemente caóticos. Cómo no.


8. Me creo descubridor de una gran novedad. Pero olvido el corolario del «todo está escrito», que dice más o menos así: ya está todo descubierto. Mientras hablo con una joven editora, el comento la cercanía de un cuento de Kafka con otro de Bolaño, en El gaucho insufrible. En la mencionada antología, se incluye «Josefina la cantora o el pueblo de los ratones». Un relato en el que jamás se menciona de qué pueblo se escribe. Probablemente Kafka lo haya deseado para jugar con la similitud entre los judíos y las ratas. Los paralelismos son obvios en su escritura. Tal como la cercanía con el cuento del detective de las ratas, de los subterráneos y alcantarillas (literalmente) que pertrechó Bolaño. La editora dice que ya le habían mencionado tal semejanza.


9. La obsesión mimética juega malas pasadas, y si no lo hace siempre, es por lo menos una de las fuentes de mayor inquietud para el escritor, para el dizque creador. En esta compulsión, de manera explícita, se muestra el único arte (posible) de la escritura: camuflar inteligentemente cada una de las páginas que han sido previamente leídas. Toda influencia ha de ser difuminada hasta hacerla irreconocible; de ahí que cierta parte de la labor del crítico sea repudiada sin más. Nadie quiere tras de sí un sabueso, pues por mucho que seamos paranoicos, esto no significa que no nos estén vigilando.

lunes, 3 de diciembre de 2007

La rueda de Fortuna

Yo (término unívoco esta vez aplicado a:), Rodrigo Andrés Salgado Boza RUT XX.XXX.XXX-X, chileno pero en pleno uso de mis facultades tanto mentales como físicas, tomando como fecha de este primer texto al día 9 de diciembre de 2005, declaro lo que a continuación detállase:


1. Lego la totalidad de mis libros a todo aquel que a mi madre felicite luego de mi muerte. En caso de yo morir en una sección posterior de la línea tempórea que mi madre, los beneficiados serán aquellos que asistan a la ceremonia de cremación y posterior eliminación de “mis” cenizas.

1.1. Se entenderá por “libro” todo aquel artefacto que un niño promedio de cinco años (de la década de los ’90 del siglo XX) distinga como tal. Además caerán dentro de esta categoría todos los archivos que hasta el momento de mi muerte posea: revistas, recortes, periódicos y afines. También se entenderán como “libros” las fotocopias de éstos, estén o no unidas formando un todo compacto y manejable.

1.2. Se entenderá el término “mis libros” a todos los volúmenes que en algún lugar luzcan el timbre en el que aparece mi nombre completo en color negro. El resto de libros carecen de importancia.

1.3. Los libros así mencionados deberán ser repartidos en idénticas secciones teniendo como lógica de selección la misma razonable disposición de los directamente beneficiados. Lo anterior es válido a excepción de los siguientes tomos que tienen destinatarios específicos:

- Para Gonzalo Hernández Suárez:

- Todo lo que del señor Jorge Luis Borges se halle1.

- Herman Melville, Moby Dick2.

- Para José Patricio Lagos Correa:

- Todos los volúmenes cuyo autor sea el señor Honoré de Balzac3.

- Para Claudio Arturo Ríos Barahona:

- Todos los volúmenes cuyo autor sea el señor Howard Philips Lovecraft4.

- Para Carlos Saldías Aguilera:

- Patricio Marchant, Sobre árboles y madres.

- Todo libro que de el señor Franz Kafka se encuentre entre lo mío5.

1.4. Los antes mencionados deberán, antes de la repartición de mis libros, hacer un catálogo de todos mis archivos. Si allí hubiese cualquier tipo de objeto que tuviese destinatario, deberá hacérsele llegar a la brevedad.

1.5. En caso de que luego de la repartición sobrasen libros, éstos deberán ser quemados lo antes posible.

1.6. Lego todas las cartas coleccionables que aún mantuviese en mi poder al señor José Luis Gómez Fuentealba. Éstas incluyen las de “El Señor de los Anillos” y “Mythos” sin excepción alguna6.


2. Con respecto a mis registros musicales, en cinta o disco compacto (o cualquier otro formato que el futuro nos depare), se deberá seguir el siguiente procedimiento: frente a una audiencia adecuada, quien desee tal o cual registro sonoro, deberá cantar por lo menos una (1) canción entera que se contenga en tal soporte de audio. En caso de tratarse de música sin letras, deberá entonces tararear un (1) tema, también en su totalidad.


3. El mismo procedimiento del punto 1 acerca de los libros, deberá también usarse respecto de mis registros de vídeo, sean éstos en el formato que sea, a excepción del señor José Luis Gómez Fuentealba, que no podrá llevarse ninguno de estos registros.


4. Toda la ropa que alguna vez usase o poseyese, deberá ser quemada a la brevedad, luego de mi fallecimiento en el malón luego especificado.


5. Bajo ningún punto de vista se desprenderá de mi cuerpo rígido y frío ningún componente, haya sido éste vital o no para mi existencia. Esto implica que al momento de mi cremación, lo que antes de morir reconocía como “mi cuerpo”, deberá contener todos y cada uno de los órganos con los que nací el día 17 de noviembre de 1982.

5.1. La excepción a la anterior norma versa de la siguiente manera: de “mi” cuerpo podrán sacarse todos los órganos que sean necesarios si y sólo si se tratase de un caso de vida o muerte de mi madre, Laura Teresa Boza Díaz RUT X.XXX.XXX-X, o mi hermana Constanza Andrea Salgado Boza RUT X.XXX.XXX-X. Aún así, esta regla será dependiente de la 5.

5.2. La excepción final del punto 5 versa así: luego de muerto, podrán sacarse órganos de “mi” cuerpo sólo si hay alguien dispuesto a pagar el 100% de las deudas pecuniarias de mi madre, o, en su defecto, de mi hermana. Esta regla es posterior a la 5.1 y en todos los casos deberá estar supeditada a ella pero teniendo como base la 5.

5.3. En relación al punto anterior: en caso de entrometerse negativamente alguna institución estatal o de la naturaleza que sea, deberá hacerse fuerte hincapié en que esto no es negocio alguno, sino simplemente la voluntad de un muerto (legalmente redactada), lo que podría parecer un oxímoron, pero que no es tal.


6. En relación con los archivos digitales, que posea en cualquier forma de dispositivo de almacenamiento de datos, éstos deberán ser revisados por las siguientes personas:

- Gonzalo Hernández Suárez.

- José Patricio Lagos Correa.

- Claudio Arturo Ríos Barahona.

- Carlos Saldías Aguilera.

6.1. Los anteriormente nombrados deberán hacer llegar los documentos correspondientes al destinatario, si lo hubiese allí especificado. En caso de ser documentos sin objetivo específico, deberán ser eliminados de forma permanente a la brevedad.

6.2. El anterior punto es importantísimo, pues aunque fui mediocre, esa no es razón para desear a un Max Brod ,ni menos a una Kodama entre mis beneficiarios.


7. En el improbable caso de que al momento de mi muerte tuviese algunos otros objetos de valor (monetario) que no hayan sido ya especificados, deberán ser todos ellos vendidos. El dinero resultante deberá ser quemado junto con una copia de El capital de Karl Marx y otra de La riqueza de las naciones de Adam Smith en el contexto de una monumental bacanal financiada por todos quienes así deseen darme post mortem saludos.


