martes, 26 de febrero de 2008

Bartleby en la zozobra

Esto va para largo.
1. Coetzee & Borges. Hacia el final de Juventud, el joven protagonista descubre los diarios de viaje a la antigua Sudáfrica, escritos por Burchell. Se propone entonces, volver a escribir como aquellos cronistas. Su desafío es arduo, deberá volver a aprender el idioma de la época, olvidar conocimientos, volverse arcaico, básico. John Maxwell Menard dice: «Puede que Burchell no sea un maestro como Flaubert o James, pero lo que escribe ocurrió de verdad.»

2 . Dos joyas: mientras trabajo, me van a dejar un material (encuestas). Quien las va a dejar, nota sobre mi escritorio Abaddón el exterminador de Sabato, que me ha costado terminar. Pretende, en tono de broma, que lo ha leído: subrepticia pero claramente, lee un pasaje, y luego me desafía a que vaya a tal página donde dice lo que él ha predicho. Lo hace un par de veces mientras nos reímos. Cuando está por irse, dice: «Ése libro es muy bueno... te lo recomiendo a ojos cerrados». ¡A ojos cerrados! Se va y me deja pensando en su afirmación. ¿Sabrá acaso algo sobre el rollo de Sabato con los ciegos? ¿Será él un agente del Mal, de los Ciegos?
Segunda: Justo en la mañana, en el bus enorme, cual oruga, me había enterado lo que rezaba el pórtico de entrada a Auschwitz gracias a El lector de Schlink. Al mediodía, otro tipo me entrega encuestas. Bromeamos sobre el capital, sobre el trabajo. Me dice aquello de que “el trabajo dignifica”, le replico con aquello de que “el trabajo os hará libres” (Arbei macht frei) atribuyendo la frase a los católicos (Opus Dei, Legionarios de Cristo), pero él, dice que no, que esa era consigna que recibía a los prisioneros llegados a Auschwitz. Me tengo que callar, porque tiene completa razón.
Ambas cosas en la misma semana.

3. Fuera de los ya mencionados Monterroso y Rulfo, también T.S. Eliot fue un parco y gris oficinista, dentro de esta órbita del 9 a 6, del cubículo. En el banco, Eliot se llamaba J. Alfred Prufrock.
Yo acá mantengo el nombre, con esfuerzos («Nombres no quedan, pero el nombre dura» dice Borges por ahí)
Por las mañanas, el metro va lleno de lectores del diario gratuito que reparten a la entrada del túnel. Con temor, esperando que la muchedumbre me ataque (o me obliguen a leer lo que ellos), saco Infancia o Juventud de Coetzee. Eso depende de la semana: ésta es la de Juventud. Lo compré apurado, caliente, queriendo seguir con Coetzee un tiempo más. Lo compro junto con Short Cuts de Carver, como regalo para mi novia en el día de San Valentín (sic). Justo veníamos saliendo de un round de proporciones megalíticas, ella con la culpa viva aún, siente que en cada cuento hay un mensaje, un latigazo que la apunta. Pero peor, es que todos esos días hemos protagonizado un cuento de Carver: cuidando la casa de unos tíos en vacaciones, todas las noches haciendo el amor, cocinando, discutiendo, enojándonos para luego reconciliarnos en el placer, en la tranquilidad, y de pronto todo queda stand-by/suspendido, y el cuento acaba pero no las vidas de los narrados.
Sobre Carver: ¿Qué permite la máxima comprensión de sentido, sin implicar negativamente a la comprensión del mismo? El bosquejo leve de los comienzos de sus cuentos, predisponen al lector. Incluso al no estadounidense, que de inmediato sabe cómo es el hogar de los protagonistas o el café donde trabaja ella, etc. ¿Funciona Carver porque Estados Unidos está en todos lados? Quizás sea que aquello que lo hace “funcionar” sea algo que también está en el Norte, y en todos lados, en los detalles cotidianos y por eso nimios —transparentes como el cristal, pero duros como él también.
Así las cosas, Coetzee también las hizo de oficinista. En el Londres sesentero, John trabajó para IBM, programando en computadoras que leían tarjetas perforadas —prefiguración de los disquetes, del CD, del DVD y de quién sabe qué otras cosas.
Escapando de Sudáfrica y su debacle, cae en Londres y su niebla, los tipos fríos como piedra.
Bien dice Gernández, en un correo desde el sur de Shile, que Coetzee es como un pez resbaladizo, que una vez tragado, sus espinas nos corroen las entrañas: «¿Atragantándose con Coetzee? Tened cuidado. El sudafricano es un pez de carne límpida pero con espinas invisibles que, una vez que se manifiestan en el esófago, pinchan y duelen que es una barbaridad.» Claro, si basta con Foe (según él) o El maestro de Petersburgo (según ambos), para darle todos los premios de la galaxia. El mejor premio consistiría en un ejercito enorme, que cuidase que John Maxwell tuviese siempre toda la tranquilidad (o el furor, la locura, eso depende) para dedicarse a escribir. Incontables secretarias, miles de asistentes, centenares de productores. Todo para que escriba, o no lo haga, si és es su deseo.
Ya acabando Juventud, se aproxima o Suite francesa (Irène Némirovsky, Salamandra) o El mundo de Guermantes (tercera revisión proustiana de lo ido-para-siempre). Afortunadamente el Abaddón de Sabato ya ha muerto, entre columnas de fuego, similares a las que manaban de sus fauces rojas y negras.
¿Qué pasa hacia el fin de Abaddón? ¿De dónde las torturas de la dictadura argentina en el libro? Aunque visto en perspectiva, ¿de dónde Abaddón? Tal que hacia el final, Sabato hubiese escrito para los ciegos, quienes no veían (por no poder/querer) lo que ocurría en sus narices, el horror inmenso de la represión y la tortura. Qué irónico resulta pensarlo.
Un anticipo del posterior informe sobre prisión política y tortura que luego comandaría.

