domingo, 29 de julio de 2007

Postales oníricas

You can’t watch your own image
And also look yourself in the eye
The Arcade Fire, «Black Mirror»


Entre mí y el cuerpo de una mujer existen innumerables ventanas, acomodadas en muros enormes, enmarcadas en cruces de madera. Hay tantas que ella no me puede ver a pesar de la claridad del cristal.

Lo típico: un salón largísimo, desde cuyo fondo surge una voz que me increpa. Los gritos están idos, como salidos del abismo. Mi angustia es enorme.

He vuelto a la escuela. Pero tal como estoy ahora. Lo más sorprendente es que no me molestan por el pelo largo y mi felicidad es enorme.

Llueven bolas plásticas, que apenas tocan el suelo rebotan nuevamente hasta el cielo. Es imposible caminar, pues se corre el riego de ser agarrado por una de ellas: o uno queda aplastado, o se eleva hacia su punto de origen.

Un mar plagado de pequeños peces, que lentamente y sin dolor, devoran mi piel. Jamás alcanzo a saber qué hay debajo, aunque sufro imaginando que siempre he sido otro, y que le conoceré.

Recorro una calle vacía, con filas de árboles otoñales. Nunca acabo de avanzar, pero no me preocupo por ello, me agradan sobremanera esas calles, a las que pienso como el horizonte de la ciudad.

No es en realidad un sueño, pero en medio de un orgasmo, vislumbré un salón aristócrata en el que supongo a Proust con su bigote mínimo sentado entre otros. Desde el centro de la mesa alargada y enorme, emerge un hombre delgado disfrazado con un traje con el que asemeja una flor espigada, con pétalos que recuerdo eran púrpuras. Quizás hasta haya sido Bowie. Ella no se sorprende demasiado con aquellas imágenes.

Si el sueño tiene una función fisiológica —cuidar el descanso—, ¿de dónde la angustia en las persecuciones, en las representaciones que nos asustan?

A lo lejos conversan Gernández y Valy. Estamos en algo que parece un jardín laberíntico, yo estoy en un pasaje con matorrales bien formados y altos. Entre ellos existen los restos de puertas y sus respectivos marcos ya podridos. Voy leyendo 2666 con un placer indescriptible, si todavía oigo las palabras que leí y que no eran sino las mías propias mezcladas con las de Bolaño. En un momento quiero hacer parecer a Gernández que he desaparecido, que no me vea cuando paso a otro pasillo de árboles, pero él me ve y apunta con el dedo lejano. Sigo leyendo hasta que me pongo a llorar de la emoción, y esas lágrimas –no sé por qué— me avergüenzan.

jueves, 12 de julio de 2007

El topo clarividente

Por calentura seguramente, fue que hace ya varios años fijé mi atención en Acostarse con la reina de Roland Topor (1), que se apilaba en la vieja biblioteca de mi abuelo. Supongo que deseaba encontrar pornografía del tipo Memorias de una pulga que también tuve entre manos: una cadena de adolescentes pajeros entre los cuales me encontraba (lo cual no descarta que siga siendo un onanista empedernido).
Al acabar el primer cuento, no pude sino acabar rápidamente el resto. «En Suiza» propone a tres montañistas perdidos en el frío de los Alpes. Sufren hambre, tanta que uno de ellos comienza a devorar su propia pierna ya congelada e insensible. Sus compañeros se lo reprochan, sólo para darse cuenta luego que la segunda pierna ya había sido tragada por su dueño. Y en lo mismo del hambre: un tipo que jamás ha tenido hambre, al que los mendigos le piden dinero pues sufren el apetito los mata. «¡Qué suerte la suya!» les responde, y sigue comiendo pensando en quienes se mueren con el estómago vacío.
Por esos mismos años —una década atrás más o menos— busqué en internet información sobre Topor. Encontré algunos de sus dibujos. Personajes que se cortan sus propias piernas; con máquinas que los flagelan mientras caminan; una sierra enorme que los parte en dos; metiéndose los dedos hasta el fondo de la cabeza por los ojos; estirándose hasta desmembrarse, etc. También imágenes suyas, en las que un semi calvo fuma un puro enorme, a veces con un sombrero hongo.
Por supuesto que la impresión general luego de su lectura, fue la zozobra y el más completo desconcierto. Pero paréntesis, porque fue de un modo totalmente distinto a cuando bien niño me quise pasar de listo y leer las Narraciones extraordinarias, dibujando a Mega Man (de Nintendo) en las tapas, o hace poco, descubriendo El hurgón mágico de Robert Coover; porque en estos dos casos acepto no haber comprendido nada en el momento de la lectura. Tanto Poe en el pasado, como Coover en la actualidad, me presentan un problema irresoluble, que por el lado de Topor apuntaba a la imposibilidad de reírme de todos y cada uno de sus relatos. Pero igualmente la risa es evidente cuando Jesús camina sobre el lago Tiberíades, y mientras sus apóstoles le miran, el idiota cáese tras pisar una cáscara de plátano («El accidente»).
Incomprensión, y enorme, luego que Michelson advierta a su amigo de la existencia de varios tipos de mentirosos. «Dígame, ¿mi barba es verdadera o falsa?», pregunta Michelson. Le responden que falsa, y se la tiran con enorme fuerza. «¡Pero si es verdadera! ¡Me ha engañado!» le espetan al embaucador. Michelson contraataca: su barba es auténtica, antes de mentir ha tomado sus precauciones, «hay varias clases de mentirosos (…) Durante meses he estado sin afeitarme. Ahora es imposible descubrir la superchería.» Esto es justamente el mentir del natural (Pág. 146).
Mientras leía la Crítica de la razón pura recordaba «Los alimentos espirituales», donde un niño leía el mamotreto, y las dos Críticas más, y luego toda la biblioteca. El médico preocupado, le examina, y determina abrirle el cráneo. Le encuentran un gusano en el cerebro, que extirpan. Al tiempo vuelve a leer: ha quedado la cabeza dentro.
El cuento que da título al volumen en francés, «“Four roses” para Lucienne». Un marido preocupadísimo porque su mujer se ve hermosa luego de embriagarse con el licor “Four roses”. Lo hace con una frecuencia abrumadora y entonces su hígado se resiente, debe con urgencia, someterse a un trasplante. Pero de pronto, en medio de la desesperación, descubren que el ingrediente secreto del licor es el aceite de bacalao y es justamente eso lo que provoca el deseo para con la horrible mujer.

* * *

Sufro de un estado de ánimo lamentable. Producto del amigo mío. Hay una roca enorme sobre mi pecho y el cigarrillo se va sin consultar siquiera al fumador que le necesita. Santiago está bajo ceros —como si ese número que tiende a la desaparición pudiese sepultar la omnipresencia de la real realidad— y mi cama ídem. El alcohol provoca poco si a ciento treinta y cinco kilómetros por hora se avanza sin que policía alguno detenga el móvil en cuestión. Hay que hacerse matar prontamente. Ése es el consejo del día y del mes, quizás del año o de la vida completa. Todo se va y vuelve en un compás incomprensible. Y este libro del que quise escribir se cambia en otros movimientos, que cangrejean arriba y abajo, dentro y fuera para nunca más.
A fin de cuentas todos quisiéramos morir en la montaña rusa del coito. O por lo menos en la certeza de que la muerte no tiene reverso, y que la nada espera al impaciente. Pero «Ah, neófito, no hay muerte» (2).


* * *
(1). Anagrama, Barcelona, 1982; supongo nuevas ediciones. La original es francesa, de 1967 bajo el título de «Four roses for Lucienne».
(2). Pessoa, «Iniciación», en Ficciones del interludio.