jueves, 24 de diciembre de 2009

Tumores y cables coagulados

Lo vi para cuando NIN tocó en Santiago. Ni pensé en decirle algo, si ni siquiera había leído aún Ygdrasil ni menos Synco.

Jorge Baradit se para frente al micrófono presidiendo una misa negra, aunque se trate del re-lanzamiento de su opera prima. Y creo que en un par de ocasiones recordó ése concierto en Arena Santiago, porque ponía la pierna delante de su cuerpo, sosteniéndolo, mientras leía pasajes de un libro que le tapaba el rostro, como Reznor. Petulante e histérico parece así sin más. Un niño asustado que no puede dar cuenta de los horrores que ha creado, pero que lo intenta, y en ese intento vuelve a levantar nuevos panteones negros, otras formas de la maldad, e inquietudes perfeccionadas.

Cuando comencé a leer Ygdrasil puse The Downward Spiral en el iPod y ya casi sentía como mi existencia material se diluía entre los sintetizadores de NIN para renacer a otro tipo de vida, a una modulación alterna de la realidad, a su mismo borde donde se acunan los miedos primigenios y las Ideas platónicas, los monstruos bajo la cama, las vergüenzas y perversiones de la humanidad entera.

«Ygdrasil es un tumor», dice una y otra vez Baradit. Si así es, entonces Synco es el fantasma en la máquina, un oximoron reiterativo y un acrónimo recursivo; y Kalfukura es el sueño en latencia de la comunidad de hechiceros americanos en viaje de psilocibina.

Para la presentación de la edición limitada de esta novela (300 ejemplares con tapa negra, los primeros 30 foliados y con una parte del manuscrito en papel roneo), Baradit insiste en que no es escritor, de aquellos dizque profesionales. “A Picasso no se le puede exigir una línea recta” afirma certeramente, obviando las distancias de su metáfora. Pero a pesar de ello, su relato se mueve de manera veloz, y cuando se detiene es precisamente porque Baradit no hace bien las líneas rectas, y supongo, ni siquiera las pretende hacer: en Ygdrasil, Synco y la reciente Kalfukura se nota la artificialidad del diálogo —un registro ‘convencionalmente’ problemático— que frecuentemente hace salirse al lector de la vorágine de al narración, y preguntarse simplemente por qué habría dicho uno justo antes de ver drenada su psiqué por un tubo de cobre que se hunde en la columna luego de ser decapitados virtualmente. Y la mayor parte de las veces uno se callaría, porque la trama de sucesos que se tejen en sus novelas apuntan a experiencias que sólo con gran caridad podrían ser tildadas de humanas, o siquiera imaginables.

Mientras devoro Kalfukura anoto una frase que sirve tanto de loa como de ofensa: con un argumento de este tipo, un pelmazo como Dan Brown se manda un libraco de 600 páginas, lo que tendría como consecuencia un texto como story board, pero a la vez, con un argumento de este tipo, Baradit queda corto y le faltan unas 80 páginas más. No sin arrojo se ha dicho que Kalfukura fue lo mejor de la FILSA 2009, y aunque no es una mala novela, es por lejos la más débil de Baradit. Un bosquejo ampliado: de ahí que se sienta en falta. Pero que no se entienda bosquejo en sentido plenamente peyorativo: esta es una malla débil tejida con los mejores hilos, y en eso se nota el estilo con que Baradit quema su escritura. Hay un apresuramiento adolescente, una impulsividad suicida, una explosión de datos en la cara del lector, una palmadita a la corteza donde están los dioses primigenios, y un grito que se ahoga en medio de porquerías de procedencia indefinible. Y todo eso está bien, de hecho, mejor que bien, porque así es como/cómo Baradit vomita sus demonios. Por ahí dice —hablando de Kalfukura— que está seguro que si los chilenos sacaran fuera sus demonios, en esta tierra habrían menos terremotos.

martes, 10 de noviembre de 2009

Aira estaba solo

Antes que nada y por sobre todo: Marco Antonio de la Parra es el idiota siútico más grande que pisa esta enorme tierra, y en adelante será mencionado con adjetivos ofensivos para la mayoría, pero que ni siquiera rozan su verdadera estupidez.

Dejando eso claro, es evidente que César Aira estuvo solo en el diálogo de la Feria del Libro de Santiago ayer. Y del público, hay que descontar a las viejas cuicas que reían con los ingenios del idiota, y al tipo que quiso timarme con uno de mis libros.

Nos demoramos con Gernández en hallar la sala de marras. Si hasta llegamos al techo del edificio desde donde se veían toda la Feria pequeñita. Podríamos haber escupido al público o lanzar bombas de racimo y huir, pero preferimos apurarnos y encontrar ubicación antes que llegasen los groupies de Aira, que suponíamos existían, según lo que relataban de su visita el año pasado. ¿Si hubiesen fanáticos de Aira, se parecerían a los engendros lectores de Panero? Qué distinta sería la adolescencia actual si en vez de agruparse por preferencias estéticas pobres (música desechable, moda reciclable), lo hiciesen alrededor de lecturas.

«Creo que el noventa por ciento de los escritores escribimos por eso… Eso de la “necesidad de la expresión” siempre me ha parecido un poco macaneo, como decimos nosotros, un poco excusa. Todos queremos hacer libros y darnos el placer que tuvimos alguna vez leyendo».

Noté que los calcetines de Aira tenían unos dibujitos que me parecieron golfistas. O samurais con katanas caídas. También noté que las pretensiones de inteligencia de la dizque intelectualidad shilena son patéticas: como el afán anacrónico de la perfecta pronunciación de extranjerismos ya naturalizados en esta lengua, como los anteojos italianos con patas que parecen artefacto biomecánico, como la excesiva proliferación de adjetivos en contextos en que la falta de humor y/o gracia los hace petulantes. Y que los siquiatras no se distinguen de la policía, en su afán de nunca dejar de trabajar.

Por ahí dice que admira a Proust. Y entonces dice que él es un esteta del olvido y que Marcel lo es de la memoria, y tengo clara la imagen de un pendejo Aira embobado con los retruécanos temporales de En busca del tiempo perdido mientras escribe y escribe la Enciclopedia de autores latinoamericanos. Y entonces, su admiración por Proust es una nebulosa, apenas una insinuación de otros derroteros de posibles literaturas: un taller mecánico de la percepción, y el laboratorio de un científico loco. Aira aprendiendo el oficio haciendo el oficio, abriendo rutas y portales interdimensionales: «La primera etapa es aprender a escribir bien, aprender el oficio que no es tan fácil como parece. Ahora se ha hecho un poco más fácil gracias a todos nosotros, los experimentadores y vanguardistas se la hemos hecho fácil a los que vienen. Antes había que construir un libro, ahora basta con poner una frase tras otra y decir que eso es minimalismo o cualquier cosa».

¿A quiénes les di la mano, también, con dársela a él? Supongo que a Piglia, aunque de un modo menos amistoso. A Fresán probablemente, y de seguro a Vila-Matas. A Borges y a Felisberto Hernández, a Gombrowicz yéndose de Argentina, a Perec jugando ajedrez y a Tzara dibujando con palabras cuyo trazo no se puede leer. Dijo, citando: «qué bueno sería que los autores que amamos se hubiesen amado entre ellos».

La crueldad y la sagacidad se confunden en ocasiones, todo depende del contexto. El idiota con su palabreo inconsistente, y Aira que dice algo que en otro lado le he leído: «… y por eso soy el más querido de la cátedra. Porque aplicar las ideas de Deleuze a Kafka sólo lo puede hacer un genio, pero aplicarlas a mis libros, lo puede hacer cualquiera… ahí está todo lo que necesitan, tienen las tesis listas», y a su lado el imbécil ríe, sin captar la patada en la entrepierna que le han dado con un botín de hierro, para que se le joda el puto rizoma.

Uno, que es un tipo común que folla y se embriaga, no se podría imaginar a Aira si tuviese como pie forzado el pensarlo como la suma de todas sus novelas (70). Si así fuese, aparecería una suerte de ornitorrinco. Y ahí, apenas a 3 metros estaba con los calcetines ya citados, soportando al burro, mientras desde la primera fila le tomaba fotografías.

Mientras firma mis/sus libros, le pregunto (retóricamente) si leyó la novela de Ariel Idez La última de Aira. «Y sí —responde—, me lo encuentro a veces en X». Y firma Un episodio en la vida del pintor viajero.

«Me han recomendado que cuando de estas charlas venga con un revólver, lo ponga sobre la mesa, y el primero que pronuncie la palabra prolífico… [risas]… me suicido yo…, no, no voy a cometer un crimen. Y sí, me están tirando por la cabeza esto de prolífico, prolífico, prolífico. Me parece una mala palabra. No sé qué idea se ha asentado en general de que el que escribe poco, el que escribe un librito cada 20 años es buenísimo, es un genio, y el que escribe cuatro libros por año es un… tarado.» Y si hubiese llevado el arma, yo mismo la tomo y libro a la humanidad de la suprema petulancia del imbécil aquel.