8. En el más improbable caso de que al momento de mi muerte haya publicado algún volumen, lego los derechos —en un sentido económico— a mi hermana Constanza Andrea Salgado Boza. Sólo si ella se negase para tal labor, la tara pasará al pariente mío más cercano que tenga menos de cincuenta (50) años bajo el futuro asesoramiento teorético, en ambos casos, de las personas nombradas tanto en el punto 1.3 como en el 6.


9. Como se desprende del punto 1 no deseo velatorios ni ninguna de esos trámites engorrosos, hipócritas y lúgubres.


10. Ya fue adelantado en el punto 1, ahora se especifica que: mi cadáver deberá ser cremado. Las cenizas resultantes de tal proceso, deberán ser utilizadas para atizar el fuego de una parrillada de jugosas carnes, tal como aparecía en cierto capítulo de la serie televisiva “Married With Children”. Este punto ha de ser tomado absolutamente en serio y nada de guasa hay en él. Ésa parrillada deberá ser llevada a cabo junto con la bacanal mencionada en el punto 7.


11. Como el humano devoto que habré sido, deseo que mi nombre aparezca en el obituario del día domingo siguiente a mi muerte en el diario nacional “El Mercurio” de Santiago. La única salvedad es que allí donde unos ponen el símbolo judío, cristiano o masón, en mi obituario deberá ir una cruz invertida, así:  . En caso de inconvenientes de tipo ético-religiosos, mis albaceas para este efecto (los mencionados en los puntos 6 además de Constanza Andrea Salgado Boza) deberán apelar a cierto sentimiento caritativo para con mi postrer deseo. Lo que tal obituario diga quedará a discreción de los antes mencionados.


12. Si sucediese el caso de quedar en un estado que dependiese de una máquina externa para sobrevivir, deberá esperarse el dictamen oficial del médico tratante, y si no hay posibilidadcercana en el tiempo de recuperación de mis facultades en su totalidad, deberá mi madre o mi hermana, o el familiar más cercano (en ése orden de prioridad resolutiva), asegurarse de cortar la coacción que me permite seguir respirando. Esto es terminal y no admite réplicas de ningún tipo, ni legales, teóricas, morales, sentimentales ni mucho menos religiosas.

12.1. Aunque antes de la total desconexión quienes así lo deseen podrán rezarle únicamente a San Juan Bosco por mi recuperación. Luego de los rezos se deberá esperar como máximo dos (2) semanas. Si en tal plazo no ocurre el milagro, deberá procederse tal como se dice en el punto 12.


Rodrigo Andrés Salgado Boza

Santiago de Chile, 9 de diciembre de 2005


1 El mejor escritor argentino del siglo XX.

2 Versión completa, con sus 135 capítulos.

3 Tendrá al célebre “cabeza de chancho” junto a él para siempre.

4 ¡Iä Nyarlathotep!

5 El primero son simples fotocopias, lo siento. Kafka no, nunca.

6 Sácome el bonete frente a usted, querido.

viernes, 30 de noviembre de 2007

La importancia del nombre

En estos momentos ha de tener veinticinco más o menos. Ya egresó de periodismo. Nos conocimos en la universidad, en medio de farras o de juegos de ping-pong. Buen conversador, atraía las miradas de las chicas quizás no tanto por ser excesivamente guapo sino más por su desplante, al que siempre estaba dispuesto a echar mano si la situación lo ameritaba.

La antepenúltima vez que le vi, se estaba preparando para un viaje al sur del país. No recuerdo si por vacaciones o a trabajar, me parece que era a esto último, quizás a una radio comunal o a implementar algún proyecto de ese tipo —redes sociales de comunicación, periódicos locales, etc. Creo también haberlo visto con la mochila enorme, lista, para partir al día siguiente, o el mismo a las pocas horas, no lo recuerdo con precisión.

La penúltima vez que le vi fue en la televisión, los últimos días de febrero de 2006. En estado de coma, en una cama de un hospital público, lleno de tubos que le proveían de oxígeno y nutrientes. Misteriosamente, había aparecido a la orilla de la línea del tren en Temuco, apaleado brutalmente. Según la familia andaba haciendo una investigación sobre mapuches “o algo así”. El caso era sobrecogedor, tanto porque le conocía como porque la familia pedía ayuda económica a los televidentes.

La última vez le vi en el metro, caminando de lado, apoyado en una muleta por la franja plana destinada a las sillas de ruedas. No pude creer que se trataba de él, al menos conscientemente, pues al mismo momento me alejé de su campo visual, ¿pero cuál?, si él miraba hacia el suelo, con una cara de nada que me sorprende hasta el momento. Fue este detalle lo que más recalqué cuando conté el encuentro a otros. Avanzaba lento, con un brazo contraído. El mismo rostro pero ido, perdido quién sabe dónde.

Una vez en el andén, me reproché el gesto, alejarme de él. ¿Me habría reconocido?, ¿qué le habría dicho, qué me hubiese respondido? Las respuestas tranquilizaban mi conciencia, al menos por un rato. Tan mal no debe estar, pensé, para que le dejen salir solo. Pero esto era un eufemismo, porque le había visto cómo estaba.

Esto ocurrió hace varias semanas. Sólo ahora pienso que podría haber quedado en similares o peores condiciones (muerto, directamente) luego del atraco que sufrí.

Pero también pienso en el peso del nombre, de su nombre. Quienquiera puede revisar la Biblia y buscar el libro de Job. El hombre que fue sometido a todos los castigos posibles por su dios, por una apuesta de éste con el diablo. A pesar de ello, Job finalmente mantiene su fe, cuestión que le da la razón al dios, respecto al sólido fundamento que es la fe para el creyente. Quizás luego a Job le es retribuído todo lo quitado, en mayores cantidades, no lo recuerdo. Pero esto último, de seguro, no le ocurrirá al Job de carne y hueso que desconocí.

* * *

Esto escribí luego de conocer la noticia, hace demasiados meses:

Job Osorio. Periodista recién egresado de ARCIS. La última vez que lo veo está a punto de viajar al sur. Ahora, meses después, sé que ha aparecido cerca de Temuco desnudo y en estado de coma por una paliza que le han dado. Según la familia andaba haciendo una investigación sobre mapuches “o algo así”. No tienen dinero para trasladarlo al hospital de Temuco donde tendría alguna posibilidad de recuperación.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Sine qua non

Toda fábula (en un muy amplio sentido) está necesitada de escenas que tiendan, tanto a la caricaturización arquetípica, como a la exageración. Siendo éste un dogma por mí impuesto, Los miserables de Victor Hugo, no escapa a la red.

Jean Valjean (que es como llamarse Fernando Fernández o John McJohnson…) sufre lo inimaginable para hacer bien vivir a su hijastra Cosette —más aún, la niña fue por ahí encontrada nada más. Siendo esto así, y recordando la insistencia de la vida por las menudencias, ¿no es acaso esta obra incombustible, un signo que apunta a la condición primordial de la existencia humana?

Miserable fue Valjean en las páginas, miserable fue Flaubert al inconcluir Bouvard y Pécuchet, como Heidegger Tiempo y ser. Detalles estos en la historia del cosmos, pero eventos trascendentes para quienes los sufrieron. Que hoy haya olvidado las llaves, que el bus se retrasara y que escriba estas líneas trémulas, importan lo mismo que un genocidio en África, si lo pensamos desde la hipotética mente del Hacedor.

