jueves, 3 de mayo de 2007

Digresiones

«La repetición, por otro nombre, la historia del arte», dice Aira. Qué tal. Pienso entonces en lo que escribí sobre los detalles en la literatura (?). Y también en el escritor que, en El resplandor, repetía la misma frase con leves variaciones formales: como cita, como fórmula matemática, pareciendo un verso, parafraseándose, borrándose, etc. También en Borges escribiendo Historia de la eternidad, y pensando que, dado un tiempo infinito, cualquier hombre será capaz de hacerlo todo, incluso a sí mismo: en una inacabable cadena de ensayo y error. O en la doctrina que anunciaba el espejismo infinito de los actos humanos: Platón por el resto del tiempo profesando sus ideas cíclicas; Heráclito y los 10.000 años en que todo volverá a ser Uno. Y claro, toda la tradición griega, donde no hay historia que no remita a la duplicación: Sísifo subiendo la roca que siempre cae (manteniéndole ocupado para que no huya del Infierno); Prometeo siendo devorado todos los días por la misma ave; Ixión condenado a girar en una rueda en el Hades. Los palíndromos, y el film de Debord: In girum imus nocte et consumimur igni. Recuerdo la Noria de Ramelli, y la máquina patafísica para leer Rayuela. Esta misma página y lo que esconden los links, las posibilidades del hipertexto: alcanzar el fin de la internet. Me imagino dentro del laberinto de T’sui Pên. También el alga «Bifurcaria Bifurcata» y las cuestiones rizomáticas. Aquellos discos de Neurosis, que puestos a la par conforman una red sonora; o lo que ocurre con El mago de Oz y The Dark Side of the Moon de Pink Floyd. Las bibliotecas también guardan la eternidad, o por lo menos, una tautología en sus referencias: una vez leído un libro ya nunca se pueden detener los lazos que lo provocaron y que él mismo desencadena.
¿Se conoce lo particular a partir de lo general o al revés?
Mientras, fuera llueve. Me doy cuenta porque escucho un ruido opaco (¿es posible esta conjunción de un adjetivo visual aplicado a un fenómeno auditivo?) que golpea la ventana, o el relieve de cemento que propone el cristal.
Me distraigo tan fácilmente. Quisiera dormir mientras estás despierta, dice un tema hermoso. Quisiera también acabar de la misma manera, con las mismas ganas, todo lo que comienzo. No habría que incluir dentro de esto a las personas que me rodean (y que me hacen feliz), sino simplemente a lo que alguna vez empiezo a escribir. Podría parar esto ahora mismo para verificar mi profecía autocumplida.
Está comprobado que la felicidad es un estado plenamente melancólico, sobre todo en esta ciudad. Junto al protagonista de Crimen ferpecto digo: la vida es pésima, es una mierda, pero es la única que hay. Ignoro el horror, construyo una isla donde me quedo tranquilo y, donde a veces, recuerdo lo que no tengo no tuve o deje ir. Cierta insolencia de la juventud, que agobia y acojona. Pero quizás sea peor la inmanencia de la adultez y la inminencia de la muerte. Hay un cansancio en todo, una ralentización de las cosas, y entre medio nadie más que yo. Tirarse frente a un automóvil a toda velocidad. Que ese evento cambie toda la vida de manera radical: o la muerte o un resto de vida en que la compasión sea el ojo con que me tasen. Un corte hasta el fondo del hueso. Mil millones de pequeñas partículas. Y unas manos impotentes para asirlas, o siquiera, o siquiera.
Pasan las horas: la lluvia cambia a un viento fortísimo. Siento ahora el ruido de los techos cercanos agitándose, a punto de caerse. Lástima que no sea más temprano: ¡las planchas de zinc cortarían tantas cabezas!
En el fondo, no hay motivos para la depresión, porque ella de antemano supone la superficie, la regularidad o la mejora. Siempre se le presupone, quién sabe por qué motivos.
¿Podría caerme un techo sobre el pescuezo?
Abrir —aunque levemente— la ventana implica que un tornado revuelva mi habitación. Existe el viento caliente que le llaman raco. Justo cuando aparece, hay que sacar la ropa mojada, para que en pocos minutos esté lista para la plancha.