jueves, 11 de marzo de 2010

Mesura

Hace unas semanas en la Feria del Libro Usado estoy parado revisando los cajones de libros a mil pesos. Una tipa al lado se excita encontrando Los altísimos de Hugo Correa. La maldigo entre dientes viéndola alejarse con su nueva joya, que por lo menos, parece apreciar. En las mismas cajas me topo con El caos de Juan Rodolfo Wilcock. Recordaba en esos momento un cuento suyo, que venía en la Antología de literatura fantástica, «Los donguis», y poco más: sólo una referencia halagüeña a La sinagoga de los iconoclastas, además de su excelente título. Dejo los pies en la Feria. Encuentro otro ejemplar de Los altísimos, pero es primera edición y su precio es prohibitivo. Reconozco en el vendedor a Sergio Fritz Roa, un antiguo conocido con el que compartimos material de Lovecraft muchos años ha.
En la noche, sin éxito, busco la entrada para Wilcock en la Enciclopedia de autores latinoamericanos de Aira. Qué extraño que ni le mencione, es del tipo de omisiones que sufren los tipos como Papini pienso. Entonces voy a la Antología, y confirmo a «Los donguis» allí incluidos. Aunque en toda antología deberían estar incluidos otros cuentos de Wilcock. Partiendo por El caos: «Desde muy chico me atrajo la filosofía. Debo confesar que padezco de algunos impedimentos físicos», frase que según me dicen ha marcado a varios argentinos con tendencia a la literatosis.

No dejo de pensar en la transición entre cuento y cuento. Me ha dado a pensar la misma nebulosa transición entre sus cuentos. Leer un volumen de cuentos como si de una novela se tratase, o como esos capítulos de sitcom en el que la linealidad de sucesos no importa mucho, puesto que al final del capítulo todo acaba tal como empezó. Así, «Diálogos con el portero» funciona como una caja infinita. Unas cuantas páginas de una conversación con un portero romano, con decenas de ideas para relatos, anécdotas y demases. O «La casa» donde a través de un velo nostálgico por el pasado del inmueble, se atisba el eco de todas las historias que alguna vez allí ocurrieron: «cuando Emilia era joven y sus padres vivían y el cordobés sádico que un día la perseguiría desnuda a latigazos (…) no le había sido presentado todavía y tal vez por eso las adelfas y los jazmines florecían puntualmente en un clima ideal.»

Hay en El caos un paseo maravilloso, preciosista y detallado por todas las formas en las que los cuentos emergen, se hacen letra. Y por sus variados temas. Pensar: ésta es una antología antes que un volumen uniforme de cuentos. Aunque bien pensado, todo libro de cuentos es antología: cada uno funciona a ritmos y velocidades diferentes, donde se siente los bajones y al final se le puede reprochar al autor por tal o cual relato.
El cuento que da título al volumen es una versión resumida pero no menos brillante del Cándido, si se considera la salvedad de su final disparatado y por ello emparentado directamente con «Casandra», que a su vez tira líneas con los devaneos borgeanos respecto al orden de la realidad íntimamente incubado en el azar («La lotería de Babilonia» sin ir lejos). Una realidad, o un orden de las cosas que está trastocado en detalles, en los bordes de lo común donde se muestran no sus trizaduras sino otras formas de cerrar los ángulos —por decir algo, algo muy alejado de lo que ocurre luego de leer «La fiesta de los enanos» o «La engañosa», porque uno no tiene a enanos como quien tiene perros, ni se encuentra a mujer alguna con rasgos demoníacos bajo las enaguas…

Hay un paseo que es un fresco, una pintura del paisaje nocturno de una ciudad en «La noche de Aix», y que a la vez es una fenomenología del pensamiento de un hombre solo en medio de un paraje desconocido. Reconozco sus formulaciones, me identifico con sus pasos, con su remolón alejamiento del frío y la intemperie, sin darle mucha importancia. Para acabar en su hotel, quedándose dormido con las primeras luces del día, con esa noche para siempre dentro de él. Un cuento que perfectamente pudo no haberse escrito. No hay necesidad de relatarlo, puesto que hay decenas y probablemente todas con mayores incidentes memorables que esta noche en Aix: «Y esa certeza suya de que nadie en el futuro comprendería su experiencia, ni siquiera se interesaría en ella, constituía la mejor confirmación de la esencia misma de la experiencia, que era la soledad.» Como si Wilcock hablase no de una noche a la intemperie, sino del escribir mismo, que visto como lo vería Bolaño, no sería otra cosa que vivir con las estrellas como techo, huyendo  de la luz de la luna (o entregándose), confirmando en cada paso que no hay verdaderas necesidades por parte de nadie de interesarse o siquiera leer (leer no implica interés alguno, claro) lo que otro ha formulado. Basta la propia experiencia para sentirse (auto) satisfecho respecto al fenómeno de la existencia, entonces ¿para qué volcar tiempo y dedicación por relatos propiamente ajenos?

Wilcock se fue de Argentina sin que le lloraran. Parece que es el destino por estos lares. ¿Habrá gritado que mataran a alguien cuando partía, como Gombrowicz? (De seguro nada contra Borges ni sus cofrades de los cuales fue amigo). Y se quedó en Italia. Quizás conoció a Papini, pero no por persona porque uno murió el año anterior a que el otro llegase a su país. Escribió y publicó en aquella lengua, y se olvidó como tantos otros, de la primera. Fue gran amigo de Queneau. Quizás por allí conoció a Vian, o a Perec. Creo que debe haber jugado asiduamente al ajedrez también. Fumaba. Y escribió un relato que leí una noche, una semana luego de adquirir este volumen. Cuando lo acabo, sé de pronto que es el mejor cuento que he leído en mi vida. Y se me olvida la Historia de la literatura, y mi historia con la literatura, y no hay más que «Hundimiento», porque tengo la certeza que es el mejor cuento que he leído. Y aunque dentro del furor sé que no es el mejor cuento que leeré en todo lo que de vida me resta, sé que es, hasta el momento, el mejor —porque algo de mesura aún guardo incluso en medio de éxtasis estéticos.