Justo antes, mientras espero mi turno, un tipo me pregunta cuál de los libros que ahí tengo es mejor. Le respondo que Las noches de Flores por decirle algo. Podría haberlo mandado a leer La guerra de los gimnasios también, o Parménides, daba lo mismo. Entonces, me pide el libro para verlo. «No, no, espera» digo porque noto que está esperando para nada, porque no lleva ningún libro, y vi la escena completita: el hijoputa tomando mi libro para revisarlo, y pasando por encima de todos para que Aira se lo firme con su nombre, y yo salto y le doy un empellón al bellaco que se resiste a soltar y entregarme el libro, y se empeña en obtener un autógrafo aunque sea en un libro ajeno. El pobre diablo le pregunta a Aira mientras firma los libros que qué autores le recomienda, con un tono lacrimógeno o adolescente o condescendiente (o todas las anteriores). «Si comienzo a recomendarte autores no nos paramos más» le dicen, y remata: «Comenzá por Shakespeare». Y por segunda vez en la tarde un imbécil no capta la indirecta. Aira ha de pensar que todos los habitantes de este país son unos perfectos analfabetos presumidos. Y no andaría muy lejos de la verdad.

«Volver, ¿para qué volver? Mejor sigamos para delante».

viernes, 6 de noviembre de 2009

Que no digan que no lo dijimos

La literatura no es ingenua. Lo cual no equivale a decir que toda ella sea panfletaria.

Sobre toda la literatura se pueden emitir teorías. Lo cual no equivale a decir que toda ella sea conceptual o siquiera sesuda, ni menos ‘intelectual’.  Esto porque la tesis académica es en sí misma un tipo de literatura.

Ah, y el panfleto también tiene su rama particular.

La (dizque) sabiduría popular afirma que un “cuentero” es un mentiroso, un embaucador. Olvidan la sutil, pero radical, diferencia entre mentira y ficción. Pero por ser ‘popular’ no tiene por qué tomar nota de ello.

Existen conversiones posibles. Como de dólares a pesos, o de novela a comic. Pero hay otras cuyas re-versiones son imposibles, como convertir un cocodrilo en maleta pero que no se pueda invertir el proceso.

Las listas conllevan el terrible riesgo que también afecta al fractal: tender hacia la infinitud mas nunca expandir su diámetro. Lo mismo que un texto nunca publicado, guardado bajo el colchón.

Lo mismo que las infinitas raíces del Ygdrasil.

O las dendritas de dolor de un diente (o una uña).

O las entrañas de una humana, fecundada por un robot: un útero cruzado por cables de cobre que la envuelven formando un capullo biomecánico.

Se puede perfectamente decir, y sin herir susceptibilidad alguna, que Celine era un gran hijo de puta. No así que Vian lo era. Porque puestos en el caso, hasta Verlaine resulta un buen tipo comparado con Celine. Y en la misma, Perec es un buen tipo por sí mismo (basta con verlo con su gato al hombro, cual pirata de biblioteca).

Imagino a Celine ladrándole a los jóvenes reporteros que le gritan “¡Maestro, una entrevista, necesitamos sus palabras!”, cuando la verdad es que las únicas necesidades son ingerir oxígeno y alimentos y purgar los desechos.

Y también a Perec verificando la consistencia literaria de su entorno, que es, meramente óntico y puramente mundano.

Habría que contar la vida propia con rasgos psicodélicos. Quizás eso le de mayor relevancia a los hechos minúsculos. Vivir en acid test como una lupa que agranda el territorio de lo desconocido y que conglomera en un punto único las vagas certezas de esta vida.

«Hay que haber sobrellevado esa especie de agonía diferida, lúcida, con buena salud, durante la cual es imposible comprender otra cosa que verdades absolutas, para saber para siempre lo que se dice». [Celine, Viaje al centro de la noche]

Y ya que estamos con franceses, Sade y Jarry en los bordes de la cordura occidental. Sería de lo mejor un sadismo patafísico, donde los castigos sean con látigos de algodón, y las sumisiones tan terribles como el día a día oficinesco.

«Lo mejor que puedes hacer, verdad, cuando estás en este mundo, es salir de él, loco o no, con miedo o sin él». [Ídem]

Decir por ejemplo que el chofer del bus fundió sus manos con el volante justo antes de levitar haciendo la posición del loto para luego fusionarse con la transparencia. O que cada ducha significa lo mismo que nacer. O que todo se transforma siempre en espera.

Si traducen los libros, ¿por qué no hacer lo mismo con las canciones? Pero todas, y que no sean meras versiones de homenaje.

Todo homenaje es una vergüenza, porque implica la fama, y ésta no es más que envidia temporalmente mantenida.

«Si la gente es tan mala, tal vez sea sólo porque sufre, pero pasa mucho tiempo entre el momento en que han dejado de sufrir y aquel en que se vuelven un poco mejores». [Ídem]

El mismo impulso (instinto quizás) que hace a la bestia reproducirse, guía la lógica —la supuesta voluntad— de la escritura, de la creación en general: postergar el olvido y alargar la agonía.

martes, 29 de septiembre de 2009

Contra todos

Que no vengan con huevadas como que salir en un billete es un homenaje. Que eso permite desacelerar el olvido o asimilar la eternidad. Homenaje mis polainas.

Si en verdad alguien en este puto país quisiera recordar con dignidad a Gabriela Mistral, debería comenzar por leerla. Nunca más rondas de dame la mano y danzaremos ni piececitos de niño azulosos de frío. Quizás haya que poner en las mallas curriculares la huesa blanca, los rollos teológicos, el suicidio de su joven amante, sus cartas con Manuel Magallanes Moure. Pero no, porque ahora hasta la posibilidad de atracción heterosexual ha sido negada. Ahora importa más por quiénes se mojaba esa entrepierna y no leerla siquiera. Y las putas rondas, ¡las jodidas dizque poesías infantiles! Si decir “poesía infantil” es un oxímoron como “inteligencia militar”, porque los pendejos apenas si tienen experiencia del lenguaje y esa falta los aleja de la poesía pero los acerca a las miserables rondas.

Y como, de pronto (aunque no de manera inaugural) se ha convertido en ícono homosexual, si se la lee se hará bajo ese prisma. No puede ser un “honor” compartir el panteón con Cher Y Madonna —si sólo supieran algo, habrían creado sus deidades con Verlaine, Wilde, Safo, Woolf o Proust, pero qué saben ellos.

No puede estar tranquila en su tumba desde que el sábado enmarcaron su rostro de mosaico en el cerro Santa Lucía con florcitas plásticas para “elevarla” mientras toda la marcha gay/lesbo/trans decía que “no era mujer”.
¿Y qué mierda era, por diosito santo? ¿Un andrógino que prefiguró a Ziggy Stardust? ¿El eslabón perdido, Pie Grande, el Yeti?

Si uno la hubiese leído una vez por lo menos, algo podría haber hecho. Pero si uno no la leyó nunca en serio, mucho no se les puede exigir a los que planifican la educación escolar como si se tratase de una lista de compras para el supermercado: “A ver, dos unidades pa’ Neruda, una pa’ la Tortillera, y puta otra ’ y le ponís Huidobro y Parra… y pusha qué lata por de Rokha”. Porque sacar al conchadesuputamadre de Neruda implica que todo el red set se ponga red de verdad de pura rabia. O hacer leer más que las rondas de Mistral, y el magisterio entero en contra. Aunque quizás tengan razón en dejarla tranquilita en el limbo ideal de los pedagogos (y apenas saben que su profesión es más cercana al poema de Parra que al abnegado de Mistral).

El yermo, esa planicie fría con árboles secos de Tala no funciona muy bien. La interminable melancolía, la apertura de ojos en el abismo de Desolación, pues tampoco. Pensar en que este país de mierda sepa algo de Mistral es pretender que también se lean Los gemidos en la enseñanza media. Apenas si saben del alelí-lololú del tan manido Altazor y la tendenciosa prosa poética del Congrio, así que doble culpa hay en ellos, en esa falta. Y triple culpa porque no es digno poner la efigie de ningún muerto en un billete, sucio y pérfido por definición.

Todo lo que sobre Mistral se ha dicho recientemente es la escritura de la ignorancia que fluye desde la cátedra. La misma que la pone en papel moneda sólo por el Nobel. La misma que le dio el premio nacional de literatura sólo luego del reconocimiento mundial. Y obviamente, la misma ignorancia que permite sus rondas en clases, pero que aparta sus versos dolientes y ardientes.

Apenas se sabe su nombre escondido en sus textos, y los muy confianzudos le dicen “Gaby” como ella mismo predijo ocurriría. Ella murió sabiendo que esto pasaría.

Jamás podrían recitar un verso suyo, pero hacen gárgaras con el me gustas cuando callas porque estás como ausente. No pueden identificar una fotografía del Amigo Piedra, mean la tumba del Siútico, pero se han jalado hasta el azúcar con los viejos billetes de cinco mil pesos, y opinan que es bueno remozar el diseño y hacer dinero más durable, como si eso supusiera algo para lo que importa de ella, a saber por todos: su obra.

