miércoles, 17 de octubre de 2007

Modorra

No es ni por cuestiones estacionales (la primavera que hace bajar el litio) ni de ningún otro tipo… pero tengo tanta pero tanta flojera por escribir.

He intentado redactar dos artículos. El primero, es sobre el mítico periódico poético «Noreste», y el segundo sobre mi irrestricto apoyo a la publicidad ególatra que suponen los fotologs. Ninguno ha sido acabado.

Me planto frente a la hoja digital en blanco, escribo unos cuantos párrafos, y entonces cierro la pantalla y me duermo. O en su defecto —un real defecto—, cuando quiero volver al ritmo de lectura que tuve, no puedo. Están apilados vergonzosamente para mí, un montón de libros que esperan y esperan, para no sé cuándo. Como lo que pasan a los borradores que imagino. En estos mismos momentos quisiera cerrar el laptop, o ver una película, o dejarme caer en el sopor del colchón.


Ayer ya pensé que era el momento en que mi —supuesto— tumor cerebral se manifestaría por fin. Desde las diez de la mañana un dolor horrible endulzó mi jornada. Primero apareció rodeando la parte trasera del ojo, el hueso que lo soporta. Me lo presionaba desesperado, tomé una de las pastillas rojas que eliminan las jaquecas, pero nada pasó. Con el paso de una o dos horas, el dolor se transportó hacia la mera frente. Sentí que tenía una placa metálica que podría caerse en cualquier momento, si tan sólo lo hubiese intentado. Con las cortinas cerradas y un paño en los ojos. Nada de eso sirvió en absoluto. Almorcé tarde, solo. Y a cada paso que di (y que hoy doy) sentí cómo mi cerebro rebotaba contra las paredes del cráneo. Quizás justo en el intersticio que hay entre uno y otro esté el dolor que siento. (En «No Cars Go», de Arcade Fire, se oye que hay un lugar al que ningún automóvil llega, el sitio que está justo entre el clic del interruptor y el comienzo del sueño: «Between the click of the light and the start of the dream») El dolor que siento y que a cada momento se aleja.


Un lector inteligente me pregunta si acaso cabe como posibilidad no escribir, incluso desde la imposibilidad de hacerlo. Creo que sí. Eso sí que es radicalidad, para consigo y para con la escritura, porque nos callamos teniendo como opciones el gritar, patalear o decir algo trascendente. Pero si a alguien le ponen como alternativas el silencio completo, y la inscripción de sus ideas, ¿son ellas opciones válidas, o simplemente las pensamos como tales al ser más de una (1)? Pongámoslo de este modo: un tren descarrilado, pronto a estrellarse, en el que sólo van como pasajeros un par de enemigos; en un momento, uno de ellos queda aprisionado, y el otro ve como opción salvar a su enemigo —con lo cual su propia vida corre riesgo, o huir y sobrevivir. En este particular sentido, no hay opciones válidas, pues no hay por dónde perderse, jamás será una alternativa ni siquiera pensable, el alargar la mano al que deseamos la muerte. Entonces, de nuevo: entre balbucear incoherencias, babear, insinuar oraciones, y quedarse completamente callado… ¿dónde está la alternativa?


Pensando en que da lo mismo si escribo o no, recuerdo al poeta Javier Peralta mientras golpeaba a un tipo que, esa particular noche, no se merecía los puños de nadie —pero que después y en reiteradas otras ocasiones, sí. Vuelvo sobre su única edición, Paso quiltro de 2005, y noto el acierto de su primer poema, «Otro año más»:


«Otro año más, sin dinero,
con la barba a medio crecer, el pelo desteñido,
los zapatos gastados, la ropa sucia
(…)
Otro año más, equivocándome de pieza,
olvidando a mi esposa, contando ovejas,
matando el tiempo.
(…)
Otro año más, desconocido,
pero perfectamente identificado
por impuestos internos
(…)
Otro año más, a la izquierda del mundo,
desnudo en el crepúsculo, llegando tarde,
no figuro en las listas»

Intento imaginar cuántos versos ha ideado Peralta en medio de las noches de furia, de alcohol, en que frecuentemente se halla.


Sólo por esta vez renuncio a las listas numeradas. Ellas siempre me han facilitado la escritura, sobre todo cuando las intenciones flaquean.


