viernes, 30 de mayo de 2008

Joyce y Proust en el hotel Majestic

Por Tomás Eloy Martínez


La primera persona a la que oí hablar del único y mitológico encuentro entre Marcel Proust y James Joyce fue Nélida Gardell, mi profesora de francés en la Escuela de Letras de la Universidad de Tucumán. De acuerdo con su versión, ambos habían sido convocados a una comida en el hotel Ritz de la Place Vendôme, en París, por el barón Edmond de Rothschild, deseoso de pagar una fortuna para oír cómo dos genios desplegaban ante él sus lujos verbales.
“¿Se sabe lo que dijeron?”, preguntó la clase. La profesora Gardell respondió, enigmática: “Proust quiso averiguar si a Joyce le gustaban las trufas que se estaban sirviendo. Joyce respondió secamente que no”.
Esa escena patética de la literatura universal me persiguió durante años como un fantasma tenaz y, por mucho que la busqué en las excelentes y numerosas biografías de los dos escritores, los relatos me parecieron siempre insatisfactorios.
Jean-Yves Tadié, que publicó en 1996 una monumental vida de Proust —quizá la mejor—, enfatiza que los dos genios no simpatizaron, al punto de que cuando Proust se ofreció a llevar a Joyce en su taxi la respuesta fue un par de gestos groseros. Joyce se puso a fumar desenfrenadamente y abrió de par en par las ventanas, a sabiendas de que su colega asmático no toleraba el humo y sufría con las corrientes de aire.
Richard Ellman, el gran biógrafo de Joyce, registra al menos cuatro versiones de lo que se dijo, incluyendo la de las trufas, y cuenta que Joyce sintió después melancolía por la oportunidad perdida: “Me habría gustado encontrar a Proust en otro lugar, más a solas, para hablar con él a gusto, aunque no sé de qué”.
Me resigné a no saber ya más de aquel encuentro hasta que, hace pocas semanas, leí un libro de 360 páginas que cuenta al fin la historia con pelos y señales. Se llama Proust at the Majestic (“Proust en el hotel Majestic”), y su autor es el inglés Richard Davenport-Hines.
Contra lo que suponía la profesora Gardell, el anfitrión no fue el barón de Rothschild, sino el matrimonio de Violet y Sydney Schiff. Su principal —y luego proclamado— propósito era reunir en la misma jaula de oro a Proust y Joyce, y observar lo que pasaba entre ellos, para contarlo luego a los cuatro vientos.
Lo que pasó fue tan poco, que ni siquiera sirvió como tema de conversación en los salones de la semana. Eso explica que la historia haya circulado como un mito hasta que Davenport-Hines la devolvió a la realidad. En la cena también estaba Pablo Picasso, quien se quedó bebiendo hasta que la cabeza se le cayó sobre la mesa. También Joyce, en silencio, bebía champagne y eructaba con ganas. Ya se había disculpado por no estar vestido de etiqueta. “No tengo dinero para esas inutilidades”, declaró. El único tema que le interesaba era su novela Ulysses, que se había publicado tres meses antes y que estaba en todas las bocas, sobre todo en las de quienes la leían sin entenderla.
Joyce —ha contado el crítico Clive Bell, quien oyó la historia de boca de Sydney Schiff— siguió sentado, sin hablar, con una mano en el mentón y la otra ocupada en una copa de champagne. A las dos de la mañana estaba completamente borracho y de a ratos soltaba bufidos sonoros.
Quince, acaso veinte minutos después, los Schiff vieron entrar a un hombre pequeño y sigiloso, enfundado en un abrigo de pieles, que se movía —según Clive Bell— como una rata. De lejos parecía pringoso y húmedo. Era el autor de En busca del tiempo perdido. Ya había terminado de escribir su gran novela y todavía la estaba corrigiendo y añadiendo frases. Era entonces mucho más célebre que Joyce, y sus largas frases perfectas, encadenadas unas a otras por una música inimitable, se repetían en los salones con devoción sacramental.
Aunque Joyce no vio a su colega como un hombre enfermo (diría, por el contrario: “Se queja, pero está más sano que yo”), las drogas que Proust se inyectaba o bebía con frecuencia asesina estaban acabándolo. Seis exactos meses después de la reunión en el Majestic, una septicemia veloz acabaría con él. Dijera Joyce lo que dijera, era un agonizante en lucha contra la muerte.
Cuenta Davenport-Hines que se ubicaron en sillas contiguas. Registra seis versiones de lo que hablaron, y en todas persiste la incomprensión. Joyce contó años más tarde que la única palabra memorable de aquel encuentro fue un monosílabo, “no”. “Proust me preguntó si yo conocía al duque tal o cual. Le dije: ‘No…’ Madame Schiff quiso saber si Proust había leído éste o aquel capítulo de Ulysses. Respondió: ‘No…’. La situación era insoportable”.
En sus años de gloria, Joyce pagó la indiferencia de Proust hacia su obra maestra con sarcasmos envenenados. Uno de los apuntes de su diario es revelador: “Los lectores llegan al final de las frases de Proust antes de que él termine de escribirlas”.
Proust, como bien apuntó la profesora Gardell, nunca tuvo tiempo de leer Ulysses. Las interminables correcciones a su novela lo absorbían por completo. La muerte, además, estaba mordiéndole los talones. El 22 de noviembre de aquel 1922, Joyce asistió al funeral de su colega en la capilla Saint-Pierre-de-Chaillot, incómodo entre tantos príncipes, barones, embajadores y cabezas engominadas. Cuando el organista tocó, en vez de la habitual música litúrgica, la “Pavana para una infanta difunta”, de Ravel, se retiró rezongando. Como sucede con todas las leyendas, imaginar esa noche de mayo en el Majestic deja sensaciones más intensas que la realidad, que suele ser plana y decepcionante.