Si tan sólo hubiese pasado desapercibida, si no hubiese ganado el Nobel, si parece que en su naturaleza estaba la posibilidad de la invisibilidad. (Pero por lo menos no anduvo echándose ácido en el rostro, ni coleccionando inservibles conchas).


Apenas si recuerdo la primera visita a su hogar natal. Confundo su catre y urinario de metal con otros que he visto en museos, y no lograría identificar su casa de adobe de otras igualmente campesinas si se diese el caso. Pero sí recuerdo, que pensé de pequeño, que quizás de hacía mucha alharaca por alguien que había nacido en un pueblo tan insignificante, como el país al que pertenece.

domingo, 13 de septiembre de 2009

La ciudad en viñetas

La ciudad ahora es como un plano de mis humillaciones y fracasos

Jorge Luis Borges, «Buenos Aires»

Releo From Hell de Alan Moore (con Eddie Campbell dibujando), y vuelvo a la sorpresa de Londres, en su secreta simbología develada. Entonces releo pasajes de Watchmen (con Dave Gibbons dibujando) y ahí están los muros de NY con los grafittis que se preguntan quién vigila a los vigilantes, con la cara de Nixon ridiculizada, las pinturas murales recibiendo a Vietnam como el estado 51, los rayados con las siluetas de los amantes abrazados, quizá copulando. Han de existir ciertas líneas de poder que atan las cosas, las cosas como sucesos o como objetos, líneas que hacen a los objetos ocurrir. Y objetos literarios que configuran sitios, identificables luego geográficamente. No imagino Rusia sino desde la letra de Gogol; cuando pequeño veía las calles de Santiago con densa neblina y era Londres acosada por Jack el Destripador; Providence es Lovecraft, el mar es de Melville, y el Buenos Aires barriobajero de Arlt.


Alan Moore (ahora chamán) se ha desmarcado sistemáticamente de recibir el más mínimo crédito de cada una de las películas basadas en sus obras —y no únicamente porque tales royalties pertenezcan a editoriales. Lo hizo con The League of Extraordinary Gentleman, From Hell, V for Vendetta y este año con Watchmen. No es el momento para explayarse en sus profundas y certeras críticas, pero baste decir que en The League el protagonista no consume drogas (cosa que en el comic sí hace, por variados motivos) porque Sean Connery se negó a interpretar a un yonqui; Johnny Deep interpreta a un policía maníaco y drogadicto tras Jack el Destripador en la versión cinematográfica de From Hell, y en el monumental libro el comisario Abberline está en el exacto opuesto, y Vendetta apenas nombra el anarquismo de su obra original y no aparece el episodio psicodélico que lleva al desenlace del argumento.


Hay que tomar Watchmen y From Hell en las ciudades que representan, New York a mediados de los ’80 y Londres en 1888, respectivamente. Watchmen supone un mundo en el que los héroes enmascarados tienen larga data, conviven con la policía regular, pero ya han sido ilegalizados por el segundo gobierno de Nixon: realidad diacrónica en la que EE.UU. ganó en Vietnam, no existió escándalo Watergate, y en la que un ser conocido como Dr. Manhattan es el garante de la paz mundial en la extensa Guerra Fría. (El tal Doctor alguna vez fue humano, un físico desintegrado por accidente dentro de una cámara que separaba la gravedad de sus objetos. Ahora es azul y puede alterar la materia a su antojo. Es la clase de SUPER héroes que se quieren siempre, uno que se teletransporta a Marte a meditar.)

Watchmen inicia con la muerte de El Comediante, prócer enmascarado al servicio del gobierno, uno de los pilares junto a Dr. Manhattan de la victoria en Vietnam. Otro enmascarado, Rorschach (el outsider, el extremista moral, el fascista, el loco) investiga. Todo es raro. NY es un pozo séptico en su relato, y tras los ojos de Walter Kovacs que cuando usa su máscara de Rorschach la ve peor, más sucia y perdida. «Esta ciudad es una bestia fiera y complicada. Para entenderla leo en sus secreciones, sus olores, el movimiento de sus parásitos» (1), dice Kovacs mientras ve cómo dibujan en la pared frente al Gunga Diner a la pareja de amantes. La pura silueta post nuclear. Por ahí Bisama dijo que le gustaba esa ciudad, o por lo menos, una ciudad en cuyas paredes se escribiera ese abrazo. O la ciudad y sus muros contando la historia real, algo así como la Historia, como lo que muestra de Londres Gull al analfabeto Netley en From Hell. El mito, la historia y el secreto bajo todas las calles, su arquitectura dionisiaca, y sus obeliscos falo-logocentristas. Como si nos llevasen por todo Santiago buscando las solitarias siluetas que Grin ha dejado, buscando las firmas de bronce en las fachadas de los edificios de Kulczewski, descubriendo los pequeños mosaicos de cerámica en los postes de cemento. Y luego, cuando la viñeta apunta a Bernard el vendedor de periódicos, a lo lejos se ve venir a los niños en sus disfraces de Halloween. Y luego, a Kovacs acercarse a su “correo privado” buscando alguna noticia que Jacobi le hubiese dejado: las paredes empujando a los sujetos, que provocan sucesos que páginas adelante tendrán lugar, aunque ellos ni lo sepan, tan perdidos están en sus vidas y en el miedo de la guerra nuclear que se espera estalle en cualquier momento.


Moore y la ciudad. El Londres de From Hell (fines del siglo XIX) no es un contrapunto al de V for Vendetta (fines del siglo XX), al contrario, y Moore lo dice clarito: «La idea de que la década de 1880 contiene la esencia del siglo XX, unida a la noción hermana de que los crímenes de Whitechapel contienen la esencia de los años 1880, es una idea central». En ese eje se mueve cuando en Vendetta imagina a un Londres hipervigilado, con ojos mecánicos grabando todo en video, adelantándose un par de décadas a esa realidad: hoy Londres es la ciudad con más cámaras de seguridad del mundo. En ambos casos, los protagonistas hacen lo propio, y la ciudad es su tablero de juego. Se puede adivinar a V saltando por los tejados sincronizando su música con las explosiones. La línea de la espiral que une invisiblemente a Jack con Guy Fawkes. Gull considera sus asesinatos como otro símbolo que se sumará al símbolo mismo que es la arquitectura secreta, aunque pública, de Londres, como un ritual mágico contra el poderío primigenio matriarcal, contra su insubordinación. Londres así visto, está hecha en la insinuación al inconsciente, Sir William Gull lo sabe, y le revela a su ignorante cochero el patrón, las líneas. Tal que un mapa temporal indicase los sitios de interés turístico, sólo posible de leer por quienes comprenden la estructura de esa espiral, hacia dónde tiende. Londres se construye sobre calaveras, erige simbólicamente su falo alabando la supremacía solar queriendo con ella aplacar el poder maternal, fuerza primigenia y esclavizante. Para Gull hay que saber bien leer los mapas de las ciudades, no para saber cómo llegar sino para saber qué significan tales trozos marmóreos en tal específica configuración: «Los mapas tienen poder: pueden conllevar todo un conocimiento más allá de lo imaginable si se interpretan bien. En las piedras de esta ciudad hay símbolos codificados lo suficientemente estruendosos como para despertar a los dioses dormidos que están sumergidos bajo el lecho oceánico de nuestros sueños…» (2).


La potencia de los lugares. Los druidas, nos informa Gull, creían que el sufrimiento impregnaba a un lugar de poder, con la sangre de sus sacrificios. Sitios llenos de terror y muerte que quedan potenciados por siempre. Tal que el cemento y los pavimentos guardasen todo lo que ha ocurrido en cada esquina, en cada avenida, en todos los callejones. La historia privada de las pequeñeces humanas, tan mínimas como sus construcciones.

El final mismo de Watchmen muestra a NY como un campo de batalla luego de ella, con todos los perdedores muertos tirados tal cómo la muerte los encontró. El Madison Square Garden es una mancha de sangre, y varios millones han muerto. La ciudad se ha empoderado por el sacrificio inconciente de esos fallecidos mientras en la antártica, el artífice de esta carnicería se regocija pensando en el esplendoroso futuro al que la humanidad avanza. Y las líneas subterráneas que unen Londres quedan empapadas por la sangre de las prostitutas asesinadas.

La ciudad en viñetas. Han dicho que quizás el comic no necesitaba del trabajo de Moore, esto es, de la presión a sus límites y estructura, de su dizque maduración hasta hacer del comic la «novela gráfica». Visto en términos de necesidad tampoco la caricatura más tradicional es necesaria en absoluto. La Monroe a cuatro colores, el surrealismo ni las pinturas rupestres son necesarias. Pero no es tampoco que se descoloque el mundo por sumar capas argumentales a un relato, porque en el fondo todo sigue igual. Pero tal como la señalética psíquica de las ciudades pueden afectar la mente humana, el ‘arte’ también lo puede hacer, de distintas maneras: las escenas que propone Lynch tanto como el despelote de Ubú. From Hell insinúa caminos, susurra conspiraciones distintas a las allí leídas, como el informante del informante que mantuvo a Moore y Campbell cautivos en Whitechapel por once años. Y en el fondo da lo mismo que haya sido creada, pero tal como el falso vidente —que descubre la identidad de Jack— dijo: «Me lo inventé todo, y acabó resultando cierto de todos modos. Eso es lo más divertido».


