Uno de los mejores momentos como lector fue encontrar las Vidas Imaginarias de Schwob. El otro es probablemente recibir el primer volumen de las Obras Completas de Borges, o comprar por precio de huevo la poesía -casi- completa de Pessoa. Siento una emoción harto cercana a esos recuerdos cuando paso cada página de la Antología de Spoon River. Ya que sus derechos pasaron a dominio público, gente laboriosa como Rodrigo Olavarría la tradujo para la también laboriosa editorial Das Kapital.
Desfile de imágenes y personajes ya muertos de un pueblo gringo de principios del siglo XX. Allí donde uno se lamenta de su mala suerte en vida, salta otro que le refuta afirmando que no fue la mala estrella sino su holgazanería el causante de sus males. Hay uno que se perfila como un disminuido, pero más allá un testimonio demuestra el bien que hizo, lo grande que secretamente fue. Y así. Pasan personas reclamando desde la muerte, recordando viejos amores, vanagloriándose o resistiéndose a creer todo lo que (no) hicieron en vida.
Con el mismo Schbow está relacionada esta Antología: ideando personajes y siendo contados. Pero también con el magnífico El Juicio Final del olvidado Papini, y también (cómo no) con la Historia Universal de la Infamia, La literatura nazi en latinoamérica y Retratos reales e imaginarios.
Hay vértigo y arrojo en cada personaje y sus frescos. Voluntad de maravillar, y trabajo bien realizado. Hoy no sé qué hay, sólo que casi nada de lo anterior.
miércoles, 28 de octubre de 2015
viernes, 16 de octubre de 2015
Contar lo que no llegó
Estaba en una casa antigua. Cortinaje pesado y grueso que
dejaba poco espacio a la fuerza de la luz, aunque dentro no habían penumbras
sino claridad sepia. Hay varia gente del trabajo, con la cual apenas tengo
relación directa. Se trata de una reunión importante, tensa, decisiva creo. Por
lo mismo no sé qué hago aquí, pero estoy y en el sueño no me lo cuestiono.
Supongo que la reunión tiene un clímax, algo ocurre pero no lo recuerdo, o
simplemente salté al momento en que estoy junto a una mesa de arrimo viendo una
nota que le dejó Diamela Eltit a la gerente dueña de casa. Una dedicatoria en
un libro, unas líneas para enardecer el espíritu, algo como «fuiste lo que quisiste
y serás lo que quieras».
Luego, en otra parte del Sueño, me encontraba en la cima de
una colina que vista desde mis ojos parecía también una montaña rusa. Allá
abajo se veían casas, se intuía a gente también. Estaba montado junto a otros
en un bus enorme y antiguo, cuya cola apuntaba a este precipicio. De pronto la
máquina ya iba colina a abajo desbocado, sin control. Sin embargo a pesar que
su trasero iba adelante, nos encontrábamos frente al volante gritando a todos
para que se corrieran y no fueran atropellados. Bajábamos, pasamos entre chozas
y gente que saltaba fuera del camino. Yo no podía gritar más, y me desperté con
la garganta reseca. Pero extrañamente contento.
Al menos puedo encontrar el origen de la primera sección del
sueño: acabé velozmente Reinos de
Romina Reyes, prestado por un amigo con el que compartíamos el desprecio por el
libro. Leí para cuando fue publicado el cuento “Larvas” y “Reinos”. El primero
me pareció deficiente, escurridizo y leve. El otro es muchísimo mejor. Ahora puedo
decir que es el mejor del volumen. Pero el sueño viene de una imagen de “La
Karen”, donde un tipo recupera de un libro una nota que le dejó a una ex, una
nota que ella no leyó y que éste rasga en medio del cumpleaños de su antigua
polola, justo antes de que le planten un botellazo en la cabeza por un problema
inexistente o nublado por el alcohol.
Si había leído un par de sus cuentos, ¿a qué venía tanta
cizaña contra su libro, contra la autora? Porque al menos podría haber leído el
libro completo y luego molestarme en decir que era pésimo, como ocurre con otros.
Todavía no lo puedo confirmar, pero supongo que fue por la atención mediática a
un libro que no lo merecía. Y eso sí lo puedo confirmar: Reinos no soporta ni la mitad de las reseñas y críticas positivas
que recibió en su momento. Tampoco las negativas, intuyo. Es un libro que
resuma Bolaño y Zambra, aunque quién es nadie para criticar influencias a un
autor, aunque sí se le puede (quiero creer) exigir pudor. Que se quiere Bolaño
pasado por cerveza Báltica en Juan Gómez Millas, y Zambra perseguido por un
amor violento y con una angustia etérea. En Reinos hay mucha bruma, no hay movimientos ni gatillantes claros.