¿Qué hacer con el horror oculto en lo cotidiano? Carver tiene una respuesta.
También he acabado La vida privada de los árboles (Anagrama, Santiago 2007) de Zambra (Cf. El arbolito en este blog), donde de nuevo, de otro modo se pregunta por cómo escribir sobre lo privado. La pregunta sería por el tono. Por cómo contar una historia propiamente privada. Puertas adentro de una familia, de una habitación, de un otro. Y, como no se ha inventado la máquina para leer los pensamientos (diría Fernando Vallejo), ¿qué hacer? Porque tampoco es transparente la primera persona, pues supone el ejercicio de la suplantación.
Dije una vez, sobre la primera novela de Zambra: «Hay que hacerse la pregunta por cómo escribir sobre literatura». Esto sería la literatura puertas adentro, de sucesos reiterativos porque comunes, donde, en un quiebre (o en su simple posibilidad) todo cae (o podría hacerlo).
Un tipo cuida a la hija de su pareja, en la espera de su llegada al hogar común. ¿Llegará o no? La novela acaba cuando lo haga, o cuando Julián sepa que no lo hará, porque una novela no puede ser eterna obviamente. ¿Llegará antes que se le acabe la imaginación, para narrarle historias de la vida privada de los árboles a la niña, para que se duerma? ¿Pasa algo si no llega, nunca? ¿Qué hace él con una niña que no es su hija, qué se supone que haga?: «Sería preferible cerrar el libro, cerrar los libros, y enfrentar, sin más, no la vida, que es muy grande, sino la frágil armadura del presente» (pág. 37)
¿Qué se supone que hay que escribir?
No habiendo límite en la letra, en su posibilidad, ¿existe horizonte para lo posible de ser contado? Coetzee no se aproblema (o no se le nota), cuando escribe que folla a una virgen, que sangra toda la noche, y a la cual despide a la mañana siguiente de mala manera. Tampoco a Schlink (en El lector, que incluso mi madre devora y ama) parece importarle mezclar parte de su biografía adolescente, con ficción. Así, no se sabe bien si folló con una mujer adulta, que luego resultó ser una criminal de guerra nazi, o si lo ficcionó, o le habría gustado eso cuando joven, etc...
Contar la vida privada, ¿implica la exacerbación del detalle? Nadie quiere de vuelta al noveau roman, ni la literatura estadística.
¿Qué se supone que hay que escribir? Zambra responde para sí, para lo que él escribe: «El libro de las historias que sería mejor no contarle a nadie, no ventilar, llevarse a la tumba; un libro de confesiones que no diría nada a nadie, que nadie consideraría valiosas. Lo importante sería haberlas guardado, haberse ahorrado el aliento que toma contarlas.» (pág. 99)

4. Un lazo incosciente une varios de los libros de estas últimas semanas. A ver, El lector se emparenta con ambos libros de Coetzee, por el lado de la rememoración de la infancia, de la juventud. Pero también, con La suite francesa por lo de la segunda guerra. ¿Qué sutura estas lecturas? ¿Cuál es el camino que no lleva de un libro a otro, de un autor a otro?

Acostados los dos, dentro de este cuento de Carver, de una revelación de Coetzee, de la lectura erótica de Schlink, y del tiempo eterno de Proust. Así cambian las escenas, un fondo móvil, en el cual lo que se mantiene es la pareja aquella, abrazada —atravesando el cristal, cual rompehielos.

No hay comentarios.: