miércoles, 28 de noviembre de 2007

Sine qua non

Toda fábula (en un muy amplio sentido) está necesitada de escenas que tiendan, tanto a la caricaturización arquetípica, como a la exageración. Siendo éste un dogma por mí impuesto, Los miserables de Victor Hugo, no escapa a la red.

Jean Valjean (que es como llamarse Fernando Fernández o John McJohnson…) sufre lo inimaginable para hacer bien vivir a su hijastra Cosette —más aún, la niña fue por ahí encontrada nada más. Siendo esto así, y recordando la insistencia de la vida por las menudencias, ¿no es acaso esta obra incombustible, un signo que apunta a la condición primordial de la existencia humana?

Miserable fue Valjean en las páginas, miserable fue Flaubert al inconcluir Bouvard y Pécuchet, como Heidegger Tiempo y ser. Detalles estos en la historia del cosmos, pero eventos trascendentes para quienes los sufrieron. Que hoy haya olvidado las llaves, que el bus se retrasara y que escriba estas líneas trémulas, importan lo mismo que un genocidio en África, si lo pensamos desde la hipotética mente del Hacedor.

Somos miserables —moral, vivencialmente— porque otra opción no existe (según se verá), así que la miserabilidad es obligatoria. Qué inmensa desilusión ésta, porque el libre albedrío sólo funciona entonces para elegir el método en que caeremos, en que seremos expulsados una vez más del paraíso inaccesible. Del mismo modo, Adán y Eva fueron pateados en el culo por insolentes. En este acto primigenio, y espectacular porque metafórico, quizás se encuentre la primera respuesta al por qué de esta desdicha, del nudo en la garganta, del vaivén del ánimo. Queriendo alcanzar lo prohibido, recibimos justo castigo —toda futura pena no gira sino entorno a tal figura.

Pero, pregúntome (cual Carry Bradshaw) ¿de dónde la prohibición, el sesgo que nos impide lo deseado, la fractura al íntimo tragón que todos somos? Y entonces de nuevo, todo este sufrimiento existe por mor de aquel policía del deseo, de aceptar que nos sean negados los placeres que requerimos (biológica/sentimentalmente, e incluso «porque sí»). Quién otro que aquel que los expulsó del Edén, pudo haber puesto tal esencia en nosotros.

Somos miserables, entonces, cada vez que creemos que nosotros mismos somos la causa del sufrimiento, pero también cuando le cargamos tal responsabilidad al Creador —torpe paradoja, puesto que él jamás hará algo.

Estamos —desde siempre— de espaldas a una pared, y con una espada rozando el gaznate, queriendo dibujar en el cuello con la punta afilada.

Justo porque no hay opción, porque esta porquería es un laberinto en línea recta, hay que abandonarse al sino particular de este tipo de existencia. Y ni siquiera de resignación estamos hablando, sino de la más completa indiferencia: el agnóstico que verdaderamente vale, no es aquel que dice que dios no existe, sino el que vive como si ése no existiera.

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