lunes, 15 de enero de 2007

El fantasma de la máquina

Enséñeme a leer.
Explíqueme estas ideas que no son ideas.
Coetzee


Aparte de burlarse de muchas cosas —como por ejemplo del apellido Adorno, que nadie en su sano juicio puede cargar— Cortázar dedica unas cuantas páginas de La vuelta al día en ochenta mundos, a ilustrar cierta máquina, que él califica de “célibe”. Siento que no hay un mote más apropiado, si se toma también en consideración otra que señalaré con furor, con detalle inclusive.
Durante el siglo XVI en Italia, el ingeniero Agostino Ramelli, creó una máquina cuya única función era libresca. Se trataba de una enorme rueda hueca dispuesta verticalmente. Dentro de ella existían varios anaqueles (12 por poner un número), sobre los cuales se disponían ordenadamente los también inmensos volúmenes que por esos años eran comunes. Por medio de una palanca, el estudioso que estaba sentado frente al ingenio, hacíala girar teniendo frente a sí todos los textos que su labor requiriesen. Aquella estantería rotatoria es conocida como la Noria de Ramelli. No tengo noticia de su eficacia, aunque sí de un grabado de la fecha que la representa, incluida en Mundo libro del bibliófilo (y supongo que ocasional bibliotecario) Henry Petroski. Ahora bien, a pesar de lo anterior, hubo alguien que intentó construirla. Los datos son aquí difusos, incompletos, poco fiables: literarios. Un tipo del cual sólo sé que llamábase Jorge —antes inspector de pesca y posteriormente regente de una biblioteca del norte shileno— lo hizo. Tal cambio no ha de ser tan escandaloso. Baste recordar que a Borges lo cambiaron de bibliotecario a inspector de aves de corral en cierto período nada claro de la historia argentina. A pesar de sus reclamos, Jorge no pudo impedir el cambio: le arguyeron razones burocráticas, que les diera un tiempo para arreglar el evidente entuerto. Dicen, entonces, que una vez se perdió dentro de los archivos bibliotecarios. Cuando volvió a la superficie, si no de la vida por lo menos de la ciudad, venía con una imagen-proyecto prendada en la mente. Tampoco hay seguridad de en cuál libro halló la Noria. Pasa el tiempo, hasta que finalmente luego de muchos cuidados, finaliza la construcción de la máquina. Se ha preparado, y tiene consigo unos mamotretos con los cuales poner a prueba su artificio. Los dispone, se sienta frente a él, acciona la palanca, la rueda gira unos centímetros. El eje cruje cayendo de un lado. Jorge no reacciona como debería. Los soportes no fueron suficientemente fuertes como para impedir que la Noria cayese sobre el cuerpo del hombre aprisionándolo de espaldas al suelo. Nadie más estaba en su hogar como para ayudarlo. De hecho no volvieron hasta varios días después, cuentan. Solo en su patio trasero con el pecho presionado y unas cuantas costillas rotas, no podía despegar los ojos del sol que hace muy poco había aparecido. Pasan las horas, más de setenta y dos, al final de las cuales Jorge ha quedado ciego producto de su fallida máquina. Las dudas de quienes oímos tal historia son innumerables, enumero unas pocas:
—¿Por qué no se limito a cerrar los ojos?
—¿Cómo fue posible que nadie oyese sus gritos?
—¿Por qué antes de la ceguera no murió asfixiado? ¿Acaso la máquina no era enorme, ergo, pesadísima?
Adelanto que ignoro tanto las respuestas como lo que continua dentro de la vida del tal Jorge. Saber más equivaldría al periodismo de farándula, a ser un voyeur que se regocija de las piernas inoperantes de un lisiado.
Robert Coover, fuera de escritor fue también uno de los artífices intelectuales de la Internet, y todavía investiga las posibilidades del hipertexto, de la virtualidad narrativa. En una entrevista declara lo siguiente: «Quizás la manera correcta de leer el Ulises es con varios ejemplares abiertos sobre una mesa, a fin de ir saltando de capítulos sin necesidad de pasar las hojas, una experiencia semejante al hipertexto.» Ahora que poseo tal volumen, ¿caeré en la tentación tanto de comprar varios ejemplares, como de fabricar la Noria? Es obvio que no. Mis habilidades manuales tienden a cero (por no mencionar mi nulo poder adquisitivo). ¿Pero qué tal la sola posibilidad de tener ante sí ese ingenio magnífico? Se podría poner allí la obra de T’sui Pên y leer de una vez —saltando hacia atrás y delante— todos los senderos bifurcados. O La vida instrucciones de uso luego de aprender el manejo del cuadro matemático greco-latino. O Rayuela, sobre la que Coover dice: «Antes de la llegada de las computadoras, yo solía hacer juegos de narrativa con tarjetas perforadas. Y ese juego de combinatoria me fue sugerido, claro, por Rayuela
La máquina que refiere Cortázar, es un invento del Instituto de Altos Estudios Patafísicos de Buenos Aires. Se llama Rayuel-O-Matic, y como ya se vislumbra, no sirve sino para leer (acostado), tal volumen, por medio de distintos botones que hacen aparecer los diversos derroteros y posibilidades que ofrece tal lectura. Su uso es relativamente sencillo, no así su construcción supongo.
Estoy seguro que los comisionados sudamericanos de Jarry y la éternidad (sic) tuvieron en su mente a Ramelli y su invento, no así al encandilado Jorge y su réplica.

7 comentarios:

Karen Glavic dijo...

¿Algún día seré un personaje en tus libros?

Buuuuu, aquella insistencia en vivir...



ps: Mañana podrías venir a tomar té. Vendrán las abuelitas y las guaguas. Es una celebración menos acorde con Salgado, poeta curado, pero es básicamente lo que hay. Lo tomas o lo dejas.

Anónimo dijo...

Recuerdo, sin que venga exactamente a cuento, otras dos máquinas: las máquinas solteras, de Vila Matas, que ni siquiera eran máquinas (en algún sentido interesante) y aquella cuyo nombre no recuerdo, pergeñada por Leibniz, tendiente a expresar todo lo que podía ser expresado.

salgadoboza dijo...

Leí demasiado tarde tu comentario Traidora. Pero bueno, supongo que habrán otros años, ¿no? Incluso la insistencia insiste.

La máquina de Leibniz... ha de ser la mónada, que era una monada: "nada entra nada sale, la mónada es la unidad de apercepción" como diría Thayer medio jalado.

Anónimo dijo...

Y las maquinas deseantes de deleuze y Guattari, cuyas ventosas se abren ante los circuitos con plena inconsciencia.

Gonzalo Hernández Suárez dijo...

¿Nadie tendrá la decencia de acordarse de la máquina del suicidio, soberana institución, prodigio de la inventiva humana?

¡Ah, mekhané! Tu novela brota por todas partes.

salgadoboza dijo...

Hay más máquinas, cómo evitarlo. Ya Heidegger afirmó que la técnica llama a la técnica, o algo así, no lo recuerdo bien: acabó de tener un orgasmo tremendo.

El Mate Tuerto dijo...

Bueno, la biblioteca de Babel también puede ser leída como una máquina que tiende a agotar todas las posibilidades expresivas del lenguaje.

La Rayuel-O-Matic estaba inspirada en una máquina anterior (responsabilidad del mismo alto centro de estudios patafísicos) diseñada para leer las Impresiones del Africa de Roussel.

ZC