Notas:

(1). «This city is an animal, fierce and complicated. To understand it I read its droppings, its scents, the movement of its parasites». Watchmen, V, 11, 8.

(2). «Maps have POTENCY; may yield a wealth of knowledge past imagining if properly divined. Encoded in this city’s stones are symbols thunderous enough to rouse the sleeping Gods submerged beneath the sea-bed of our dreams». From Hell, IV, 19, 5.

martes, 25 de agosto de 2009

Imagen de RF

Imagino tu vida como una versión sangrienta de Seinfeld, o sea casi como Curve Your Enthusiasm, pero con esos toques intelectualoides de Gilmore Girls, pero sin su mamonería romántica (a veces sí, pero pasados por limón), ni menos con los estereotipos de Dawson’s Creek (a veces sí, pero pasados por vino y ganja).

Imagino ver en la tele la escena en que el protagonista entra a su departamento, mira a su compañero beber con otro tipo y le dice: “A veces quisiera que estuvieras con una chica” [RISAS].

O también, como la cíclica cotidianidad de Bill Murray en El día de la marmota. Aunque a veces, lo intuyo, estás como Murray cuando graba su spot de whisky en Lost in Translation.

Aunque a ti te gustaría estar siempre gloomy como dice ser Harvey Pekar a su esposa, en esas escenas de documental que incluye American Splendor. O con todas las enfermedades de Philip Seymour Hoffman en Sinecdoque, New York, que te pondrían en un vórtice esquizofrénico, entre la espada y la pared como se dice, pero no por ello harías algo como escribir más o decidirte a escribir la novela que aún está en bosquejos: “¿Quién ha escrito la gran obra sobre el inmenso esfuerzo requerido para no crear nada?”, y entonces tú le responderías al pendejo de Slacker: “¡Vila-Matas po conchetumadre!”. Y reflexionarías en voz alta sobre la escritura no lineal, o su imposibilidad, o la imposibilidad de la lectura lineal, pero sólo durante unos minutos en voz alta, hasta que te das cuenta que nadie te escucha y bajas la voz hasta que el murmullo mismo se interioriza y el monólogo continúa por dentro.

Imagino la escena en que Betania (algo así como su Elaine Benes) le pide el correo a una compañera del taller de poesía, y tú dices: “Y qué, si nadie quiere ser tu amigo”. Y una exclamación de “uuuuhhh, la cagaste” del público mientras pasa por la pantalla tu explicación a esa pachotada, la evidencia de que tú también quieres ese correo, y que sólo dijiste eso para molestar, en el extraño humor muerto del protagonista [AAAHHH cariñoso del público].

El fanatismo por el fútbol tiene mucho de telúrico, en tu caso. Y debe haber también algo de esos fanáticos de fútbol inglés, que no piensan mucho en lo que hacen cuando saltan por un gol. Pero que lo racionalizan como buenos ingleses que son. Y entonces eso hace que el protagonista de esta sitcom pueda ir al estadio pensando en el porvenir de la poesía eléctrica (o en su pasado), que celebre un gol con su padre maldiciendo el grabador de DVD que no funciona, o descubra que Curicó existe en su completud en un patio arrabalero donde los viejos se juntan a tomar cerveza.

Una situación que se espera para la próxima temporada: el protagonista conoce a los tipos de “mal vivir” como dice su abuela, que habitan la casa del frente en Curicó. Y toman vino, y se embriagan mientras realizan sublimes cadáveres exquisitos.

Dicen que el protagonista es similar al actor. Tal que Jerry Seinfeld era sí mismo en su serie (¿cómo si no?). Una vez le vi en el metro, con un gorro de cazador como el de Ignatius Reilly, de esos con orejeras, todo forrado en chiporro. Unas calcetas chilotas saliendo de sus zapatillas y cubriendo el pantalón de buzo roído. Quizás hasta tenga esas “bolsas de olor” de Pekar. Pero yo sé que las tiene de antes de siquiera tener noticia de él. A veces parece un mendigo, pero su rostro lo delata y no sería apropiado tirarle una moneda, básicamente porque no tiene jarro metálico donde caer.

jueves, 20 de agosto de 2009

Descuidos remediados

Juguetes perdidos: Un Transformer Decepticon recién regalado. Uno que mutaba en avión, de color rojo. Un idiota lo tiró al aire pensando que volaría por sí solo. Cayó entre unos arbustos y nunca más lo vi. Quizás el mismo imbécil hizo eso como maniobra distractiva para robarlo. Quiera dios que el sinvergüenza haya pagado.

Libros perdidos: El león, la bruja y el ropero en una edición única: el lomo dice que es Cuentos chilenos para niños. Se perdió por culpa de mi madre que me insistía tanto para que le prestase libros a sus putas compañeras de trabajo que no podían (o querían) comprarles libros a sus hijos. Hace una semana vi la misma edición, con el mismo error en su lomo. Lo abrí queriendo que fuese el mío, pero no: no estaba el timbre con mi nombre.

Juguetes perdidos: una máquina cuyo tamaño hoy resulta excesivo, poco más de una palma adulta, en que únicamente se jugaba Tetris e innumerables variantes, siempre con los bloques. Quedó sobre el asiento al lado de la ventana en el bus que me dejaba frente a la casa de mis abuelos paternos, de cuando ellos vivían en Santiago en la calle Curitiva. El bolsillo era muy amplio.

Libros perdidos: la primera (y única) edición que tuve de Fahrenheit 451. Ahora yo timé a mi madre, que de vez en cuando me preguntaba dónde estaría ese libro. Siempre le sacaba en cara su dadivosa colaboración para con la educación de los hijos de sus compañeras de trabajo, pero la verdad es que ese libro yo lo había vendido junto con otros. No sé para qué. Intuyo que fue para comprar casetes.

Juguetes perdidos: un pequeño muñequito de G.I. Joe, o quizás una imitación comprada en la feria dominical. Fuimos con mi abuelo a visitar a uno de mis tíos. Era invierno y/o hacía frío. Me subí a un juego de plaza —de los que parecen cúpulas metálicas—, di una vuelta completa entre los tubos quedando de cabeza, y nuevamente el bolsillo del buzo me jugó una mala pasada.

Libros perdidos: Una mochila fue robada a un estudiante de filosofía que dormía una borrachera. Al parecer, el terrorista sacó sutilmente la mochila del regazo del estudiante dormido, éste despierta y le increpa pero demasiado tarde, el tipo ya se había ido con la mochila con Ser y tiempo y otros más. Con Gernández llamamos a este delincuente, “el ladrón fenomenológico”.

«Debí haber sido más cuidadoso cuando chico» pienso respecto a los Transformers que perdí, en esos años nebulosos entre la niñez y la adolescencia. De esa época sólo me queda uno, al que yo le llamo “Willie”. Hace poco compré la versión actual revisitada del mismo. Se transforman siguiendo el mismo patrón que el antiguo de 1985. He remediado el poco cuidado con los juguetes con otros juguetes, los de ahora. No por nada tengo a una figura de Bobba Fett cuidando los ejemplares de mi biblioteca. Son objetos que mantienen una relación estrecha con mi pasado, y unos cuántos, con mi futuro inmediato. Se quedan llenos de polvo, se acaban y se leen, quedan prendados entre la frágil tela de esta memoria, y luego se mezclan con otros formando argumentos tetradimensionales y con colores desconocidos, paisajes ya idos. Hojas quemadas. Y mi biblioteca es un mausoleo.

lunes, 17 de agosto de 2009

La realidad está acá dentro

Uno hasta podría pensar que la ficción se mete en la realidad, al modo en que Tlön acaba suplantando la aburrida realidad. Pero no, doy apenas dos ejemplos —que únicamente son tales teniendo en mente a Aira:

1. Justo antes de quedarme dormido, presentan en un estelar de televisión a un ex animador de programas infantiles, que ahora ha cambiado de rumbo y regenta una clínica para solucionar problemas de convivencia familiar. Mientras cierro los ojos imagino que tal escena cabría perfectamente en alguna novela de Aira: la exaltación de la familia, los recuerdos del añejo programa infantil, con un “yo lo veía de niño” a coro de todos los demás invitados, etc. Cosa que ha de haber ocurrido.

2. Gernández me llama a primera hora para saber si leí un titular de El Mercurio. Le aclaro que hago lo posible por no leer mentiras. Pero lo hago cuando en la web leo: “Atentados contra centros deportivos Sportlife y Balthus: Dos bombas de la misma factura estremecieron anoche a concurridos gimnasios de Las Condes y Vitacura”. Y entonces pienso que esto no es más que la primera manifestación pública de la guerra de los gimnasios que ya hace rato comenzó. Y nosotros ni sabíamos. Guerra que indefectiblemente acabará con la desaparición de el Chile. Aunque Playmobil Hipotético cree que estos bombazos también pueden presagiar la reedición de todas las novelas de Aira, y la guerra entre sus distintos editores. Yo creo que con tal reedición se acaba de una vez el Amazonas.