Lo cual puede ser perfectamente una forma de narrar, un velo que el lector
pueda descorrer (o no), y que muestra otra textura, un nivel insospechado a la
primera lectura. Pero acá no ocurre: hay manidas fórmulas tautológicas; frases
y disgresiones subordinadas; perlas puestas a fuerza en diálogos que pretenden
ser realistas; vueltas que no llevan a lado alguno. A pesar de ello, Reyes
escribe formalmente muy bien, mejor que quienes han publicado narrativa los
últimos 3 ó 4 años. Sabe manejar el ritmo de su historia, apura y da vértigo de
maneras muy bien logradas. El resto está constreñido al intento por la narrativa
patibularia de Lemebel, de una clase media que es miserable no por falta de
pertenencias sino por soledad y abandono unos de otros: hijos sin padres que
aún están vivos, cortinaje grueso que deja entrar poca luz, patios abandonados,
plazas en ruinas. Reinos es la
narrativa apropiada para un mundo en el que la alegría no llegó, pero nadie
quiere confirmarlo aún.
martes, 13 de octubre de 2015
Felisberto, Mario, los raros.
Yo a Felisberto
Hernández llegué tal como llegué a Topor o Balzac: porque estaba en la
biblioteca que heredé de mi abuelo. Que la heredé por defecto, quiero decir,
porque nadie más le siguió los pasos leyendo ni menos queriendo guardar esos
libros.
Entonces ahí
estaba ese libro, Las Hortensias, que leí en muy poco tiempo. Una edición de
Lumen de 1974 con una portada evocadora de pesadillas eróticas. O de simple
erotismo, que viene siendo una cara del terror, de sus atractivos y secretos.
Internet se usaba
para otras cosas, no para buscar información, entonces no supe más de él hasta
que muchos años después me topé con un canasto de libros en rebaja en un
supermercado. Había oído su apellido, pero no sabía que también era uruguayo. Y
nada más. Era una cajita con tres libros que me costaron lo mismo que un kilo
de pan y 1/4 de queso laminado. Luego supe que La Trilogía Involuntaria costaba
4 ó 5 veces más en librerías.
Me zampé en pocos
días los 3 libros. Mareado, impresionado y enloquecido. Me tomó tiempo salir
del laberinto intrincado que Levrero construyó, involuntariamente.
Pero falto a la
verdad. Acabo de recordar que había comprado La Ciudad en una feria al precio
de medio kilo de manzanas. ¿Por qué si apenas me sonada su apellido?
Seguramente porque leí su nombre de algún lado confiable. Probablemente en la
bitácora de Rodrigo Fernández. Sí, ahí debe haber sido. Fernández lee mucho más
y mejor que la mayoría, aunque no haga reseñitas ni pretenciosos comentarios.
Basta con leerlo someramente para darse cuenta de eso.
Tal como los
escenarios de Levrero, se puede entrar, pero salir cuesta. Quizás nunca se
salga del todo. Porque o es laberinto y residuo del sueño, o es una muestra de
lo cotidiano que a cualquier le pasa. En ambos casos se está en un laberinto
intrincado o demasiado evidente como para salir sin daño. La complicación es
lavar la losa, el aletear de una paloma en el patio, una ciudad que no acaba
nunca, los avatares y penurias de un cualquiera.
Un diario que sea
una bitácora de la disconformidad, o de preguntas sin respuesta. O de preguntas
cuyas respuestas no importan en lo más mínimo. Hay muchas preguntas en Levrero.
En forma de misterios o de terrores trémulos y sutiles. Pienso ahora que para
él mismo su escritura fue su laberinto. Que tuvo que recorrer los extraños e
involuntarios caminos del suspenso y misterio para decantar en sí mismo.
Avanzar fuera de sí para alcanzarse. Algo así. Narrarse al final a sí mismo, y
que eso sea maravilloso y brillante, enceguecedor y universal.
jueves, 8 de octubre de 2015
Aira y la escritura eterna
Hace
poco el escritor argentino cumplió 64 años, y por mucho tiempo más se publicarán
varias de sus novelas al año, sin contar sus traducciones, ensayos ni
conferencias alrededor del mundo. Aira está en todos lados, sólo es cosa de
saber mirar.
Llegar a Aira es un
accidente. Provocado o no, deseado o no. A fin de cuentas leerlo es caer en
enojo y deslumbramiento. Si se vence una novela, y se quiere conseguir otra,
ahí es cuando un vórtice nos alcanza, y se empieza uno a cuestionar nociones
que creíamos estables, por ejemplo: ¿qué debe tener una novela para que sea
calificada así?, ¿cómo es posible que éste tipo publique 6 al año?