Somos miserables —moral, vivencialmente— porque otra opción no existe (según se verá), así que la miserabilidad es obligatoria. Qué inmensa desilusión ésta, porque el libre albedrío sólo funciona entonces para elegir el método en que caeremos, en que seremos expulsados una vez más del paraíso inaccesible. Del mismo modo, Adán y Eva fueron pateados en el culo por insolentes. En este acto primigenio, y espectacular porque metafórico, quizás se encuentre la primera respuesta al por qué de esta desdicha, del nudo en la garganta, del vaivén del ánimo. Queriendo alcanzar lo prohibido, recibimos justo castigo —toda futura pena no gira sino entorno a tal figura.

Pero, pregúntome (cual Carry Bradshaw) ¿de dónde la prohibición, el sesgo que nos impide lo deseado, la fractura al íntimo tragón que todos somos? Y entonces de nuevo, todo este sufrimiento existe por mor de aquel policía del deseo, de aceptar que nos sean negados los placeres que requerimos (biológica/sentimentalmente, e incluso «porque sí»). Quién otro que aquel que los expulsó del Edén, pudo haber puesto tal esencia en nosotros.

Somos miserables, entonces, cada vez que creemos que nosotros mismos somos la causa del sufrimiento, pero también cuando le cargamos tal responsabilidad al Creador —torpe paradoja, puesto que él jamás hará algo.

Estamos —desde siempre— de espaldas a una pared, y con una espada rozando el gaznate, queriendo dibujar en el cuello con la punta afilada.

Justo porque no hay opción, porque esta porquería es un laberinto en línea recta, hay que abandonarse al sino particular de este tipo de existencia. Y ni siquiera de resignación estamos hablando, sino de la más completa indiferencia: el agnóstico que verdaderamente vale, no es aquel que dice que dios no existe, sino el que vive como si ése no existiera.

miércoles, 17 de octubre de 2007

Modorra

No es ni por cuestiones estacionales (la primavera que hace bajar el litio) ni de ningún otro tipo… pero tengo tanta pero tanta flojera por escribir.

He intentado redactar dos artículos. El primero, es sobre el mítico periódico poético «Noreste», y el segundo sobre mi irrestricto apoyo a la publicidad ególatra que suponen los fotologs. Ninguno ha sido acabado.

Me planto frente a la hoja digital en blanco, escribo unos cuantos párrafos, y entonces cierro la pantalla y me duermo. O en su defecto —un real defecto—, cuando quiero volver al ritmo de lectura que tuve, no puedo. Están apilados vergonzosamente para mí, un montón de libros que esperan y esperan, para no sé cuándo. Como lo que pasan a los borradores que imagino. En estos mismos momentos quisiera cerrar el laptop, o ver una película, o dejarme caer en el sopor del colchón.


Ayer ya pensé que era el momento en que mi —supuesto— tumor cerebral se manifestaría por fin. Desde las diez de la mañana un dolor horrible endulzó mi jornada. Primero apareció rodeando la parte trasera del ojo, el hueso que lo soporta. Me lo presionaba desesperado, tomé una de las pastillas rojas que eliminan las jaquecas, pero nada pasó. Con el paso de una o dos horas, el dolor se transportó hacia la mera frente. Sentí que tenía una placa metálica que podría caerse en cualquier momento, si tan sólo lo hubiese intentado. Con las cortinas cerradas y un paño en los ojos. Nada de eso sirvió en absoluto. Almorcé tarde, solo. Y a cada paso que di (y que hoy doy) sentí cómo mi cerebro rebotaba contra las paredes del cráneo. Quizás justo en el intersticio que hay entre uno y otro esté el dolor que siento. (En «No Cars Go», de Arcade Fire, se oye que hay un lugar al que ningún automóvil llega, el sitio que está justo entre el clic del interruptor y el comienzo del sueño: «Between the click of the light and the start of the dream») El dolor que siento y que a cada momento se aleja.


Un lector inteligente me pregunta si acaso cabe como posibilidad no escribir, incluso desde la imposibilidad de hacerlo. Creo que sí. Eso sí que es radicalidad, para consigo y para con la escritura, porque nos callamos teniendo como opciones el gritar, patalear o decir algo trascendente. Pero si a alguien le ponen como alternativas el silencio completo, y la inscripción de sus ideas, ¿son ellas opciones válidas, o simplemente las pensamos como tales al ser más de una (1)? Pongámoslo de este modo: un tren descarrilado, pronto a estrellarse, en el que sólo van como pasajeros un par de enemigos; en un momento, uno de ellos queda aprisionado, y el otro ve como opción salvar a su enemigo —con lo cual su propia vida corre riesgo, o huir y sobrevivir. En este particular sentido, no hay opciones válidas, pues no hay por dónde perderse, jamás será una alternativa ni siquiera pensable, el alargar la mano al que deseamos la muerte. Entonces, de nuevo: entre balbucear incoherencias, babear, insinuar oraciones, y quedarse completamente callado… ¿dónde está la alternativa?


Pensando en que da lo mismo si escribo o no, recuerdo al poeta Javier Peralta mientras golpeaba a un tipo que, esa particular noche, no se merecía los puños de nadie —pero que después y en reiteradas otras ocasiones, sí. Vuelvo sobre su única edición, Paso quiltro de 2005, y noto el acierto de su primer poema, «Otro año más»:


«Otro año más, sin dinero,
con la barba a medio crecer, el pelo desteñido,
los zapatos gastados, la ropa sucia
(…)
Otro año más, equivocándome de pieza,
olvidando a mi esposa, contando ovejas,
matando el tiempo.
(…)
Otro año más, desconocido,
pero perfectamente identificado
por impuestos internos
(…)
Otro año más, a la izquierda del mundo,
desnudo en el crepúsculo, llegando tarde,
no figuro en las listas»

Intento imaginar cuántos versos ha ideado Peralta en medio de las noches de furia, de alcohol, en que frecuentemente se halla.


Sólo por esta vez renuncio a las listas numeradas. Ellas siempre me han facilitado la escritura, sobre todo cuando las intenciones flaquean.


No es ni siquiera el hecho de saber que ya está todo escrito —si eso fuese un problema, ya no se escribiría nada, pero lo que se dice nada. Pero me acosa otro problema. Asumiendo que existen grietas en todo, ¿qué hay entre el silencio y la voz que habla? ¿Pura voluntad desbocada? ¿El mensaje pujando por salir, por estallar? ¿El silencio que se vuelve contra sí, cual gusano…? Porque no puedo escribir cuando lo único que quiero es comenzar pronto a hacerlo, iniciar un nuevo texto. Quizás exista la necesidad por el fragmento, como única manera de establecer nexo con las ideas que no se quieren ver escritas. ¿Verán aquellas ideas a través de mis ojos? Como si yo simplemente fuese un transporte, vulgar, perfectible. Y aquellas ideas se han dado cuenta hace ya tiempo, que si quieren aparecer en el mundo, la precisa manera de no hacerlo, es a través de lo que pudiese escribir. Quizás encuentren que es mejor salir expulsadas por mi mierda. Pero no hay forma de saberlo, hasta que ellas lo quieran decir.


Todo es intersticio. Y el futuro se decide en el ejercicio de conocer las distancias entre las cosas. Por ejemplo. No somos más que eso que está entre dos muertes. Estas letras no son más que una forma del abismo, que no es sino un símbolo de la muerte, que es a su vez el compendio de la existencia total, que —todos lo saben— es la cifra del amor infinito que mantiene al universo flotando sobre las nubes azules. Por eso hay que esperar que las estrellas se acomoden. Cuando lo hagan será el momento de escribir porque sí, para simplemente decir lo mismo que las letras explican —prescindiendo del escritor.

jueves, 4 de octubre de 2007

La letra origen

Escribir desde la rabia puede traer dividendos jugosos. Económicos, se supone. O en general, escribir desde cualquiera de las pasiones —como objeto, ojalá despersonalizándolos, aunque nunca se sabe.