Se pueden tener reparos incluso estéticos para con Aira. Hay a quienes les aburre de plano. Otros a los que sus finales ponen rojos de ira. Y otros —los peores— que le toman en serio cada una de sus zafarranchos lógicos. Les apoyo a todos, excepto a los aburridos. Pero lo que no se puede hacer, es criticar a la realidad de aburrida, ilógica o “fea”. Porque eso implica un proceso imposible: quitarle el apoyo a lo que base de todo, incluso de esas opiniones en su contra. Petitio principii.

La realidad es muchísimo más compleja que la más celebrada ficción. Ningún relato podría, ni de lejos, acercarse a la trama de lo cotidiano. Quizás por eso mismo la mejor representación de la realidad se haya dado en las variantes del teatro de lo absurdo, la patafísica o el dadaísmo.


A pesar de todas las evidencias (mediáticas todas, es decir, modernas y por lo tanto indignas de confianza), no existe el Área 51 ni el tinglado de los banqueros judíos controlando el mundo desde las sombras. The Mindscape of Alan Moore no puede ser más claro: los teóricos de la conspiración creen en sus ideas, no por la evidencia que de ellas tienen, sino porque es tranquilizador concebir un mundo tal. Pero, continua Moore, la terrible verdad es que no existe conspiración alguna, que la existencia es completamente caótica y que nadie puede controlarla*. Y a la escena siguiente, Rorschach recordando que no es dios el que mata a los niños ni provoca las tragedias, sino que somos nosotros y que, desde siempre y por siempre, estamos solos.


(*). "The main thing that I learned about conspiracy theory is that conspiracy theorists actually believe in a conspiracy because that is more comforting. The truth of the world is that it is chaotic. The truth is, that it is not the Jewish banking conspiracy or the grey aliens or the 12 foot reptiloids from another dimension that is in control. The truth is far more frightening, nobody is in control. The world is rudderless..."

lunes, 10 de agosto de 2009

Apenas si pueden llamarse

Stella Díaz Varín pegó una foto del Ché en su ventana y gritaba “viva el partido comunista” apenas ocurrido el 11 de septiembre de 1973. Se marcó con una navaja una A por el nombre de pila de Jodorowsky. El mismo cuenta que una noche mientras le esperaba, se tomó 3 ó 4 cervezas, hasta que aparece acompañada de un tipo de pésimo aspecto. Jodorowsky le reprocha que ande con tipos así, que debería meterse con otros como él o como un tal Nicanor Parra del cuál estaba prendado porque su lectura era reciente. Le dijo que ella debería ser musa de poemas como «La víbora» de Parra, y no hacerse acompañar de pelafustanes como su compañero. La tal Stella, colorina y harto rica, le espetó que ése poema le había sido dedicado en efecto, y que el tipejo a su lado era Nicanor Parra. Durante el mandato de Ibáñez del Campo y la promulgación de la “ley maldita” que hacía ilegal al partido comunista, ella y varios otros escritores (Lihn y Lafourcade por ejemplo) se tatuaron una calavera con un cuchillo partiéndola, como seña del odio y sus ganas de cometer un magnicidio que nunca ocurrió. Dijo la anciana que tuvo por meses su tatuaje hinchado. Durante la dictadura delatar era asesinar, pero no pensaba lo mismo Enrique Lafourcade que en cada columna de El Mercurio que podía le tiraba mierda a la poeta, hasta que una noche se atrevió a presentarse en la Sociedad de Escritores, pero escoltado por un púgil profesional. La poeta le prometió combos, sacarle la cresta apenas se lo encontrase fuera, cosa que cumplió. El boxeador al enfrentarse a esta colorina endemoniada, se hizo a un lado y dejó solo a Lafourcade quien recibió su dosis de nudillos, y luego, huyó.

En una feria de antigüedades encuentro un ejemplar de un pasquín poético, editado por compañeros en ese momento, de filosofía. Se llamaba Empédocles, y me divirtió mucho encontrarla ahí. Apenas la hojeé. Reconocí gran parte de los nombres de sus participantes. Recordé a uno que nos hizo pasar una noche de horror queriendo golpear a otro, sin querer marcharse, y todo porque había bebido pisco de más de 35º alcohólicos. Una vez llega mi hermana a casa, me pide ayuda para un debate en el que ha de defender a un filósofo presocrático. Y no se trata otro que Empédocles, el latero del amor y odio que unen y separan a discreción los cuatro elementos fundantes. En el momento no noté la coincidencia, sólo lo hice 8 segundos antes de dormirme.

Me enojo con Fernández. Pero no me enojo, y si lo hiciera no sería con él. Entonces me enojo porque a los poetas apenas les alcanza para poetitas. A los putos de la novísima poesía shilena les sobra el acné y la histeria y las bolas llenas como para poder hacer algo medianamente respetable. Si acaso tuvieran una pizca del ímpetu suicida de De Rokha. Que se metan la antología del recién difunto Alfonso Calderón, esa que ni conocen, la Antología de la poesía chilena contemporánea. Que se la metan por el ojete a ver si escupen aunque sea una frasecita decente, un verso digno, o en su defecto: un eructo inteligente. Aunque hasta sea dable pensar que todos esos indignos sean necesarios, dando vueltas en sus talleres y jornadas de vino y desbande, para que nazca uno como Alfonso Calderón. Que repito, murió hace dos días. Claro, son tantos y tantos, que toda la inteligencia que no tuvieron viene a parar en la cabeza de otros.

La pregunta «¿para qué poetas?» es inválida porque anacrónica.

sábado, 4 de julio de 2009

Gog: las obras maestras de la literatura

Así no dan ganas de leer nada más:

«Huestes de hombres, llamados héroes, que se despanzurraban durante diez años seguidos bajo las murallas de una pequeña ciudad por culpa de una vieja seducida; el viaje de un vivo en el embudo de los muertos como pretexto para hablar mal de los muertos y de los vivos; un loco hético y un loco gordo que van por el mundo en busca de palizas; un guerrero que pierde la razón por una mujer y se divierte en desbarbar las encinas de las selvas; un villano cuyo padre ha sido asesinado y que, para vengarle, hace morir a una muchacha que le ama y a otros variados personajes; un diablo cojo que levanta los tejados de todas las casas para exhibir sus vergüenzas; las aventuras de un hombre de mediana estatura que hace el gigante entre los pigmeos y el enano entre los gigantes, siempre de un modo inoportuno y ridículo; la odisea de un idiota que, a través de una serie de bufas desventuradas, sostiene que este mundo es el mejor de los mundos posibles; las peripecias de un profesor demoníaco servido por un demonio profesional; la aburrida historia de una adúltera provinciana que se fastidia y, al fin, se envenena; las salidas locuaces e incomprensibles de un profeta acompañado de un águila y una serpiente; un joven pobre y febril que asesina a una vieja, y luego, imbécil, no sabe siquiera aprovecharse de coartada y acaba cayendo en manos de la policía.»

Giovanni Papini, Gog, capítulo 'Las obras maestras de la literatura'

martes, 16 de junio de 2009

Buenos Aires 2011

1. Es una pequeña burla que Buenos Aires sea la capital del libro de 2011 según la Unesco, y que la cámara del libro de esa ciudad esté tan empeñada en hundir la difusión de textos y autores —querámoslo o no— importantísimos para la última centuria. Así, Horacio Potel, abrió los textos de Nietzsche, Heidegger y Derrida desde 1999, y a principios de este año la Cámara del Libro argentina ha puesto una demanda en su contra, contra su sitio y la difusión de tales ideas. Con poco que hacer antes de la resolución judicial, Potel desmanteló sus sitios excepto el de Nietzsche, porque ya se contaban más de 70 años desde su muerte, ergo, los cerdos ya no podían sacarle más dinero apelando a sus dizque derechos de autor. Cosa que no ocurrió con Derrida, motivo por el que la embajada francesa inició los procesos contra tales sitios. Parece que el poder no se la puede con las células que se mueven contra corriente. Hay manchas que no pueden ser removidas sin que la tela se rasgue. Demostración dolorosa de que el sistema (socio/político/económico) no se la puede con la individualidad más que incorporándola como ‘diversidad’ por medio de la operación de la tolerancia, y nunca como diferencia real y activa por parte de sus usuarios. Aún la industria del entretenimiento no le toma el peso corporativamente a las formas nacientes de intercambio de datos. Aún no se hacen preguntas fundamentales sobre el lugar que sus productos tienen entre sus consumidores, ni mucho menos sobre el lugar que han contribuido a crear en sus décadas de trabajo febril. Quizás únicamente haya que mencionar que en el juicio en Suecia contra el sitio The Pirate Bay, los abogados de las multinacionales del disco y cine, no pudieron (ni supieron) explicar el método por el cual ese sitio permitía la descarga gratuita de contenido protegido por el riguroso copyright.

