martes, 18 de diciembre de 2007

Asuntos pendientes

Pronto, días después de la enigmática Navidad, Ulises cumple un año de estar allí tirado. A veces hojeado, un cuarto leído, y todo un desierto oscuro por investigar. Soy una especie de explorador de lo-ya-conocido-por-otros. Aunque, ¿acaso implica otra operación el leer los dizque clásicos? Y esta certeza vacía, simple porque mediocre, de algún es tranquilizante porque implica que aunque no lea, ello no importará en absoluto. No cambiará un ápice de nada, ni siquiera un incremento en el conocimiento literario que pudiese poseer, porque me seguiré topando con Joyce (o con Faulkner, o Fitzgerald, o cualquiera de los no leídos aún) y podré callarme o hacer como que efectivamente lo conozco.

Con cierta vergüenza también noto que Abadón el exterminador está por sobre la columna de libros sin lugar preciso, porque es ante todo un préstamo. La vergüenza va por el lado de tener que leerlo antes de siquiera pensar en devolverlo. Quizás sea algo contra los argentinos, porque apenas he avanzado con 62 modelo para armar de Cortázar. Pero quizás sea solamente contra los muertos –porque Sabato lo está. Este año han pasado por mis retinas varios libritos de Aira, como si nada, como si fuesen aire entrando y saliendo por mis orejas. Una referencia que me acosa a veces, tal que lo que escribió alguna vez se mostrase como una constante demostración de la falta de cohesión de la realidad, lo único que nos faltaba para (auto)convencernos de las enormes grietas que no hemos rellenado de ella misma. Lo mismo que ocurre con las teorías conspirativas, lo mismo que con la física cuántica y sus actuales derivados: o todo o nada es cierto, y si es todo hay que reformar de una manera tan radical, todo lo que conocemos, que el miedo es mucho mayor que el esfuerzo supuesto. Y en cambio, si no le asignamos posibilidad de certeza a aquellas ideas, nos quedamos igualmente con la sensación de que algo hay tras la cortina. Con mayores ganar lo develaríamos, pero ¿para qué?

De un modo puramente visual, como leyendo, también he acabado con Dexter, la serie de televisión basada en las novelas (2) de Jeff Lindsay. Dos temporadas exitosísimas que han de contener, o eso espero, ambas novelas y ya nada más (como debería haber ocurrido con Lost), ninguna secuela ni precuela del adorable asesino en serie que mataba a aquellos otros delincuentes que quedaban libres por un yerro judicial, policial o lo que fuese. Dexter es un experto en manchas de sangre (sic) trabajando para la policía de Miami. En una de sus últimas columnas, Álvaro Bisama se declara seguidor de la serie, afirmando que Dexter posee una «moral de pop corn». Quizás esto sea cierto, siempre y cuando se acepte que la mismísima moral tiene menos peso que una bolsa de pop corn, o menos consistencia que un algodón de azúcar en la boca –a la vez que seguimos divirtiéndonos con esa comida hueca.

De préstamo anda A la sombra de las muchachas en flor, y la tercera parte del tiempo perdido todavía espera su turno de ser saboreado. ¿Para cuándo? parece preguntar todos los días, estando entremedio de unas obras escogidas de Christie y el diccionario de Aira. La cuestión podría ser puramente formal, es decir, no leerlo para no acabarlo y verme en la necesidad del cuarto volumen que no puedo comprar, por el momento. Otra solución acomodaticia, simplista, pero no por ello menos cierta... Quizás esperar a tener los siete tomos tome demasiado tiempo, y de una buena vez emprenderlas con ése que espera y espera.


¿Tendrán memoria los libros?

Una pregunta incómoda: ¿para qué leer? Preguntando por los objetivos finales de ello. Comemos porque sin alimentos morimos. ¿Para qué leer?


¿Para quién leemos? ¿Para nosotros mismos, en un acto onanista, como si se tratase de escribir? ¿Para que los otros nos vean leyendo, como si los demás nos leyesen toda vez que leemos? En realidad nadie lee por el autor mismo, porque ha de existir la certeza solapada de que se trata de un tipo igual o peor que el lector –no se practica la caridad mientras se lee.


¿Leemos para que nos dejen tranquilos de una buena vez, aunque sea por un momento, por las pocas páginas que recorremos solitariamente? Por suerte la lectura sigue siendo una actividad solipsista (entre comillas enormes, claro), practicada por un único sujeto a la vez. En caso contrario, existirían disputas insufribles, toda la sarta de problemas que rigen las relaciones humanas, y entonces leer se volvería insufrible (algo así como que la actividad se mimetice con quienes la practican, y no al revés).

Habiendo tanta actividad harto más sencilla, y rápida en sus efectos placenteros, ¿para qué leer? ¿Como muestra de la innata idiotez humana hallada en el sacrificio y el esfuerzo? Porque nadie lo hace para pasarlo mal. A excepción de los góticos fanáticos de Houllebecq, subiendo textos  a sus blogs por la visita del mentor (sic), del maestro (sic) a Shile.


Mudamos de piel a cada instante. En todo momento está saliendo otro desde nuestro interior, rompiendo las grasas y carnes, pujando por imponerse. La lectura, su labor, no sería más que el apropiamiento de lo que antes perteneció al anterior habitante de este cuerpo. La continuación que quiere solamente destruir, insistiendo en algo que hace realmente mal solamente por el hecho de rebatirlo, de matar al padre siendo como él. Así las cosas, también leemos para que el siguiente engendro que (nos) nazca, sufra aún más.

Suerte de venganza a priori.

2 comentarios:

Soraya SM dijo...

Agradecido,
Leer y reinventarse son privilegios.
No son muchos lo que terminan de leer todos los libros pendientes y muchos menos los que además consiguen mutar con lo aprendido en la lectura.
Sin intención de aludir a alguna lectura mencionada, personalmente pienso que hay una relación especial e invisible con lo que se lee.
A veces lo que se lee calza perfecto en la vida y genera la mutación. Otras veces lo que está pendiente en el velador simplemente no corresponde a nuestro momento.

^^ Salu2

So.

Anónimo dijo...

Tengo el muy tenue y vacio proyecto de volver a traducir lost clásicos. Por cierto, "mis" clásicos, o debería decir, "nuestros" clásicos: TAZ de Hakim Bey, Living My Life de Emma Goldman, las obras de Bakunin, y esos que son clásicos más por el amor intelectual que les tengo que por su anacronismo heroico.

No es lo mismo leer que leer traduciendo. Pero no te imagines que voy a salir con el cuento de una conexión mística con el original o cosas heideggerianas por el estilo. No. Es más bien al revés. Leer traduciendo es darse a la levedad máxima respecto de un texto, al sobrevuelo sin piqueros. Sólo a veces caes, pero no hacia el texto, sino hacia tu propia angustia al no saber cómo diablos traducir "a hair's breadth" o cuando una y otra vez olvidas lo que significa "hence" o "hitherto" o "thoroughly". El original no es la fuente de la vida después de la vida, de la pos-vida que tendrá al ser traducido. Es, en realidad, la fuente de su propia muerte. Y de las infinitas muertes del traductor.

Es un proyecto que ni siquiera se formula. Es el aura del proyecto de un proyecto irrealizable. Algo así como volver a descubrir la pólvora, con la intención de que, ahora sí, vuelen en pedazos todos los gobiernos.