Borges escribía desde la impotencia. Con Abufom (P.) coincidimos en que ésa es literatura de las bolas llenas (de la acumulación de esperma, para más detalles).

Al igual que Bolaño, pero desde otro tipo de impotencia. La de saberse vencido de antemano. Porque por mucha estadística liviana, sabemos que moriremos.


Caso paradigmático el de Proust. Que escribió desde la posición del esnobismo extremo. Algo así como escribir para justificar sus banquetes —justificarlos con lecturas, presentaciones, desfiles de dandies.


Desde el fondo mismo de la rabia nos mandó sus gritos De Rokha. No por nada Los gemidos, que en algún momento fue alabada por Neruda, que luego olvidaría todo: su sorpresa, su comunismo, el escribir mismo.


De manera oblicua porque mediocre (en comparación), Cortázar nos quiere hacer creer en las sorpresas. Pero sorprendernos, lo que se dice sorprender (como suspender) no lo hace más que Perec. Así, Rayuela es incomparable a La vida, instrucciones de uso, cuyo sólo título remite a los manuales del argentino.


No me canso de citar a Zweig, que escribió alguna vez desde la vergüenza. En la infinita impaciencia que lo agobiaba, en un viaje en trasatlántico hacia Brasil, sintió vergüenza de sí mismo. Aunque también es posible decir que escribió desde el kantismo de lo sublime: las masas de agua le aterraron hasta avergonzarse de su comportamiento.


«Los libros pueden tener su origen en los más variados sentimientos. Se escriben libros al calor de un entusiasmo o por un sentimiento de gratitud, pero también la exasperación, la cólera y el despecho pueden, a su vez, encender la pasión intelectual. En ocasiones, es la curiosidad quien da el impulso (…) pero otras veces —demasiadas— impelen a la producción motivos de índole más delicada, como la vanidad, el afán de lucro, la complacencia en sí mismo.» (Zweig, Magallanes)


En la vanidad caen todos. Usted y yo inclusive, créalo. Aunque no sea en absoluto difícil.


En la desesperación debe haber escrito Kennedy Toole. Él mismo  era tan parecido a su Ignatius J. Reilly —es cosa de buscar su retrato en internet. Su madre era la misma que torturaba al personaje. Y ante las constantes negativas de las editoriales a publicarle, decidió encerrarse en su automóvil y asfixiarse. Aunque todo acto humano pueda verse desde el cristal del ego: el autor suicidándose únicamente para ponerle picante a su biografía, a hacer mito sobre sí.


En la misma línea, Gernández quiso escribir su Gran Obra, y enterrarla para dejarla a la posteridad. La imaginación no alcanza para especular sobre la repercusión que tendría en el futuro aquel texto hipotético —tan hipotético como su misma escritura, y el futuro en sí.


Escribir porque sí no es en absoluto denigrante. Porque en la misma letra se muestra lo que ella misma pretende esconder: como si se tratara de gritar un secreto, un rumor por todos conocido. En la Z hay un pivote que devuelve a la A, y en la misma medida, todo «fin» (explícito o no), es el comienzo de otra lectura, o si se tiene el virus, de nuevas páginas a ser rayadas.

domingo, 26 de agosto de 2007

Grafomanía

1. En un “Artefacto” de Parra (modificado para una Feria del Libro de Santiago), se lee: «STOP WRITING. Llegó la hora de leer.»


2. Petrarca, en Italia durante el siglo XIV, se lamentaba de que todos ahora sufrieran de la fiebre de la escritura. A su amigo, el abad de St. Benigno, le escribió: «Extrañamente, ansío escribir, pero no sé qué ni a quién. Esta pasión inexorable tiene tal fuerza sobre mí que la pluma, la tinta, el papel y el trabajo se prolongan hasta altas horas de la noche y son más de mi agrado que el reposo y el sueño. Siempre me hallo en un estado de tristeza y languidez cuando no escribo y, aunque parezca anómalo, trabajo cuando descanso y hallo descanso cuando trabajo.
»¿Es cierto que esta enfermedad de escribir, como otros desórdenes malignos, es, como dice el satírico, incurable y, como empiezo a temer, también contagiosa? ¿Cuántos recuerdas que se la hayan contagiado antes de mí? Antes era raro que la gente escribiera versos, pero ahora no hay uno que no los escriba; pocos, de hecho, escriben otra cosa.
»Algunos piensan que la falta, en lo que concierne a nuestros contemporáneos, es ampliamente mía. Pobre consuelo es tener compañeros en la miseria. Preferiría estar enfermo solo (…) Si esta enfermedad se expande, hasta las vacas van a mugir en números y rumiar en sonetos.»

3. Tomás de Aquino, escribió la Summa Theologica a diez o doce manos. Pues contaba con secretarios, que sentados en semicírculo a su alrededor, anotaban los nego y afirmo del adorable Buey Mudo.

4. Al borde de la inanición, el obeso Balzac se daba ánimos para seguir escribiendo, tallando en su mesa el dibujo de la apetitosa cena a la cual él no podía acceder. Paradigma de la voluntad bien encaminada (!).


[5. En 1996 apareció el juego de video Quake. Una de las armas existentes lanza clavos, las cajas con sus municiones llevan unas reconocibles «NIN». En los créditos, Trent Reznor es mencionado por la música con la que colaboró. Aún hoy, millones de teclados están empapados de sangre.]


6. Hemingway no podía sino escribir de pie, poniendo su máquina de escribir sobre un estante que alcanzaba su pecho. Capote lo hacía con el cuerpo horizontal, en su cama (o en la que fuese).


7. Brevemente en su Magallanes, Zweig enumera los motivos iniciales de la escritura. La más sorprendente es la suya propia: la vergüenza. Pero añado otra: la venganza.


8. Ambas son compatibles, aunque más bien sucesivas. Vergüenza por no haber escrito así, ergo, venganza ante aquel.


9. Así como todo católico es cristiano, pero no al revés; todo escritor es un crítico (por lo menos potencial), pero no al revés.


10. Ante la muerte pronta (e inminente), Bolaño apresuró la escritura de 2666. Esto, a fin de cuentas, no sólo ha beneficiado al lector, sino también a sus hijos, que siendo los herederos universales de su obra, reciben suculentos cheques (o eso supongo).


11. Demasiado conocidos son los episodios de apremio económico por los que pasó Dostoievski, y que le obligaron a escribir. V. gr. El jugador.


12. Como bien lo demuestra Bartleby y compañía, la mejor cura para la enfermedad, es añadir más enfermedad. Así, si no es posible escribir, entonces hay que escribir para que la escritura sea posible.


13. Por esto último (entre otras razones), es que los siúticos afirman que la escritura no es más que el trazo de su propia imposibilidad. Todo lo escrito no es más que el silencio: hacen faltas eones para que se escriba lo que realmente sea escritura —su posibilidad positiva.


14. «Lo repito: basta que un libro sea posible para que exista. Sólo está excluido lo imposible. Por ejemplo: ningún libro es también una escalera, aunque sin duda hay libros que discuten y niegan y demuestran esa posibilidad y otros cuya escritura corresponde a la de una escalera.»