2. ¿Qué presupone el autor en tanto creador? ¿Supone, de antemano, una negación al uso libre de tales contenidos? Digo, ¿qué limitantes tengo al usufructuar (no económicamente) de los términos definidos en mi Larousse? ¿Habré de pagar tributo sólo en el caso en que utilice esos contenidos con un beneficio económico posterior y premeditado? Pero también: ¿qué importa la apertura y publicación en la web de esos textos? Es seguro que todo estudiante de filosofía (y humanidades) de Latinoamérica pasó alguna vez por las páginas de Potel, cuando el libro estaba pedido en su biblioteca, cuando estaba apurado en un ensayo, cuando necesitaba una cita. Y en esto, quizás el origen mismo del problema: la materialidad que defiende la Cámara. Los mismos objetos defendidos con anterioridad, cuando la policía ingresó a la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, en busca de los desalmados estudiantes lectores de fotocopias. Podrían estar allí los guardianes de las editoriales, cuando algún siútico pasado de copas intenta llevar a la cama a alguna ingenua lolita citándole a Foucault, sin que ella lo sepa…

3. ¿Y dónde está la diferencia cualitativa entre 15, 30 ó 70 años (o nada) para que el dominio público se pueda beneficiar de una obra? Por lo pronto ni siquiera se tiene muy claro qué sea tal ‘dominio’, porque tenerlo claro implicaría saber también qué límites y posibilidades tendría: la discusión que ninguna Cámara de Empresarios del Libro (ni del Disco ni del Cine) dará es aquella que pregunta por la necesidad a que tales obras tiendan a la apertura social, al beneficio mutuo: en la misma medida en que siendo productos culturales, no pudieron haber sido creadas por un eremita mítico.

4. El meollo se ha centrado en la utilidad que la sociedad toda puede sacar de las obras. El artista —básico, predecible y aliado con sus patrones— supone que siempre y en todo contexto ha de ser pagado con metálico la utilización de sus obras. Pero que se jodan si quieren que les pague un penique porque subo un vídeo de una fiesta familiar a Youtube, donde accidentalmente por el fondo se escucha un tema con copyright (como ha ocurrido en España); o que venga un editor a exigirme compensaciones por la lectura pública que hace Gernández de Houellebecq (grabación que sí existe).

5. De partida ignoran los dueños de la cultura, que la circulación libre de contenidos ha sido un motor importantísimo del desarrollo de sus propios negocios, como antecedente histórico y germen de combinaciones y discusiones siempre saludables. Pero da lo mismo que lo sepan. En el fondo tampoco importa mucho que sus negocios se vengan abajo, porque si lo hacen será únicamente por tacañería y porfía intelectual, puesto que para nadie es secreto que el modelo de negocios de las disqueras (por lo pronto) ha de cambiar radicalmente so pena de extinguirse rápidamente: los grandes beneficios no vienen por la venta de los objetos-discos, sino por las entradas a conciertos; la descarga digital de música no atentará contra los artistas, pero sí contra las máquinas corporativas que les soportaban en la antigüedad (10 años atrás solamente).

6. La cochina obsesión capitalista por las cosas como ob-jetos que dan personalidad. Por eso quizás la Argentina (ni el resto del mundo) no sobrevive a la visión de todos los libros de Aira que propone Idez. Porque tener el libro-en-sí nunca será lo mismo que las fotocopias ajadas o incluso anilladas y con tapitas plásticas, en la medida que no se siente como un libro, ni con su peso ni con su textura. De ahí que sea un signo de los tiempos que una vez lanzado el lector de libros digitales Kindle (de Amazon) aparecieran productos accesorios muy peculiares: un spray que promete darle el olor de los libros reales a la máquina portátil…

7. Idiotez máxima del empresariado global: nada superará nunca el olor ni el peso de un libro, del fetiche intelectualoide por ese objeto puesto en la repisa. Ningún emepetrés mantendrá a raya una obsesión melómana. No por bajarme un jpg de Rembrandt seré objeto de encarcelamiento. Ni acepto —digan lo que digan—, que por duplicar una película estoy a la altura de un empresario promedio o un desmantelador de autos.

8. Fin del “autor” como desfase de la idea de “autoría”. Desfase entre la idea de autoría como propiedad. Separación que habrá de llevar al autor al evidente provecho por su trabajo, pero también al resto, a aprovecharlo libremente bajo las condiciones que el autor inteligente dicte: básicamente, divulgación perpetua entre distintos formatos de almacenamiento y tipos de presentación; reconocimiento de la autoría en tanto firma, e imposibilidad de utilización para fines de lucro. O ya de plano, la donación total de la obra creada, sin límite alguno a su utilización: la licencia Creative Commons Zero.

9. ¿Y si ya no se pudiese celebrar un gol como lo hacía Marcelo Salas? El colmo representado por los abogados de Los Simpsons, impidiendo que el abuelo Abe «cante bajo la lluvia» por los derechos implicados.

jueves, 11 de junio de 2009

Imponderables

La portada del número 11 de Watchmen —El fin del concierto de Nine Inch Nails en Shile —La semilla de Sri Lanka que puesta en agua hirviendo produce flores que forman un canastillo 10 ó 20 veces más grande que su humilde inicio —¿Cuál es la página en que salen referencias de todas las películas del universo?, me pregunta R. —Las torres de la refinería de Ventanas (envueltas en vapor y luces) vistas desde Quintero una noche de aceleración de partículas —Los murales de Valparaíso donde los animales son hechos a partir de máquinas en blanco y negro —La llanura abierta y extensa de Borges, dice Carlos. —Quiero un abismo, espirales, quiero un abismo simétrico donde la mirada se pierda y confunda con la que él devolverá —in a world that’s full of shit and gasoline canta Josh Homme — las lágrimas provocadas por un prólogo de James Ellroy o por el cuento Lección de dibujo de José Gai — Kubrik sobre 2001: quería crear una experiencia visual — Visiones del desierto que tienen más que ver con la ignorancia que con la arena — O world! O life! O time!, se lamenta Shelley — Qué horrible es esta tierra, que provoca tanta extrañeza, que provoca decir que a uno le apena hasta el aburrimiento, que es lo mismo que decir: hasta que la pena se convierta en una manera de respirar, lo que es lo mismo que decir: que no se siente en absoluto — La escritura de Aira como promesa tendida en un descampado en las afueras de cualquier población periférica. Potencia del sinsentido. Y todo estalla — La hora cero de la literatura — La primicia de lo inexistente: la espera de lo que nunca vendrá, o si se viene ni se nota — La carta que se le puede escribir a un muerto, lo que sería como una carta robada al tiempo, y del mismo modo, tan absurdo como escribirle una carta a la hija que nunca llegará — Al fondo del pasillo, esa imprenta que nunca deja de rasgar papel de lija, imprimiendo una biografía sumaria de una vida cualquiera: el relato de los días lunes miércoles y viernes exclusivamente, pero sin contarlo.

miércoles, 27 de mayo de 2009

Los invisibles

La desaparición ha de ser la mejor forma de constatar la presencia negada.


Habría que imaginar una constante en la producción de obras: la emergencia fortuita de la musa. O pensar radicalmente en la figura de la Musa puesta en el mismo lugar que al del esforzado trabajo del amanuense literario. Dicho de otro modo: el que sufre escribiendo o bien está siendo irónico o es que simplemente no tiene más que escribir.


Sólo hay explosiones de genialidad. De manera espontánea. Del mismo modo en que en cada generación humana sólo un puñado resultará decisivo, a pesar de que nunca podamos predecir dónde y cómo surgirán.


O también, torcer el recurso y pensar a las ya piedras de toque de otro modo. La Fenomenología del espíritu como una novela de ciencia ficción chamánica con tintes existencialistas y new age. Y la Metafísica como los apuntes de un rapsoda esquizofrénico.


Quizás de ahí el desencanto de Rulfo, y de toda la caterva que desfila por Bartleby y compañía de Vila-Matas. Vino la Musa, hizo lo suyo, y luego se fue. Apareció ese texto y poseyó al médium que la puso en papel, y luego, del mismo modo que llegó se fue. No por nada ese proceso es descrito en 2666 como una posesión, dizque demoníaca. Algo fuera del escritor toma control de su cuerpo, y la escritura nunca es propia sino de esa Musa, que quizás no sea más que un cementerio de bolsillo de los escritores caídos.


Si y sólo si es cierto que los escritores actuales lo que buscan es ‘reconocimiento’, entonces ahora ya nadie más quiere desaparecer. Y el acto del ghostwriter son sólo desesperados garrotazos tendiendo hacia la superficie de las becas los premios los mecenas. Nadie querría escribir una gran obra y que su nombre no traspase el umbral de la muerte junto con ella.


Perinola (en Parménides del insoportable Aira) es contratado por, Parménides. Sí. El mismito de la dos vías de conocimiento y la doxa y la aletheia y las yeguas que llevan el carro. Da lo mismo lo que pasa en las pocas páginas de la novela. Importa la escritura del estudiado poema atribuido a Parménides. Pero escrito, en un rapto, por su escritor a contrata Perinola. Pasa una década sin que escriba nada, porque Parménides quiere escribir un libro Sobre la naturaleza pero no sabe qué poner, y Perinola no sabe qué hacer ante la incertidumbre. Y nadie escribe, pero todos hablan y el tiempo pasa.


