jueves, 14 de agosto de 2008

Lo que te leeré mientras muramos, Denisse

Haría un collar con los pedazos de nosotros que quedan luego de.

MJ y PM peleando por una chica a la que le llaman “la jodida” («the doggone girl is mine»).

No tienes por qué preocuparte de aquel pinganilla que una vez te molestó en la calle. Es mejor ocuparse de mí, que sí reconozco la belleza, que la disfruto cada noche, de distintas maneras.

Y qué tal si nos fuésemos dentro de un remolino de agua.

Recordemos para adelante y veamos cómo nos va, si acaso las llamas lo abrasan todo.

Las tijeras del editor no pueden hacer menos magnífico a Carver: una hormiga en la trompa de un mamut.

Ahora puedo oír distinto, los pulsos, la vibración del platillo, el rasgueo preciso, el ondear.

Cayendo en picada en una montaña rusa imposible que no tiene más que bajadas, cuya curva ascendente siempre se aleja.

Nos debemos al pasado y lo que queda de este presente. El resto es niebla gris, cargada de tormenta.

«Pero a veces el futuro vive en nosotros sin que lo sepamos y nuestras palabras, que creen mentir, designan una realidad próxima.» En busca del tiempo perdido, IV: Sodoma y Gomorra.

El colmo de la Biblioteca Total: una enciclopedia escrita por Borges, que no es más que la Biblioteca fabricando un autorretrato desde otra mano, asumiendo y acrecentando el equívoco.

En el fondo: "Oye loco, la perra es mía".

Eydie Gorme+Los Panchos, versionando: "Yo no sé si tenga amor la eternidad, pero allá tal como aquí, en la boca llevarás, sabor a mí". Secos.

Debe ser un horror vivir dentro de la cabeza de Tim Burton.

Una bomba estalla dentro de un banco. Las tejas del techo se deforman por la explosión, creando un patrón circular, como si las tejas fuesen un lago y sobre ellas cayese una pequeña piedra.

Los personajes proustianos carecen de moral, comportándose como animalitos. Jupien y el señor de Charlus follan en un baile turbio, con reglas levantadas en el apuro y sigilo del placer lateral.

No desapareceremos juntos, porque hacerlo implica aparecer frente al otro (en tus pupilas, del otro lado), y la desaparición se anula.

Tanto, tanto, tanto que a veces desespera, como cuando a ti te pican las manos.

No, tienes razón, no es nada bueno que la profesora de básica muestre las tetas ni tenga sexo con su alumno de 12 años. Pero igual me imagino en el trance, y visto desde hoy, parece sublime: Mary Kay Letorneau.

No es nada bueno, pero Nietzsche dixit, que todo lo que se hace por amor está más allá del bien y del mal.

Un domingo en el Parque Forestal, caminando entre ex traficantes de cocaína en el Mercado. Confundiéndose entre los escualos de tierra. Parece todo mentira en más de un momento.

La imaginación tiene bordes, porosos. A cada intento de romper sus fronteras, el centro de ella se mueve, entonces el nuevo territorio es únicamente un espejismo.

Es cierto que la memoria perfecta no agudiza los sentidos. Pero la memoria imperfecta sí que lo hace mi amor.

Escribí sobre mi biblioteca, y acabo así, contigo a mi lado: « Imagino escribir esto en el preciso momento en que veo a mi biblioteca más bella que nunca. Porque aquella mañana, para poder mirarla, debía posar primero los ojos en tu espalda desnuda.»

Una versión propia de lo que seríamos el unX sin el otrX: una pintura invertida, una imagen sobreexpuesta en la retina misma, cual si el ojo tuviese el obturador muy abierto, la emulsión vencida y la mano temblase.

El acelerador de partículas tiene dentro una mariposa nocturna, que agitando sus alas desprende polvo sobre los quarks transparentes: he ahí el secreto de la física cuántica, lo que ni Hawkins ni Sagan supieron nunca.

Que todo es una cadena de posibilidades puras. Que nunca ninguna de ellas se concreta acabando sobre sí. El mero hecho de pensar un cierre se escapa a su concepto.

Que la realidad tiene como base puros cuadros estáticos de imagen. El parpadeo imperceptible del tercer ojo hace el efecto de movimiento, y el de posicionamiento espacial.

Qué bueno es decir que siempre, todo texto no es sino una carta de amor. Justifica las más grandes caídas horrográficas, las inconsistencias gramaticales y la falta de gracia.

Reducirnos a una expresión química posibilita el aniquilamiento enterno/eterno. Soy más que este cuerpo y sus llagas. Soy el motor que mueves y que empuja tus engranajes.

Somos lo incompresible para el Otro. Y en las maromas por entendernos, nos disolvemos desapareciendo ya no para aparecernos el uno frente al otro, sino para fundirnos en el mismo párpado.

Un contrato firmado por abogados corruptos, y hecho válido por perros callejeros. En el círculo de sus afinidades morales, el resto del mundo se juega su estabilidad.

Las alcantarillas llenas de desechos de los abogados y los perros. Y los perros y los abogados como desechos. Es cierto que el mundo no es un lugar cómodo para morir.