15. En una estadística un tanto apurada, pero no menos cierta, Vila-Matas afirmó que de diez libros escritos, uno es publicado; de diez publicados, uno es vendido; y de cada diez vendidos, sólo un libro es leído.


16. Ni qué decir que no hay seguridad alguna de que aquellos publicados, vendidos y leídos sean los mejores. Porque está la cifra opaca de todos aquellos nunca escritos.


17. Gernández tuvo la idea de escribir una novela mega/monolítica, la gran Obra de su vida, y luego enterrarla en una caja de plomo para que el futuro jugara con su hallazgo. La lucidez de tal ingenio, contrasta grandemente con las ansias de publicación —de todos.

miércoles, 15 de agosto de 2007

Axaxaxas Mlö

Memoria de infinita melancolía.

1. Camino hacia este lugar, por el bandejón central de la avenida (que de florida, bien poco). Recién apago el cigarrillo, y antes de que pueda evitarlo noto en el suelo, dentro de una bolsa plástica negra, un cachorro de perro muerto. Veo su rostro. El reflejo opaco de sus ojos en los míos todavía me apena.

2. Los años pasan con la premura de los que están por venir.

3. No nos hemos dado ni cuenta y ya han pasado trescientos sesenta y cinco días (con sus noches) desde el primer beso que nos dimos. En rigor: que nos obligaron a dar. El detalle no tiene importancia porque ahora nadie debe decirnos que nos besemos para que lo hagamos, constantemente.

4. Mientras en la televisión corre un reportaje sobre los torturadores de la dictadura, yo juego en el computador. Hago aquí lo que no pude con el perro muerto. Girar el rostro y no ver, o hacerse el idiota. Pero no hay que olvidar, y menos perdonar.

5. Motivado por el perro, creo, tengo ahora unas ganas enormes de estallar de/en llanto. Hay una flamita dentro del pecho que me obliga a ello. Pero aquí hay tantos desconocidos que me observarían con horror si oyeran mis gemidos.

6. Mi abuelo decía que los hombres no lloraban. Habría que agregarle: mientras puedan asesinar al culpable de sus penas.

7. Canta Win Butler: Detente antes que sea demasiado tarde. Nada dura para siempre, y así es como debe ser. Hay una enorme ola negra en el medio del mar (para mí, y para ti, y en realidad siempre ha sido tuya).

8. Me podría quedar para siempre en este lugar. Quizás ése sea mi destino: observar eternamente los automóviles irse, avanzar, explotar con sus ocupantes dentro, las ambulancias llegando, los deudos llorando, la muerte a un paso. Pessoa creyó que quizás lo suyo era quedarse para siempre en la terraza de un café. Hoy, más modernos más superficiales, no faltará quien crea que debe quedarse en un mall. O en un museo.

9. Me gusta tanto hablar de Borges. Aunque no comprenda palabra, o con precisión, no sepa hacia dónde señala la punta de su bastón.

10. Borges no era un caballero: la memoria suya era enorme. Aunque también hay que tener claro que todos los caballeros murieron durante las Cruzadas.

11. Ah, y que tampoco hay brujas. La sacrosanta infecta iglesia católica se dedicó a asesinarlas cuando la Inquisición.

12. «No se puede perdonar lo que no se puede olvidar». (Otra vez Arcade Fire, que no ayudan precisamente con esta bilis negra. Qué lata ser diletante, que exista el jodido spleen —invento francés claro)

13. A todo esto: no hay motivos, digamos, actuales (de hoy, ahora ya) para este ánimo. Quizás sea el recuerdo del preciso lugar en donde encajo dentro de la máquina. Es bien sabido que las máquinas tienen vida propia, id est, una distinta de la que los humanos podríamos suponer: de ahí que existan los fantasmas dentro de ellas, los virus, el romance.

14. Una amnistía al pasado, al dolor y a las esperanzas adolescentes. Recursos de protección hacia el futuro. Un corte radical con lo ido, y el resto, pues el resto se arreglará en el camino.

domingo, 29 de julio de 2007

Postales oníricas

You can’t watch your own image
And also look yourself in the eye
The Arcade Fire, «Black Mirror»


Entre mí y el cuerpo de una mujer existen innumerables ventanas, acomodadas en muros enormes, enmarcadas en cruces de madera. Hay tantas que ella no me puede ver a pesar de la claridad del cristal.

Lo típico: un salón largísimo, desde cuyo fondo surge una voz que me increpa. Los gritos están idos, como salidos del abismo. Mi angustia es enorme.

He vuelto a la escuela. Pero tal como estoy ahora. Lo más sorprendente es que no me molestan por el pelo largo y mi felicidad es enorme.

Llueven bolas plásticas, que apenas tocan el suelo rebotan nuevamente hasta el cielo. Es imposible caminar, pues se corre el riego de ser agarrado por una de ellas: o uno queda aplastado, o se eleva hacia su punto de origen.

Un mar plagado de pequeños peces, que lentamente y sin dolor, devoran mi piel. Jamás alcanzo a saber qué hay debajo, aunque sufro imaginando que siempre he sido otro, y que le conoceré.

Recorro una calle vacía, con filas de árboles otoñales. Nunca acabo de avanzar, pero no me preocupo por ello, me agradan sobremanera esas calles, a las que pienso como el horizonte de la ciudad.

No es en realidad un sueño, pero en medio de un orgasmo, vislumbré un salón aristócrata en el que supongo a Proust con su bigote mínimo sentado entre otros. Desde el centro de la mesa alargada y enorme, emerge un hombre delgado disfrazado con un traje con el que asemeja una flor espigada, con pétalos que recuerdo eran púrpuras. Quizás hasta haya sido Bowie. Ella no se sorprende demasiado con aquellas imágenes.

Si el sueño tiene una función fisiológica —cuidar el descanso—, ¿de dónde la angustia en las persecuciones, en las representaciones que nos asustan?

A lo lejos conversan Gernández y Valy. Estamos en algo que parece un jardín laberíntico, yo estoy en un pasaje con matorrales bien formados y altos. Entre ellos existen los restos de puertas y sus respectivos marcos ya podridos. Voy leyendo 2666 con un placer indescriptible, si todavía oigo las palabras que leí y que no eran sino las mías propias mezcladas con las de Bolaño. En un momento quiero hacer parecer a Gernández que he desaparecido, que no me vea cuando paso a otro pasillo de árboles, pero él me ve y apunta con el dedo lejano. Sigo leyendo hasta que me pongo a llorar de la emoción, y esas lágrimas –no sé por qué— me avergüenzan.

