martes, 3 de junio de 2008

El otro como (problema) necesario

En el estado actual de las cosas, las películas de animación japonesa, incluyen, fuera de los subtítulos correspondientes, notas a pie de pantalla: detallando la fraseología, los períodos históricos, las referencias externas a que los personajes aluden. Aunque claro, estos textos están en la parte alta de las animaciones.
De pronto, cualquiera puede hacerse de una muy buena idea de los complejos shogunatos y de los procesos políticos que involucran. Esto bien se entiende si se observa a los fanáticos japoneses: otakus, tipos obsesionados con la culturas orientales.
¿Qué otro indicio es necesario para mostrar que las ramificaciones de cualquier obra no acaban jamás? De esto tenía harta conciencia Melville, por dar un ejemplo a la mano.
Cabría la labor propiamente postmoderna: un trabajo sobre textos, y detenerse de escribir cuestiones disque originales. Pero, dejando de lado la siutiquería y el gestos de desprecio propios de tal operación.
Algo así como «Usher II» de Bradbury (Crónicas marcianas); o meterse en los sucesos privados de un personaje real, tal como en «Tres rosas amarillas», donde Carver mistifica la muerte de Chéjov. Nada nuevo bajo el sol, esto es evidente, baste recordar que todo autor “sarcástico” (por lo menos en algún grado, en cierto momento), ha sabido mezclar elementos de muy distinta procedencia para sus collages: Chesterton, Papini, Rabelais o el indecible autor de la Biblia.
Claro que ahora, en el terreno en el que se juega es en el del mundo pop, del cruce preparado por el despliegue globalizado de los caracteres idénticos, del sesgo de las diferencias. Sería cosa de ver cualquier filme de Kevin Smith, donde en cada una de ellas hay referencias explícitas a la saga de Star Wars: como en Clerks, donde se produce una extraña conversación sobre la moralidad de la causa rebelde al asesinar a los constructores “inocentes” (ahí está el meollo) de la Estrella de la Muerte. O de manera más actual, y más cercana, la imaginería completamente externa de Nicolás López, que no hace sino remedar en tono coloquial lo que ha devorado en su vida. Y no hay que apuntar que esto no ha de ser considerado de manera peyorativa, toda vez que la máxima habría de ser «escribir es haber leído». Parafraseando: «crear es conocer lo ya creado».

¿Habrá que decir algo sobre el tan manido concepto de la influencia de unos sobre otros?
A veces las traducciones se convierten en obras más altas que el original que provocan tal trabajo. Por ello, Borges puso su atención a las versiones homéricas. Quizás por ello Aira traduce a Chandler (y por el dinero obviamente). O al revés, en reverencia a un autor admirado: Cortázar traduciendo a Poe, y Vargas Llosa a Flaubert (o prologando Los miserables).
Cae en todo lo anterior todo aquel que escribe. Escribe él y los mil y un fantasmas que lo acompañan. No únicamente sus oscuros pasajeros, sino los ángeles que le protegen también.

A cada paso, no se hace sino confirmar paulatinamente, que llegara el momento en que todo será hecho. En un hipotético tiempo, en el centro de las actividades, en algo así como el grado cero de la inventiva (o de su voluntad), se concentra la materia densa y oscura del obrar. Su ovillo que nutre desde las pesadillas nocturnas hasta los magníficos puentes sobre el mar o los rascacielos de acero y hormigón. A la vez que el ovillo cede, quita, pierde su carácter de completud, esperando volver a reencontrarse luego del ciclo que tarde o temprano se cumplirá. La doctrina del eterno retorno es aplicable a todo, porque quizás todo no sea sino volteretas, palos de ciego contra la nebulosa de lo desconocido y lo por-venir.
Aplicar la teoría psicodélica del Big Bang a la creación humana.

Gernández baja y baja música de la red, a un ritmo superior al que utiliza en escucharla, en conocerla y saborearla. Cuántas centenas de bandas desconocidas. Por una simple cuestión estadística, y no por ciega confianza, es evidente que habrán docenas que vendrán a hacernos felices, a proponernos nuevos estados mentales o de ánimo, pero ¿qué nueva sensación puede ser conocida ahora, a casi la mitad de la vida, si no es una intensificación de otras ya conocidas? Ciertos fraseos, riffs, modulaciones de la voz, escenifican párrafos ya leídos, palabritas ya pasadas, o muestran la necesidad de ponerles nuevamente atención, porque a veces el oído es torpe (o lo que hay entre él y yo).

Humanos al fin, quiero decir, esperanzados, queda el consuelo de las obras ya hechas. La lectura (la música, la pintura: esto es en realidad una gran X) entrega, por momentos, la ilusión de la creación compartida. Si no hay un narrador omnisciente, es entonces el ingenuo lector quien cree serlo, conocer aquello que los personajes no, cuando la miserable realidad (porque ajena), es que ya aquello estuvo previsto de algún modo por otro, semejante, perdido y sufriente, pero dador de infinitos placeres que por suerte, aún no acaban de descubrirse.
Quiera la Divina Mente que esto siga así por siempre.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Mago, nada mas que aportar que los "sincronizadores" somos tan o mas importantes que un Storm Trooper para un Star Destroyer y no lo mencionas nunca