En la novela La última de César Aira, el también
argentino Ariel Idez lanza una invectiva contra la pretensión del lector de
agotar la obra de un autor, poniendo como parangón todas las publicaciones de
Aira: pareciese que nunca se detuviesen, que siempre salen nuevas ediciones,
que Aira estuviese diez pasos delante de sus lectores, tan lejos de ellos que
nunca le podrán dar alcance. Y justamente eso es lo que se siente una vez se
inicia su lectura. A pesar de ello, Aira repudia que le recuerden su elevada
producción. “No sé qué idea se ha asentado en general de que el que escribe
poco, el que escribe un librito cada 20 años es buenísimo, es un genio, y el
que escribe cuatros libros por año es un tarado”.
Por lo mismo, conseguir
uno de sus libros es algo sencillo. Probablemente se encuentre con algo de lo
poco publicado por LOM, La serpiente o
Un episodio en la vida del pintor viajero.
En ésta presenta un relato verosímil: los paisajes salvajes de la cordillera
camino a Mendoza, siendo pintados y vividos por Mauricio Rugendas. Hasta que
sucede un accidente, y todo se trastoca y desborda. O puede ocurrir que se pase
por una librería de viejos, y se halle Embalse,
o algo de lo que ha publicado con Emecé, aparte de sus innumerables
traducciones. Porque ha traído al español desde Raymond Chandler hasta una de
las cumbres de la narrativa gráfica: Maus.
Hacia 2001 publicó una Enciclopedia de autores latinoamericanos:
un mamotreto que estuvo en bodegas por 15 años. En rigor lo que mueve a Aira no
es un afán propiamente enciclopedista, sino uno escatológico y afín a sus
gustos. Figuran en sus páginas los clásicos, las lecturas obligatorias, pero
por sobre ellos están los marginados, los olvidados, los peculiares y
excéntricos. Así, las fuentes de Aira son diversas y perversas: “El material
con que escribo mis libros viene mitad y mitad de esas dos puntas: un poco de
Proust, un poco de Ren y Stimpy. No hay nada deliberado ahí, es solo lo que me
gusta”. Y así mismo queda en el recuerdo del lector. Desfilan monjas, enanos,
terroristas, todos los personajes más estereotipados según él, y vueltos una
caricatura de la mofa que ya son, puestos en escenarios recargados, con
misiones irrisorias o directamente fatales. No es poco casual que todo acabe
con un estallido sordo en el cual Argentina (o el mundo) desaparece.
Si hay algo de cierto
en que escribir es haber leído, todo es carne para la picadora de Aira, en
función de un mundo con el eje trastocado, donde lo inverosímil es transparente
a los personajes, pero puesto de una forma que irrita o trunca la lectura. En
su visita a la FILSA en 2009 dijo: “Eso de la ‘necesidad de expresión’ siempre
me ha parecido un poco macaneo, un poco excusa. Todos queremos hacer libros y
darnos el placer que tuvimos alguna vez leyendo”. Una felicidad en fragmentos,
que pasa luego al olvido en términos genéricos pero que deja la marca de su
absurdo y sus excesos. Entregarse a su lectura voluntaria implica locura y riesgo,
tal como él mismo escribe sus novelas. “Tengo un método de escribir, de
improvisar, de ir día a día, de dejarme llevar por el capricho de cada día”. Cada
jornada unas cuantas páginas, sin nunca volver sobre sus pasos a revisar ni
menos corregir. Ha propuesto ir hacia adelante a toda costa, justificando lo
escrito ayer con el trabajo de hoy. Si lo cumpliese, así se podría entender los
híbridos que algunas veces resultan sus novelas. Como en Las noches de Flores, que abre relatando la bucólica vida de los
jóvenes repartidores de pizza del barrio donde Aira vive, para luego mutar en
una novela de misterio y persecuciones, con un enano mutante disfrazado de
Batman, y un laberinto bajo un monasterio que refleja la disposición de las
estrellas sobre Buenos Aires.
Aira ha creado su
propio universo. Le ha dado forma a su escritura, que es una única novela publicada
en esquirlas. Aira es una conspiración. Es uno o muchos. En caso de ser uno,
está el problema de cómo escribe y publica tanto. El don de la ubicuidad
editorial le pertenecería. En caso de ser varios, atenta contra la buena fe del
lector, al que le agrada la unidad en la personalidad de sus autores favoritos.
Una y otra opción presentan problemas, así que quizás sería conveniente afirmar
que Aira es nadie y es un soplo, el aire que se va, un recuerdo deshilachado: “En
términos generales, diría que soy partidario del olvido, que es liberador y
suele estar del lado de la felicidad, mientras que la memoria es una carga y
está aliada al remordimiento, al rencor, a la nostalgia y a las pasiones
tristes.”
Publicado por ahí en papel en marzo de 2013.
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