Nunca sabré qué es lo que me gusta, qué es lo que quiero más que por la vía negativa. La voltereta es esta experiencia que me abre los ojos, porque por lo menos sé lo que no quiero, lo que aborrezco como si de un monstruo se tratase.

Hay un desierto amarillo, cubierto de desechos robóticos. Nadie más que tú y yo, leyéndote al oído una lista de sinsentidos. El tiempo pasa sólo para que no lo notemos. No hay vuelta atrás, ni forma de esconder la cabeza ni menos salvar la vida.

Tú misma viste arder la boleta entre tus piernas: abrazándonos entre las bolutas de papel negro, idas en un viento nuevo, que nunca volverá por acá.

lunes, 11 de agosto de 2008

Las sucesiones

Vi ciudades sobre ciudades. Se superponían unas sobre otras, reemplazándose en un movimiento nebuloso, de lento pero preciso desvanecimiento, como si la pereza de la mutación acrecentase su pulcritud.
En una de ellas, existe una enorme plataforma sobre la que construyen una gigantesca nave espacial en la que todos contribuyen. En otra, decenas de varas de luz se ordenan en los vértices de otras tantas decenas de palmetas de cemento, rodeando un edificio magnífico, con una cúpula verde oscuro porque veo a ambas ciudades atardeciendo.
Mientras las observo, con pasmosa tranquilidad, los árboles que tengo entre las ciudades y mis ojos, comienzan a moverse. De todo mi cuadro visual se recortan trozos escuadrados, que ascienden diagonalmente/arriba/izquierda. Pero no queda un vacío, sino que el mismo trozo se reemplaza de inmediato por sí mismo. Y esto ocurre como lo cotidiano, como si efectivamente así se comportasen los árboles invernales. A falta de hojas, entonces el movimiento fractálico: la realidad dividida en secciones perfectamente calzables unas con otras --un rompecabezas siempre allí dispuesto a ser desarmado.

Hay otras muchas ciudades que no recordé. Quizás no eran tales, sino las transiciones entre una y otra, las etapas medias de la labor de destrucción de la previa. Por lo mismo, es evidente el no recordarlas. El entremedio no se nota más que como comienzo o final.

Hay una tercera ciudad, pero esta es real en la medida de las cosas duras e impenetrables, no como las otras que son horizontes de llegada, plataformas de lanzamiento de lo (im)posible. Ciudades como eternos fetos dentro de cáscaras grises.
El solo verlas es una experiencia sublime.
Desde atrás vienen coros que me rodean, que envuelven como algodón cálido, rosado pero no de azúcar. La sutileza de la música no se condice con sus efectos en el ánimo. Las voces femeninas son un bálsamo. Hacen más suave la ya de por sí sutil transición entre las ciudades. Y con otras músicas puestas sobre los coros, los efectos se potencian, mientras mis manos frías funcionan como parlantes móviles. Los dedos incluidos. Moverlos supone variaciones de las ondas sonoras, cuencas de audio, distintas formas geométricas enfundadas en sondo que envuelve sobre la envoltura de los coros.

En la tercera ciudad -la real porque dura-, al atardecer, comienzan a aparecer tentáculos de fuego sobre sus calles, en ellas. Las máquinas que las recorren producen luz propia, rojiza o amarillenta, formando haces consistentes, varillas incandescentes que son la materia de los brazos del pólipo de fuego.
Con detención, es posible ver los cruces de las grandes avenidas. En sus esquinas se detienen las máquinas, dejando pasar a otras. El detalle es magnífico, la precisión que alcanza la vista a pesar de la distancia, es sorprendente.
En estas ciudades el detalle brilla.
Fuera de estas tres, y todas sus posibles transiciones, existe la ciudad que bulle en el suelo, en una baldosa de piedra de otra ciudad que la contiene y disimula.
Es cosa de mirar este piso, uno como cualquier otro, y comienzan a delinearse sus barrios y avenidas vistas desde la altura de un avión imposible, que volaría con una ciudad arriba y otra abajo, donde el cielo no fuese sino otra calle que une las urbes antípodas.
Y como esta ciudad está entre otros rectángulos idénticos, ellas se multiplican hasta el absurdo, pensando en las decenas de avenidas que usan estos adoquines. Todos estos cuadros-ciudades se mueven como si estuviesen montados sobre una ola de cemento líquido que los destruye y reconforma segundo a segundo. Quizás todas las ciudades se muevan sincronizadas, y sus reflejos e incandescencias les sean comunes.

Al final, el número de ciudades posibles de montar y desvanecer no es infinito, pero sí suficiente. Llegará el momento en que ya todas hayan pasado frente a mis ojos, y ese número habrá de ser multiplicado por sí mismo (por las innumerables ciudades que no son sino transiciones).
Y entonces, quizás, todas las ciudades se con-fundan y destruyan para comenzar de nuevo los movimientos entre ellas. O se acaben todas, y la idea misma de ciudad acabe y no queden más que prados y mesetas. Vacíos y puros bajo el cielo diamantado.