jueves, 12 de julio de 2007

El topo clarividente

Por calentura seguramente, fue que hace ya varios años fijé mi atención en Acostarse con la reina de Roland Topor (1), que se apilaba en la vieja biblioteca de mi abuelo. Supongo que deseaba encontrar pornografía del tipo Memorias de una pulga que también tuve entre manos: una cadena de adolescentes pajeros entre los cuales me encontraba (lo cual no descarta que siga siendo un onanista empedernido).
Al acabar el primer cuento, no pude sino acabar rápidamente el resto. «En Suiza» propone a tres montañistas perdidos en el frío de los Alpes. Sufren hambre, tanta que uno de ellos comienza a devorar su propia pierna ya congelada e insensible. Sus compañeros se lo reprochan, sólo para darse cuenta luego que la segunda pierna ya había sido tragada por su dueño. Y en lo mismo del hambre: un tipo que jamás ha tenido hambre, al que los mendigos le piden dinero pues sufren el apetito los mata. «¡Qué suerte la suya!» les responde, y sigue comiendo pensando en quienes se mueren con el estómago vacío.
Por esos mismos años —una década atrás más o menos— busqué en internet información sobre Topor. Encontré algunos de sus dibujos. Personajes que se cortan sus propias piernas; con máquinas que los flagelan mientras caminan; una sierra enorme que los parte en dos; metiéndose los dedos hasta el fondo de la cabeza por los ojos; estirándose hasta desmembrarse, etc. También imágenes suyas, en las que un semi calvo fuma un puro enorme, a veces con un sombrero hongo.
Por supuesto que la impresión general luego de su lectura, fue la zozobra y el más completo desconcierto. Pero paréntesis, porque fue de un modo totalmente distinto a cuando bien niño me quise pasar de listo y leer las Narraciones extraordinarias, dibujando a Mega Man (de Nintendo) en las tapas, o hace poco, descubriendo El hurgón mágico de Robert Coover; porque en estos dos casos acepto no haber comprendido nada en el momento de la lectura. Tanto Poe en el pasado, como Coover en la actualidad, me presentan un problema irresoluble, que por el lado de Topor apuntaba a la imposibilidad de reírme de todos y cada uno de sus relatos. Pero igualmente la risa es evidente cuando Jesús camina sobre el lago Tiberíades, y mientras sus apóstoles le miran, el idiota cáese tras pisar una cáscara de plátano («El accidente»).
Incomprensión, y enorme, luego que Michelson advierta a su amigo de la existencia de varios tipos de mentirosos. «Dígame, ¿mi barba es verdadera o falsa?», pregunta Michelson. Le responden que falsa, y se la tiran con enorme fuerza. «¡Pero si es verdadera! ¡Me ha engañado!» le espetan al embaucador. Michelson contraataca: su barba es auténtica, antes de mentir ha tomado sus precauciones, «hay varias clases de mentirosos (…) Durante meses he estado sin afeitarme. Ahora es imposible descubrir la superchería.» Esto es justamente el mentir del natural (Pág. 146).
Mientras leía la Crítica de la razón pura recordaba «Los alimentos espirituales», donde un niño leía el mamotreto, y las dos Críticas más, y luego toda la biblioteca. El médico preocupado, le examina, y determina abrirle el cráneo. Le encuentran un gusano en el cerebro, que extirpan. Al tiempo vuelve a leer: ha quedado la cabeza dentro.
El cuento que da título al volumen en francés, «“Four roses” para Lucienne». Un marido preocupadísimo porque su mujer se ve hermosa luego de embriagarse con el licor “Four roses”. Lo hace con una frecuencia abrumadora y entonces su hígado se resiente, debe con urgencia, someterse a un trasplante. Pero de pronto, en medio de la desesperación, descubren que el ingrediente secreto del licor es el aceite de bacalao y es justamente eso lo que provoca el deseo para con la horrible mujer.

* * *

Sufro de un estado de ánimo lamentable. Producto del amigo mío. Hay una roca enorme sobre mi pecho y el cigarrillo se va sin consultar siquiera al fumador que le necesita. Santiago está bajo ceros —como si ese número que tiende a la desaparición pudiese sepultar la omnipresencia de la real realidad— y mi cama ídem. El alcohol provoca poco si a ciento treinta y cinco kilómetros por hora se avanza sin que policía alguno detenga el móvil en cuestión. Hay que hacerse matar prontamente. Ése es el consejo del día y del mes, quizás del año o de la vida completa. Todo se va y vuelve en un compás incomprensible. Y este libro del que quise escribir se cambia en otros movimientos, que cangrejean arriba y abajo, dentro y fuera para nunca más.
A fin de cuentas todos quisiéramos morir en la montaña rusa del coito. O por lo menos en la certeza de que la muerte no tiene reverso, y que la nada espera al impaciente. Pero «Ah, neófito, no hay muerte» (2).


* * *
(1). Anagrama, Barcelona, 1982; supongo nuevas ediciones. La original es francesa, de 1967 bajo el título de «Four roses for Lucienne».
(2). Pessoa, «Iniciación», en Ficciones del interludio.

jueves, 28 de junio de 2007

Cómo escribir sobre fantasmas

1. Todavía no logro comprender por qué Francisco Mouat me envía su libro. Antes ya me había ayudado buscando información sobre el arquitecto Luciano Kulczewski, del que los estudiantes roban sus firmas de bronce que señalan sus obras. Comprendo perfectamente que sea un acto de generosidad para con uno de sus lectores de sábado por la tarde, eso lo sé. Lo intrigante viene porque en su correo de vuelta, a un comentario mío, subrayara como buena frase: «Esperamos en la misma medida en que el futuro se nos presenta inescrutable», que le he enviado. Quiero hallarle el sentido a ella, la relación que tiene con su libro, con esta crónica transparente e inteligente, sugerente hasta el acabóse.

2. Parece algo sencillo. Julio Riquelme viaja desde Chillán hasta Iquique. Un viaje larguísimo en 1956 y hoy. Lo hace para asistir al bautizo de un nieto que ni conoce. No llega a destino. En 1999 descubren sus huesos en perfecto estado a diecisiete kilómetros de la vía férrea. Fue, lo que se dice por el norte, un empampado: un perdido en el desierto. De ahí la madeja se enreda y entonces Mouat escribe El empampado Riquelme (*) sobre los nudos, sobre el enjambre de enigmas que el caso presenta.

3. «Sin más compañía que la dureza de las piedras, el idioma del silencio y el espíritu de la pampa» (Pág. 39). Entonces, ¿por qué utilizar el pie (derecho) para afirmar su sombrero? ¿No habría sido más sencillo, por ejemplo, ponerlo bajo su cabeza como almohada? Todo dureza, lo más alejado de la comodidad, pero a pesar de ello ése es el lugar final de Julio Riquelme. Luego una suerte de cremación espontánea, diríamos en agradecimiento, porque la huesa amarillenta se deshizo al querer trasladarlo, los restos de carne seca ídem. Todo lo que quedaba de lo que fue Julio Riquelme, fue regado por el viento del desierto que ya antes lo custodió durante cuarenta y tres años.

4. Supóngase la tan mentada recapitulación pre-mortem. Julio Riquelme adquiere una lucidez desubicada —dada su situación extrema. Retiene su sombrero. ¿Para quién, para qué? (Si lo hizo para sí mismo entonces su lucidez deviene en signo de esperanza, o de locura desértica. Recuerdo la demencia provocada por la blancura antártica, los pingüinos de Poe rajando el silencio: Tekelili, tekelili, y los monstruos de Lovecraft imitándolos, despojando de cordura al espectador desprevenido). Quizás tuvo sueño y echóse a dormir, y ahí mismito se fue. ¿Pensaría volver a despertarse? Y lo hace, tomando su sombrero de ala ancha y cuero para seguir rumbo a la costa, alejándose cada vez más de la estación Los Vientos y de la vía férrea. Aquí, cada metro supone días de pérdida, entonces habría que preguntarse, ¿cuántos kilómetros hay que dejar atrás para desaparecer por completo? Una cifra opaca, claro, porque avanzar demasiado obliga a llegar a la antípoda de la antípoda, que no es más que el punto de origen, aquella antigua pretensión…

5. Riquelme quizás amasó un plan completísimo. Sus hijos no le necesitaban en absoluto, hace décadas que no tenían una relación cercana (ni lejana). Y él viajaba a Iquique al bautizo de uno de sus nietos. Bajó quizás en Los Vientos, y se dejó morir seguro (más o menos) de lo que sucedería una vez ido. ¿Pero de dónde la seguridad en la efectividad del plan? Y más aún, en su sincronización perfecta, esto es: que le hubiesen hallado en el desierto, pero vivo, ya habría implicado el fracaso de sus anhelos retorcidos. Pero la pampa es una boca de lobo, y un único paso revela el vacío, el infinito espacio que separa al perdido de sus cazadores.