domingo, 25 de mayo de 2008

Los malos hábitos

Mal influido por Proust, noto cómo una abuela se para de su asiento en el bus, y no se despide de la otra anciana con la que conversó animadamente durante su viaje. Ya ni los viejos recuerdan los buenos modales. La cuestión sería qué preferimos: si las cínicas maneras de un salón parisino de principios del siglo pasado, o la frialdad mecánica de las relaciones sociales actuales. Sé de muchos que preferirían haberse educado por Wikipedia, hacer amigos mediante Facebook y viajar por Google Earth –y son cada día más.

Pero, en el extremo, están los protocolos artificiosos (y por lo tanto hipócritas) de la época a la que Proust me obliga. A principios del siglo XX, con Francia polarizada (como gustan decir los polarizados) por el affaire Dreyfus. Esto demuestra a quien quiera ver, que con mínimos pretextos, se sacan a relucir las peores condiciones de la humanidad: por una hipotética traición del tal militar judío-francés Dreyfus, todo un país tomó partido a favor o en contra de otro pueblo completo.

En lo que se refiere a la alta sociedad (por la que el joven Marcel se pasea a tropezones), es políticamente correcto ser antidreyfusista, lo cual implica evidentemente, un antisemitismo extremo, vulgar, ridículo y por ello humorístico: el señor de Norpois, diplomático de profesión, le pide a Proust que le presente a su amigo judío Bloch, para simplemente pedirle, que junto a su padre, montasen una obrilla teatral en la que el joven saldría apaleando a su madre...


Espero, de acuerdo a una cronología tentativa, que pronto aparezca el J'acusse de Zola, que mete también la cuchara en el affaire. Porque judío fue.

En el final de la primera parte de El mundo de Guermantes se concentra, hasta el paroxismo, en una reunión en el salón de la señora de Villeparisis. Anciana que, según se afirma, le ganó el quienvive social, a otra, por el simple hecho de haber hecho publicar sus Memorias, y haber pasado a la posteridad rodeada de grandes personajes que acudían a sus recepciones.

Qué gestos, qué movimientos de la vanidad han de haberse sucedido sin par en los salones aristocráticos europeos de principios del siglo XX. Qué apariciones de la hipocresía, que desbandes de la deshonestidad se siguen cometiendo entre los abuelos de esos mismos que Proust se dedica a escribir. Porque, en el plano de los hechos, eso es lo que ha hecho: a la mierda con la escenita escolar de las magdalenas humedecidas en té, que dan pie (o así lo cree uno que otro) a toda esta búsqueda.

Tan manido es el cuadro de las magdalenas, que en la película de animación Ratatouille (Disney/Pixar), el crítico Anton Ego tiene un desliz proustiano, cuando saborea un plato cocinado por una rata, remontándose a su infancia sentado frente a ése manjar que le preparaba su madre.

Tal como las luz eléctrica, e internet, Proust muestra algo (un mundo completo) que se sabe existe pero que no se tiene necesidad alguna de conocer.