Las cloacas de la historia han de estar llenas de fantasmas con otro cuerpo. Y Perinola lo intuye, digamos que supone que su oficio es el punto de partida para otros similares en el futuro: famosillos, empresarios, que queriendo escribir pero no sabiendo cómo contratarán servicios idénticos. Y en este caso es peor, porque Parménides ni siquiera sabe qué escribir. En rigor sí lo sabe, pero no se puede escribir peri physis así como así, sin imaginar el Aleph o el Uno de pasadita.


Casi me saltan las lágrimas de la risa que me provoca Aira. Una vez más. Reconozco los parafraseos del poemita de Parménides en su novela. Perinola escribe los hexámetros desde el centro hacia fuera, y se da cuenta que la misma forma de su escritura le da contenido al texto: va construyendo ya teniendo el núcleo. Y se ríe, se ríe de lo evidente que es afirmar que el ser es y el no ser no es, pero nota que adquieren un tono tan denso y misterioso con la versificación que omitirlo sería un crimen.


Y uno que se quemó las pestañas y fundió unas miles de neuronas en primer año de filosofía.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Ellroy

Algo hay que decir sobre Ellroy. O mejor dicho, sobre el asesinato de su madre y Ellroy. De cómo la sangre da de distintos modos la vida, de que las vísceras de la madre no únicamente significan vida biológica y útero calentito, sino también que la sangre derramada en la acera puede hacer vivir de otro modo. Otras frecuencias de la existencia. La de James Ellroy en la órbita de dos asesinatos sin culpables.

Hay que relatar el horror del asesinato impune. Tal como también lo hace Alan Moore y Eddie Campbell en From Hell. Y Ellroy en La Dalia Negra y Mis rincones oscuros. Pero a Moore poco le importan los asesinatos de Withechapel en 1888 más que como recursos narrativos, como acelerantes para su trabajo. No como a Ellroy que de verdad le importan, le significan sufrimiento y haber salido de la cáscara.

No es posible hablar de uno mismo queriendo abarcarlo todo. Quizás sea necesario elegir un tópico, o un eje sobre el que comenzar a escribir: algo como un antes y un después de… O imaginar la propia vida como una novela, una novela negra, comedia, un drama de época, un roman à clef, o lo que sea. O apenas un cuento. O quizás un verso.

Lo más acertado que se puede decir sobre esta autobiografía ya fue escrito: «memorias que surgen directamente del infierno… Ellroy es capaz de bailar la conga mientras el abismo le devuelve la mirada»

viernes, 24 de abril de 2009

Que leer sea un acto de libertad y que las políticas de fomento de la lectura se vayan a la mierda

Si, como dice Dr. Manhattan, la vida humana es un fenómeno sobrevalorado, habría entonces que justificarlas. André Maurois lo hace con creces (respecto a la suya por lo menos), si no con la redacción de decenas de libros, sí por lo menos con el último párrafo de En busca de Marcel Proust.

«En el principio estaba Illiers, pequeña villa situada en los confines de la Beauce y del Perche, donde algunos franceses se hacinaban en torno a una vieja iglesia coronada por su campanario; donde un niño nervioso y sensible leía, en las bellas tarde de domingo, bajo los castaños del jardín, François le Champi o El molino junto al Floss; donde entreveía, a través de un seto de espinos de flores rosas, avenidas bordadas de jazmines, pensamientos y verbenas, y se quedaba muy quieto, mirando, respirando, tratando de llegar con su pensamiento más allá de las imágenes y de los aromas. «Lo cierto es que, una vez admirados durante largo rato por aquel humilde viandante, aquel niño que soñaba, ese rincón de naturaleza y ese extremo de jardín nunca habrían sospechado que, gracias a él, serían llamados a perdurar en sus particularidades más efímeras.» Y, sin embargo, es su exaltación lo que trae hasta nosotros el perfume de tantos hombre y mujeres que no han visto Francia ni la verán nunca, aspirar extasiados, a través de la lluvia que cae, el olor de invisibles y persistentes lilas. En un principio estaba Illiers, un burgo de dos mil habitantes, pero al fin está Combray, patria espiritual de millones de lectores, dispersos hoy por todos los continentes y que mañana se alinearán, a lo largo de todos los siglos, en el Tiempo.»

La última oración del último párrafo: «En un principio estaba Illiers, un burgo de dos mil habitantes, pero al fin está Combray, patria espiritual de millones de lectores, dispersos hoy por todos los continentes y que mañana se alinearán, a lo largo de todos los siglos, en el Tiempo.» La maravillosa manera de interpelar a los lectores de En busca del tiempo perdido. Como si hubiesen muchos, como si se pudieran reunir. Quizás organizan mítines clandestinos en las alcantarillas de New York, o en las sombras del puerto en Valparaíso. Y nadie saben que están allí: enfermos, quejitas, llorones, curiosos, sublimes.

Que leer sea un acto de libertad y que las políticas de fomento de la lectura se vayan a la mierda.

André Maurois, En busca de Marcel Proust. Vergara, Buenos Aires, febrero de 2005

lunes, 20 de abril de 2009

Problemas espacio-temporales

No entiendo a los que quieren hacer diferencias entre meros cómics y novelas gráficas. Como si por ponerle el mote de “novela”, el trabajo pasará a otra categoría, a una superior. O que los mismos quieran al cómic como el noveno arte, como si el ser algo artístico fuera un estatus de prominencia ante otros. La misma lógica acusa a aquellos que piden —ante cualquier barbaridad— un trato “más humano”. Ni novela ni arte ni humanidad quedará luego del fuego. Ni siquiera sus cenizas.

Mediante la difusión libre de contenido, he conseguido tres trabajos de Alan Moore, cada uno con distinto dibujante, y él siempre a cargo del guión: Watchmen, V de vendetta, From Hell. Me sorprende cuando noto lo difícil que es pensar en los ejes que Moore lo hace —o hizo. Dejando de lado las distintas líneas argumentales que dan forma a sus historias, ha de pensar en sus palabras como si fuesen constituidas por texturas gráficas, potenciadas/limitadas en los márgenes de las viñetas, con el halo de la tinta china o de la acuarela. Pero en general, no comprendo muy bien qué pasa con el cómic. No entiendo muy bien las condiciones que lo originan, no alcanzo a captar completamente sus apuestas, pero comprendo que son altísimas, y también sé que Alan Moore ha sido uno de los que las han subido. Hay un vacío en mi comprensión sobre el fenómeno, que no es atribuible a no haberlos leído antes, sino a otra cuestión, a algo que quizás sea el quid del problema mismo de la continuidad espacial y de la sucesión temporal.

Es imposible trasladar las novedades de Moore a una película, por los motivos que el mismo Moore ah enumerado —en otros lados. No es posible producir el efecto del comienzo de Watchmen en un filme, puesto que los 24 cuadros por segundo lo hacen trivial, apenas notado. No sirven de nada las páginas centrales de la pelea de Veidt en 6 viñetas laterales y una enorme central, si son grabadas en la secuencia que al ojo parécenle continuas.

Quizás la sutileza técnica del dibujo pase por la posible reiteración de la mirada y no por la insistencia temporal en ella: la toma perfecta pasa no tanto por la proeza plástica del director de fotografía, o del montaje, sino por el tiempo que en pantalla se presente. De nada sirve un paisaje encuadrado, con el tono requerido de saturación si pasa en dos segundos de metraje, y ningún espectador lo nota. En la otra mano: cualquier viñeta puede ser revisitada las veces que sean necesarias dentro de la misma “sesión de lectura”. Vuelvo una y otra vez a notar los títulos que el anarquista V tiene en su galería, doy vuelta el libro para notarlos mejor. Noto cuantas veces quiero la delicada y brutal manera de hacer paralelas las jornadas de un doctor y una prostituta en la Inglaterra victoriana de From Hell: una a trazos secos de tinta y el otro en acuarela.

Evidentemente todo eso se perderá. Trasladar un cómic de este tipo a película no puede ser sino una adaptación lejana, un objeto apenas reconocible de su origen. Por lo mismo el punto de origen de tales productos puede retractarse, y en su recogimiento negar cualquier relación con el último estreno de taquilla. Alan Moore reniega de todas y cada una de las adaptaciones que de sus trabajos han hecho. Partiendo porque no hay traspaso posible, y siguiendo porque le arruinan sus guiones, las obsesiones que le atosigaban en su momento. Si en The league of extraordinary gentleman, el protagonista del cómic (Allan Quatermain) había consumido todo tipo de drogas, el idiota Sean Connery no quiso hacer un personaje drogadicto. Si el pelmazo de Depp interpreta a un inspector de policía oscuro y opiómano, el original Frederick Abberline de Moore es un tipo de lo más sano y normal. Con razón dice Moore, que con los cómics él no tenía esos problemas.

