Hace
poco el escritor argentino cumplió 64 años, y por mucho tiempo más se publicarán
varias de sus novelas al año, sin contar sus traducciones, ensayos ni
conferencias alrededor del mundo. Aira está en todos lados, sólo es cosa de
saber mirar.
Llegar a Aira es un
accidente. Provocado o no, deseado o no. A fin de cuentas leerlo es caer en
enojo y deslumbramiento. Si se vence una novela, y se quiere conseguir otra,
ahí es cuando un vórtice nos alcanza, y se empieza uno a cuestionar nociones
que creíamos estables, por ejemplo: ¿qué debe tener una novela para que sea
calificada así?, ¿cómo es posible que éste tipo publique 6 al año?
En la novela La última de César Aira, el también
argentino Ariel Idez lanza una invectiva contra la pretensión del lector de
agotar la obra de un autor, poniendo como parangón todas las publicaciones de
Aira: pareciese que nunca se detuviesen, que siempre salen nuevas ediciones,
que Aira estuviese diez pasos delante de sus lectores, tan lejos de ellos que
nunca le podrán dar alcance. Y justamente eso es lo que se siente una vez se
inicia su lectura. A pesar de ello, Aira repudia que le recuerden su elevada
producción. “No sé qué idea se ha asentado en general de que el que escribe
poco, el que escribe un librito cada 20 años es buenísimo, es un genio, y el
que escribe cuatros libros por año es un tarado”.
Por lo mismo, conseguir
uno de sus libros es algo sencillo. Probablemente se encuentre con algo de lo
poco publicado por LOM, La serpiente o
Un episodio en la vida del pintor viajero.
En ésta presenta un relato verosímil: los paisajes salvajes de la cordillera
camino a Mendoza, siendo pintados y vividos por Mauricio Rugendas. Hasta que
sucede un accidente, y todo se trastoca y desborda. O puede ocurrir que se pase
por una librería de viejos, y se halle Embalse,
o algo de lo que ha publicado con Emecé, aparte de sus innumerables
traducciones. Porque ha traído al español desde Raymond Chandler hasta una de
las cumbres de la narrativa gráfica: Maus.
Hacia 2001 publicó una Enciclopedia de autores latinoamericanos:
un mamotreto que estuvo en bodegas por 15 años. En rigor lo que mueve a Aira no
es un afán propiamente enciclopedista, sino uno escatológico y afín a sus
gustos. Figuran en sus páginas los clásicos, las lecturas obligatorias, pero
por sobre ellos están los marginados, los olvidados, los peculiares y
excéntricos. Así, las fuentes de Aira son diversas y perversas: “El material
con que escribo mis libros viene mitad y mitad de esas dos puntas: un poco de
Proust, un poco de Ren y Stimpy. No hay nada deliberado ahí, es solo lo que me
gusta”. Y así mismo queda en el recuerdo del lector. Desfilan monjas, enanos,
terroristas, todos los personajes más estereotipados según él, y vueltos una
caricatura de la mofa que ya son, puestos en escenarios recargados, con
misiones irrisorias o directamente fatales. No es poco casual que todo acabe
con un estallido sordo en el cual Argentina (o el mundo) desaparece.
Si hay algo de cierto
en que escribir es haber leído, todo es carne para la picadora de Aira, en
función de un mundo con el eje trastocado, donde lo inverosímil es transparente
a los personajes, pero puesto de una forma que irrita o trunca la lectura. En
su visita a la FILSA en 2009 dijo: “Eso de la ‘necesidad de expresión’ siempre
me ha parecido un poco macaneo, un poco excusa. Todos queremos hacer libros y
darnos el placer que tuvimos alguna vez leyendo”. Una felicidad en fragmentos,
que pasa luego al olvido en términos genéricos pero que deja la marca de su
absurdo y sus excesos. Entregarse a su lectura voluntaria implica locura y riesgo,
tal como él mismo escribe sus novelas. “Tengo un método de escribir, de
improvisar, de ir día a día, de dejarme llevar por el capricho de cada día”. Cada
jornada unas cuantas páginas, sin nunca volver sobre sus pasos a revisar ni
menos corregir. Ha propuesto ir hacia adelante a toda costa, justificando lo
escrito ayer con el trabajo de hoy. Si lo cumpliese, así se podría entender los
híbridos que algunas veces resultan sus novelas. Como en Las noches de Flores, que abre relatando la bucólica vida de los
jóvenes repartidores de pizza del barrio donde Aira vive, para luego mutar en
una novela de misterio y persecuciones, con un enano mutante disfrazado de
Batman, y un laberinto bajo un monasterio que refleja la disposición de las
estrellas sobre Buenos Aires.
Aira ha creado su
propio universo. Le ha dado forma a su escritura, que es una única novela publicada
en esquirlas. Aira es una conspiración. Es uno o muchos. En caso de ser uno,
está el problema de cómo escribe y publica tanto. El don de la ubicuidad
editorial le pertenecería. En caso de ser varios, atenta contra la buena fe del
lector, al que le agrada la unidad en la personalidad de sus autores favoritos.
Una y otra opción presentan problemas, así que quizás sería conveniente afirmar
que Aira es nadie y es un soplo, el aire que se va, un recuerdo deshilachado: “En
términos generales, diría que soy partidario del olvido, que es liberador y
suele estar del lado de la felicidad, mientras que la memoria es una carga y
está aliada al remordimiento, al rencor, a la nostalgia y a las pasiones
tristes.”
Publicado por ahí en papel en marzo de 2013.
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