6. Cuarenta y tres años de pérdida no beneficiaron a Julio Riquelme que quizás hubiese deseado un plazo menor, para acallar los rumores, para que su ex mujer se fuese a la tumba con otra idea suya, para que fuese recordado por sus nietos. Mouat le achunta al afirmar que es un gran mérito el que fuese hallado, pues si en cuarenta y tres años fue invisible, nada impedía que pasaran nuevos cuarenta y tres años. Y he aquí lo formidable del empampado —y por extensión del desaparecido. Que si su ocultación, voluntaria o no, provoca catástrofes inimaginables antes del movimiento (del pase mágico), mayores estragos ocasiona el que vuelva a la presencia, a presentarse con la imagen de la vigilia y ya no con los harapos del recuerdo. A partir de enero de 1999, Riquelme entra nuevamente en la bitácora de su familia, cosa formidable si es considerado el borramiento que había sufrido en 1956.

7. «Antes, de mi papá no se hablaba. Era como un hombre olvidado. Mutis por el foro. Ahora no se puede olvidar» (Pág. 66). Ahora no se puede sino hablar de él. El tiempo se mueve, y lo que era su recuerdo comienza nuevamente, desde el instante en que es encontrado. A partir de ahora se le recuerda de otra manera, como si fuese otro hombre que el desierto parió.

8. «Lo mataron (…) Se fue con otra (…) Se fue a Bolivia (…) A lo mejor robó plata del banco y se fugó, eso andan diciendo algunos (…) No quiso encontrarse con Celinda (…) Se cayó borracho del tren quién sabe dónde (…) Se cabreó, no más. Le bajaron los monos, se bajó y se fue (…) Se empapó (…) No era verdad que quería abuenarse con nosotros (…) Se volvió loco, dijo el diario. Le vino un trastorno medio raro (…) Lo mataron y lo enterraron, nunca más se va a saber de él.» (Pp. 68-69)

9. «Estos números hablan de una ecuación existencial: el hijo descubre a su padre muerto y verifica que su papá era en el momento de su muerte más joven que él» (Pág. 93). Tal que el hijo impaciente, estuviese en la sala de espera de la maternidad correspondiente. Eso, y nada más fue el trayecto hasta su sepultura.

10. Y el argumento, la historia de la desaparición de Julio Riquelme adquiere un vuelco novelesco. Como si en algún momento Mouat se hubiese puesto a leer a Aira —en el supuesto que Mouat escribiese así, en seco, sin la imagen real de Riquelme tirado en el desierto. En el penúltimo capítulo Mouat, o el personaje que él se hizo, consigue hablar con un hombre que compartió el tren con el Empampado, que le conoció en el viaje. Dicen que en un momento, quizás cerca de la estación Los Vientos, Riquelme pareció indispuesto. Pensaron que le dolía el estómago o la cabeza. De pronto, en la noche, abrió su maleta y guardó varias cosas en sus bolsillos, y salió del carro resuelta y rápidamente. Otros pasajeros, no sus compañeros, vieron caer un bulto por el lado del tren. Sus compañeros dieron aviso de su desaparición a los pocos minutos luego de no hallarlo por lado alguno. El tren se devuelve y no lo halla. Este testigo que ahora vive en Australia, jamás olvidó este suceso. A veces pega su vista a un cartel enorme de un esqueleto tomando coca-cola, que está en el desierto australiano. Digamos que Riquelme consiguió lo que nadie pudo. Marcó no solamente a este hombre sino al resto de sus siete compañeros de viaje. Todos, en algún momento de la noche le recuerdan, y se preguntan lo mismo que Mouat. Quisiéramos saber qué pretendió hacer Riquelme, si parecía resuelto a hundirse en la pampa oscura, si de pronto comprendió que su destino era el ambiguo decurso del olvido y la muerte? Recuerdo a un (otro) muerto que anhelaba la eliminación de su nombre. Borges habla:

No quedará en la noche una estrella.
No quedará la noche.
Moriré y conmigo la suma
Del intolerable universo.
Borraré las pirámides, las medallas,
Los continentes y las caras.
Borraré la acumulación del pasado.
Haré polvo la historia, polvo el polvo.
Estoy mirando el último poniente.
Oigo el último pájaro.
Lego la nada a nadie.
(1)

11. «Tengo una fijación, no sé muy bien por qué, con los perdidos, con los que desaparecen y no dejan huella, con aquellos sujetos que escriben con sus vidas una historia mínima que apenas alcanza a tocar a los pocos que están cerca de ellos, con suerte a su familia, sus amantes y sus escasos amigos; seres humanos que parecieran no afectar a nadie más en este planeta y cuyo destino no interesa socialmente. Ellos hablan a veces con más fuerza que ningún otro de la condición humana: por su fragilidad explícita, por la mayor libertad que solemos tener para saber cómo viven, porque viven sin mucho que ganar y casi siempre acaban perdiendo.» (Pág. 147)

12. Y por fin creo encontrar el quicio por el que Mouat creyó conveniente enviarme su libro. O quizás es todo parte del plan magnífico de Julio Riquelme, el mismo que el grafólogo nota en las manchas que existen en su identificación. Ineludiblemente en la espiral, y Capote me recuerda: «cuando uno se aleja del mundo, el mundo debería acabarse, pero eso nunca sucede. La mayoría de la gente se levanta por la mañana, no porque importe lo que haga, sino porque no importaría que no lo hiciera.» (2) Pero don Julio Riquelme no previó ni el futuro silencio de sus hijos, ni la pequeña obsesión de un escritor con su sino, ni estas líneas, ni la película que se planea. Y así, el pasado de Riquelme se mezcla con la actualidad ilusoria del lector de El empampado. Y lo que escribo no sería sin sus pasos precisos en su momento, pero inciertos e insinuantes ahora.

13. La obsesión (compartida) de Mouat no es tal, o con precisión, es más bien cierto estado de ánimo, un vaivén del humor o algo igualmente impreciso. Su fijación es idéntica a la que, con variantes, señala Melville con Bartleby o Kafka y su Soltero. Riquelme es la cifra de la nimiedad intrínseca de la humanidad. Usted y yo también. Sorprenden sus historias porque son el breviario de nuestra propia precariedad, del estar constantemente en la cuerda floja. Perderse, o dejarse, en el desierto no comportan sino distintas circunstancias: a fin de cuentas el desasosegado Bernardo Soares, o alguno de los autobiográficos personajes de Fernando Vallejo, habrían querido lo mismo, legar la nada a nadie, y con una fuerza demencial no desear nada, sino desear la nada.


* * *
(*). Ediciones B, Santiago, julio de 2002.
(1). «El suicida»
(2). «Profesor miseria» en Cuentos completos, Pág. 188. Anagrama, Barcelona, 2005.

sábado, 23 de junio de 2007

Cortorrelato apologético

De manera imperdonable, me he dado cuenta que no he escrito sobre Jorge Loncón. Apenas una mención, creo, pero cualquier excusa agrava la falta para con este gran escritor chileno.