No es cierto que Watchmen haya estado lista para el cine. No es cierto que no sea otra cosa que un storyboard perfeccionado hasta el hartazgo. Porque no hay que confundir la secuencialidad del movimiento de las viñetas en la página con un bosquejo propedéutico que acabará en un producto enteramente diferente. Yerran notablemente los que piensan que las primeras páginas de Watchmen emulan un zoom back de cámara.

Moore nota la obsesión actual por adaptar obras que funcionan bien en su medio a otro, a experimentar con el resultado. Y claramente no hay para qué hacerlo. Languidecen centenas de detalles brillantes, los guiños al género mismo se pierden. El final distinto de la adaptación cinematográfica de Watchmen sólo es comprensible como medida para salvar al guión de un absurdo, cosa que en el cómic no ocurre, por el motivo que éste pretende ser sarcástico con todos las soluciones radicales en las aventuras de súper héroes.

Hay problemas de ritmo. No únicamente del ritmo narrativo. Sino del ritmo propio del espectador. La disposición frente a un libro (lleno de imágenes narradas o texto plano) jamás es el mismo que frente a una pantalla (del tipo que sea). El recorrido del ojo es distinto: David Lloyd, Eddie Campbell y Dave Gibbons al dibujar tienen completa conciencia de los caminos de la visión. Contra lo que se piense a primera impresión, ni siquiera en From Hell hay detalle alguno que sea descuidado. Los recursos posibles han sido elegidos de acuerdo al contexto del guión, y cada uno crea un ambiente propicio para su desarrollo. Watchmen no funcionaría igual si no fuese con la estética-súper-héroe tan marcada. Así como tampoco es pueril la elección de la tinta sobre papel, ni ninguna otra.

Intuyo que sólo se puede vivir en viñetas mediante el uso cada doce horas de dosis estándar de dietilamida de ácido lisérgico. De hecho, es el único modo en que el campo visual de lo real se recorta, y puede ese recorte seguir pegados a los ojos, y luego volver a ponerse de donde salió. Cortar para luego pegar en el mismo sitio. En condiciones normales, se vive a veinticuatro cuadros por segundo aproximadamente, y el efecto de transición no se siente.

jueves, 16 de abril de 2009

Manifiesto atrasado

«Un libro es un gran cementerio donde los nombres de la mayor parte de las tumbas están desdibujados e ilegibles»

Proust, en algún cuaderno

Habría que decir algo sobre la poca sustancia de la realidad. Donde no basta el examen bastardo de golpear las: porque la dureza corpórea nada dice de la sustancialidad. Algo como, “hay tan poco ser en lo cotidiano como en las posibilidades del futuro”. Y cerrarse al accidente de siquiera decir algo cierto sobre la realidad. A fin de cuentas, ¿qué es sino los relatos que nos han dicho y que hemos aprehendido en la ceguera, en la confianza?

Contrastar el efímero ahora-aquí con la permanente insistencia del ya-ido. Y con ello, una afirmación simple sobre el núcleo del relato. Sentenciar que el corazón del texto ya ha sido, que (algo evidente) sólo es posible contar lo que ha quedado en el pasado. El experto proustiano de Little Miss Sunshine dice hacia el final del filme, que Proust pudo escribir aquel libro “que casi nadie lee” sólo por su pasado, por la inutilidad de su vida hasta el momento en que pone manos a la obra. Dice lo aburrido que sería dormir hasta los 18 años: sin todo el sufrimiento de esa época negra, no seríamos lo que hoy.

Cuento lo que pasó porque puede maquillarlo con la pintura del hoy, del mismo modo en que trazo las líneas. Y también —cómo no— porque no hay otra posible salida: Perec haciendo el inventario de Las cosas no lo hace sino desde que las cosas han sido subsumidas en categorías, en estantes que las adecuan a un posible decir, esto es, son escritas cuando Perec ya no está en su plaza, sino frente a la máquina de escribir; y nosotros frente a su producto ya acabado.

No se dice nada nuevo. Sólo se apela a mencionar lo evidente. Tampoco se demuestra lo evidente, porque la realidad es axiomática incluso en sus utopías.

Sólo es posible lo que es como posibilidad posible. No hay libros con forma de escalera, pero hay el volumen que afirme y el que refute tal idea.

Escribir en la potencia del futuro con el aliciente del pasado. Así y sólo así se entiende el haber que tener leído para poder escribir. Se pueden desmalezar caminos, abrirlos de plano o apenas reseñarlos, o incluso algo mucho más sutil, pero quizás se trate de cierta “apertura”, de escribir en el gesto iniciático. Escribir en la sorpresa del futuro y en la sustancialidad del pasado: paso doble que despierta al escritor de sopetón, sabiendo que sabe, como si hasta el momento nada hubiese leído o aprendido de sus antecesores —de los muertos.

Decenas de manchas de color puro, distintas y una al lado de la otra. Y una delgada varilla que sutilmente las roza en su movimiento zigzagueante.

El movimiento ha de ser sutil porque de otro modo todo acabaría en el negro absoluto.

El movimiento ha de ser sutil porque de otro modo acabaríamos escribiendo acrósticos o cadáveres exquisitos.

lunes, 13 de abril de 2009

Biografías mínimas

Pienso que no es necesaria una vida espectacular. Ni siquiera una plana e indolente. Tampoco es que la vida sea radicalmente necesaria. Quizás sólo quedarse en el páramo de lo posible y nunca en el de lo imprescindible.

Intento no emocionarme con el último capítulo de Heavier than Heaven, la biografía de Kurt Cobain escrita por Charles Cross. Pero resulta harto difícil. Lo bueno de las biografías es que es sabido de antemano que el protagonista muere, o le pasa algo que ya sabemos qué será. Como las repeticiones de las películas de semana santa: al final el tipo es traicionado y crucificado, y siempre es así. Lo mismo con la de Cobain, pero con el vértigo doble de un final de libro y la muerte fulminante de un humano. Tampoco es necesaria que la vida sea una montaña rusa de emociones para que esa vida sea como cualquier otra, quiero decir, igualmente intrascendente. Pero sí que es necesaria la velocidad para una biografía, para novelar una vida en quinientas o dos mil páginas. Y Cross sabe que hay que ponerle pimienta a cada una de las partes de su relato, aunque ello signifique descreer de la imagen que el mercado creó de Cobain. Al final se permite todo excepto volver de la muerte a rectificar las mentiras y yerros.

O de las patologías y manías, de las fobias y neurastenias de Proust. Resulta a veces embarazoso conocer los pormenores de su vida, tal como André Maurois lo pone en su En busca de Marcel Proust. No sin sarcasmo doliente, el capítulo “El fin de la infancia” trata de la muerte de los padres de Proust, cuando este ya pasaba la treintena. Aunque ya antes se respira el mismo tufillo rancio que expele Ignatius Reilly cuando se niega a abrir sus cortinas, aduciendo un rasgo proustiano en su yo. Aunque también son vergonzosos los detalles de la adicción de Cobain, porque fui adolescente y tuve una polera de Nirvana, porque alguna vez pensé que él era tan cool. Aunque claro que es cool joderse a Axl Rose, y mentir descaradamente en las entrevistas.

Cobain —aunque cualquiera vale lo mismo— se inventa una historia que se soportó únicamente en sus relatos, que fueron divulgados a escala mundial por su fama. A pesar de ello, es falso que haya vivido bajo un puente, pero tampoco eso importa mucho aunque el biógrafo revele la verdad. Porque una cosa es la certeza de esa mentira, pero otra muy distinta es esa mentira envolviendo a un personaje, y que ella sea coherente con lo que significó/proyectó como yonqui y rockero y figura adolescente: es más sencillo mantener esa falsedad porque le va bien al personaje. Y el relato de lo cierto se diluye en el mar de rumores, como si fuese otro más.

(Y quizás uno —el de afuera, el lector, el no-relatado— se sienta reconfortado por ser anónimo, por tener una personalidad promedio, por no ser notoriamente pervertido ni manifiestamente idiota. No como aquellos que son retratados. No recuerdo la última carta que escribí, pero sé que nunca serán publicadas, no así las que Marcel le escribía a su “mamaíta” y que ella respondía con a su amado “lobito” de veintitantos años)

Me cuestiono la importancia de la biografía. Como relato, esto es, como género literario. Y cuando lo hago no pienso sino en Papini y su Juicio Final y Schwob y las Vidas imaginarias. Y entonces inventarse personajes y circunstancias o circunstancias a personajes del pasado adquiere otro peso, y se puede llegar a imaginar un relato con personajes reales realizando hazañas desconocidas, disparatadas, ocultas ante el mundo que los seguía por otros motivos —por famosillos, por cantantes, por el espectáculo.

Encarnar una utopía o un tiempo distinto en los actos de personajes conocidos. Poner a Elvis en el origen del caso Watergate, sin importar si estaba vivo o drogado, por ejemplo. O inventar personajes que jueguen en bambalinas y muevan los hilos de la historia con Mayúscula: amanuenses invisibles de los actos fundamentales y de los mínimos.