No es ni siquiera el hecho de saber que ya está todo escrito —si eso fuese un problema, ya no se escribiría nada, pero lo que se dice nada. Pero me acosa otro problema. Asumiendo que existen grietas en todo, ¿qué hay entre el silencio y la voz que habla? ¿Pura voluntad desbocada? ¿El mensaje pujando por salir, por estallar? ¿El silencio que se vuelve contra sí, cual gusano…? Porque no puedo escribir cuando lo único que quiero es comenzar pronto a hacerlo, iniciar un nuevo texto. Quizás exista la necesidad por el fragmento, como única manera de establecer nexo con las ideas que no se quieren ver escritas. ¿Verán aquellas ideas a través de mis ojos? Como si yo simplemente fuese un transporte, vulgar, perfectible. Y aquellas ideas se han dado cuenta hace ya tiempo, que si quieren aparecer en el mundo, la precisa manera de no hacerlo, es a través de lo que pudiese escribir. Quizás encuentren que es mejor salir expulsadas por mi mierda. Pero no hay forma de saberlo, hasta que ellas lo quieran decir.


Todo es intersticio. Y el futuro se decide en el ejercicio de conocer las distancias entre las cosas. Por ejemplo. No somos más que eso que está entre dos muertes. Estas letras no son más que una forma del abismo, que no es sino un símbolo de la muerte, que es a su vez el compendio de la existencia total, que —todos lo saben— es la cifra del amor infinito que mantiene al universo flotando sobre las nubes azules. Por eso hay que esperar que las estrellas se acomoden. Cuando lo hagan será el momento de escribir porque sí, para simplemente decir lo mismo que las letras explican —prescindiendo del escritor.

jueves, 4 de octubre de 2007

La letra origen

Escribir desde la rabia puede traer dividendos jugosos. Económicos, se supone. O en general, escribir desde cualquiera de las pasiones —como objeto, ojalá despersonalizándolos, aunque nunca se sabe.


Borges escribía desde la impotencia. Con Abufom (P.) coincidimos en que ésa es literatura de las bolas llenas (de la acumulación de esperma, para más detalles).

Al igual que Bolaño, pero desde otro tipo de impotencia. La de saberse vencido de antemano. Porque por mucha estadística liviana, sabemos que moriremos.


Caso paradigmático el de Proust. Que escribió desde la posición del esnobismo extremo. Algo así como escribir para justificar sus banquetes —justificarlos con lecturas, presentaciones, desfiles de dandies.


Desde el fondo mismo de la rabia nos mandó sus gritos De Rokha. No por nada Los gemidos, que en algún momento fue alabada por Neruda, que luego olvidaría todo: su sorpresa, su comunismo, el escribir mismo.


De manera oblicua porque mediocre (en comparación), Cortázar nos quiere hacer creer en las sorpresas. Pero sorprendernos, lo que se dice sorprender (como suspender) no lo hace más que Perec. Así, Rayuela es incomparable a La vida, instrucciones de uso, cuyo sólo título remite a los manuales del argentino.


No me canso de citar a Zweig, que escribió alguna vez desde la vergüenza. En la infinita impaciencia que lo agobiaba, en un viaje en trasatlántico hacia Brasil, sintió vergüenza de sí mismo. Aunque también es posible decir que escribió desde el kantismo de lo sublime: las masas de agua le aterraron hasta avergonzarse de su comportamiento.


«Los libros pueden tener su origen en los más variados sentimientos. Se escriben libros al calor de un entusiasmo o por un sentimiento de gratitud, pero también la exasperación, la cólera y el despecho pueden, a su vez, encender la pasión intelectual. En ocasiones, es la curiosidad quien da el impulso (…) pero otras veces —demasiadas— impelen a la producción motivos de índole más delicada, como la vanidad, el afán de lucro, la complacencia en sí mismo.» (Zweig, Magallanes)


En la vanidad caen todos. Usted y yo inclusive, créalo. Aunque no sea en absoluto difícil.


En la desesperación debe haber escrito Kennedy Toole. Él mismo  era tan parecido a su Ignatius J. Reilly —es cosa de buscar su retrato en internet. Su madre era la misma que torturaba al personaje. Y ante las constantes negativas de las editoriales a publicarle, decidió encerrarse en su automóvil y asfixiarse. Aunque todo acto humano pueda verse desde el cristal del ego: el autor suicidándose únicamente para ponerle picante a su biografía, a hacer mito sobre sí.


En la misma línea, Gernández quiso escribir su Gran Obra, y enterrarla para dejarla a la posteridad. La imaginación no alcanza para especular sobre la repercusión que tendría en el futuro aquel texto hipotético —tan hipotético como su misma escritura, y el futuro en sí.


Escribir porque sí no es en absoluto denigrante. Porque en la misma letra se muestra lo que ella misma pretende esconder: como si se tratara de gritar un secreto, un rumor por todos conocido. En la Z hay un pivote que devuelve a la A, y en la misma medida, todo «fin» (explícito o no), es el comienzo de otra lectura, o si se tiene el virus, de nuevas páginas a ser rayadas.