Hace un par de años redescubrí uno de sus libros publicado en plena dictadura de Pinochet. En septiembre de 1983 acabó de imprimirse —en la clandestinidad supongo— Semi sordo y algo ciego, volumen dividido en tres partes: Cortorrelatos regerenciales, Largorrelato ingenieril, y Diálogo—Relato ministerial. Ya lo había leído hace más años, me había reído de las burlas contra el dictador de turno y creo que me había preguntado cómo demonios fue publicado sin que los esbirros militares acribillasen a editores, tipógrafos, correctores y autor —así sin más.

Cuando lo hube redescubierto, se lo pasé a Gernández que rió de buena gana, ya por las burlas, como por lo bien que Loncón escribe. Supongo que veníamos recién saliendo de Los detectives salvajes, o solamente éramos más pendejos, pero decidimos buscarlo. Gernández hizo nada. Yo gasté los ojos en el enorme directorio telefónico. Hallé dos Jorge Loncón. Uno con la «V.» luego del patronímico, lo que coincidía con mi presunción de que la señora Victoria Vidal de la dedicatoria, era la madre del escritor (el otro nombre que la antecede es Custodio Loncón). No recuerdo con precisión todos los detalles, sólo las generalidades, una memoria de la generalidad de lo general. Del olvido de los nombres y las lecturas, y con ello, de los escritores perdidos quién sabe dónde.

Uno de los Jorge Loncón, lo recuerdo perfectamente, vivía en la calle Perseverancia, de la comuna de Independencia en Santiago. No hay mejor lugar donde vivir que esa calle. Llamé a ambos. Uno contestó. Le consulté si acaso su segundo apellido era Vidal, y me llevé una decepción. El Loncón de Perseverancia jamás levantó su teléfono. Lo vi con la cabeza caída sobre su pecho, babeando mientras su brazo quiere buscar algo que llevarse al gaznate. No encuentra qué, y el sonido del teléfono le molesta tanto como para cortar violentamente el cable blanco tras el sillón raído.
Insistí por varias semanas. Luego se alargó a meses antes que trabajase el hastío.


Zweig, en su hermosa biografía de Magallanes, afirma que hay muchas incentivos para comenzar a escribir, muchas formas en que la pluma se lance. Para él, en un viaje en barco de Europa a Brasil, fue la vergüenza de sentirse miserable ante el mar (lo sublime kantiano, digamos). El motivo de Loncón puede ser similar, algo como la impotencia ante el horror de la dictadura.

En «Manifestación popular» todo el pueblo decide demostrar su desadhesión al Regente. La manera es extraña: riéndose. En pocos minutos toda la capital está a carcajadas, al cabo de unas horas la radio informa de los primeros desmayos en regiones extremas. Los servicios de salud no dan abasto y toda la población cae agotada o directamente muerta por las carcajadas: «En cuanto a Su Excelencia, el Regente, gobernó por muchos años más, muerto de la risa.»

La segunda parte, el «Largorrelato ingenieril» apunta —como el resto— al absurdo, al ridículo que no es necesario forzar. Y en esto hay algo del mismo material que utilizó Topor, el amigo de Jodorowsky y Arrabal, los del teatro pánico. A un pequeño pueblo comienzan a llegar grupos de ingenieros y constructores para en poco tiempo llenar el villorio de estadios. Hacia final del año ya existen nueve estadios construidos en menos de diez meses. Todo está bien en la población, hasta que el ingeniero jefe consigue la autorización para demoler la iglesia para levantar el décimo y último estadio. El pueblo se rebela e intenta linchar al ingeniero. Éste huye en helicóptero mientras abajo la gente quema los edificios en medio de un improvisado carnaval.

El largo relato final tiene la forma de una obra de teatro. Donde el gobierno tiene el PROYECTO IGRIEGA, para «educar niños incontaminados, puros, excelsos, que un día se conviertan en árbitros justos, inflexibles, insobornables». El Máximo (otra cara del Regente) autoriza el plan, y son enviados dos niños a una isla a comenzar su adiestramiento. Pero claro, en el trayecto hay problemas, sobre todo con uno que «tiene tendencia a pensar demasiado. El otro día me mostró un estudio que había hecho para demostrar la inutilidad de la tarjeta roja». A pesar de ello, las dudas técnicas y de reglamentación son subsanadas, y ambos jóvenes —Tory y Nero—, viajan hacia la ciudad.

Ahora Nero arbitra un partido. Tiene problemas y acaban golpeándolo, al igual que a Tory que intenta ayudarlo. Son ahora juzgados públicamente, con el cargo de haber iniciado el partido antes de que el bienamado Máximo llegase al estadio. Finalmente Nero es absuelto, pues se considera que Tory lo malinfluenció. Le obligan a dejar su pito y a hacer abandono de la sala:
«—Tu nombre no es Nero.
—Yo no me llamo Nero. Estoy vivo. Buenas noches.»


¿Qué decimos del poder cuando se asemeja a sí mismo, id est, al atronador barullo, o a las minas antipersonales? Sólo queda el recurso de la risa, pues como dijo Stubb de Moby Dick (y repite Aira): «No sé muy bien lo que me espera, pero, de cualquier modo, iré hacia eso riendo» —y antes también: «la risa es la mejor respuesta ante lo desconocido» —¡toma Lovecraft!

¿Dónde se encontrará en estos momentos Jorge Loncón? Me he hecho la pregunta muchísimas veces. Y al parecer ahora se dedica a la dramaturgia en el sur shileno según me han contado. Ahora, no hay motivo verdadero para querer conocerlo, pues probablemente sea tanto o más común que sus lectores (escasos, suponemos). Imagino que me le acerco, le digo lo mucho que me gustó su libro, y él con cara de nada. «Ah, qué bueno» agrega, y se aleja. Quizás ni recuerda la existencia de ése libro, porque ha vivido en una fosa desde entonces, porque (remedando a un personaje de Underground de Kusturica) la dictadura misma fue un subterráneo. Y de esto, apenas una palabra: una vez Pinochet en el poder, afirmó que el comunismo había dejado a Shile al borde del abismo, y que ellos darían un paso adelante… sic.

* * *

RÉQUIEM
Por Jorge Loncón
(De Semi sordo y algo ciego. Ediciones Minga, Santiago, septiembre de 1983. Página 15)

Cuando el carpintero se dio cuenta que —por razones de edad— ya no podía seguir trabajando y debía acogerse a jubilación, se suicidó.
El Regente envío sus condolencias a la familia y, en las exequias se hizo representar por un orador que, luego de un emotivo discurso, en donde exaltaba los valores cívicos del viejo, lloró escandalosamente.
Cuando el suceso húbose olvidado, el Regente hizo poner en circulación un documento en donde se alababa el espíritu patriótico del anciano y se instaba a los viejos a seguir el ejemplo. En fin, la solución que el viejo había dado a sus problemas, era una solución que contaba con la simpatía de la autoridad.
Terminaba afirmando el escrito que, por ahora, el suicidio de los viejos sería voluntario; más tarde obligatorio.
Lo visionario de dicha medida fue debidamente alabado en distintos círculos, los que hicieron llegar al Regente un listado de firmas apoyando tal política, que daría al mundo pruebas irrefutables de la operatividad del gobierno.
Ese día el Regente se tomó la tarde libre.