Y como prescindible, lo que ha escrito queda certeramente incluido en el bambaleante concepto de “literatura”, hasta quién sabe cuándo. De ahí que se pueda decir que En busca del tiempo perdido no puede ser sino la precursora de las telenovelas lloronas americanas –aunque muchos le prendan velas a Proust.

Si de lo que se trata es de develar las complejas redes sociales que encontrábanse en Francia en la época, bien podría haber escrito un mamotreto de corte sociológico, una dizque Historia de la vida privada. Pero, aunque en su época, se hubiese comenzado a despreciar la literatura estadística de Balzac, Proust no le hace el quite a los dígitos: simplemente los enfoca a otros aspectos. Ya no se tratará de la pormenorizada descripción de los tapices ni de la arquitectura de tal o cual salón, sino que se observará con lupa las motivaciones que tuvo Saint-Loup en la ocasión Z para no saludar a su amigo el protagonista, comenzando una bola de nieve por varias páginas respecto a los contradictorios sentimientos del narrador, hasta que decenas de páginas adelante, Saint-Loup se enemiste con el anteriormente ofendido pues éste cree que se le ha insinuado a la golfa que tiene como querida: una cocotte, una puta-saca-plata en definitiva (con la que el protagonista ya ha intimado en alguna ocasión a cambio de dinero obviamente).

«Tú te metiste en eso», me dicen cuando reclamo por la lata que manifiesto tener leyendo a Proust. ¿Pero qué es en realidad lo que me pasa? Parece que leerlo sea uno de esos malos sueños, en que por más que queramos arrancar no podemos: páginas y páginas y el fin se mantiene igualmente lejano. Porque hay centenas de ideas hermosas, perfectamente escritas, donde la ñoñez es opacada por la esa pluma histérica; pero igualmente siento inevitable pensar que Proust escribió las palabras para su época y que al resto (es decir a sus lectores del bien lejano futuro) legó sus ideas, la mera sensación que evocan esas palabras que ahora muy bien pueden decir nada en concreto sobre nada, porque no nos interesa la vida privada de la aristocracia francesa, porque ya están todos bien muertos, o por otras miles de razones.


¿Qué queda de la escritura de la contingencia cuando ella misma se quiere transcendente, por lo menos respecto a la época que la originó? Al final ninguna palabra importará lo más mínimo. Parece que al mundo del futuro no le interesan los detalles, porque el futuro es el reino de las generalizaciones, de las escuelas y de las influencias que arrasan con las diferencias. Quiero pensar que lo único que importan son las ideas, que ni siquiera habría que poner cuidado en cómo son llevadas a cabo, porque si la señora que inspiró a la de Guermantes está muerta hace ya tiempo, lo que pesa es lo que ella evoca en el lector.


¿Pero necesita una idea ser manifestada en 3.000 páginas para ser comprendida? ¿Cuántas ideas quiso Proust que sus lectores soportasen? Al final no importa si alguien se ha leído sus siete tomos, de hecho no importa que hubiese sido escrito nada en absoluto, porque los conceptos que cualquier obra quisiese de-mostrar, no pertenecen a la teoría que supone la labor escritural, sino a la cuestión vitalógica.

¿Hubiese pensado Flaubert que en un país del que jamás tuvo noticias, existiría un alfajor llamado “Madame Bovary”? Y en su envoltorio, la dama ataviada con su enorme sombrero (aquel al que Borges refería como el colmo de la fomedad, en su descripción al principio de la novela).


Las inescrutables intenciones de las palabras, lo que no dice cuando habla, el encadenamiento de las frases, las metáforas en principio inadecuadas y al fin perfectas. Todo eso puede ser Proust, y algo más que jamás será revelado, pues se oculta en la niebla de una conciencia ajena (o en la muy deseable muerte de los malos hábitos aristócratas).

sábado, 3 de mayo de 2008

Mi nombre no es un sarcasmo

Hay un enorme descampado en frente. Se podría pensar que es otra cosa, otro paisaje. Pero la imaginación es algo que falla en esas latitudes. Por lo demás —y en beneficio de la imaginación— bien poco hay por agregar a la imagen que se presenta. Hay un enorme terreno oscuro del cual manan volutas de humo verdoso. Por ambos lados hay desparramados por el suelo, miles de trozos metálicos que alguna vez pertenecieron a distintas máquinas útiles en verdad, pero que ahora, en este momento se mezclan impúdicamente. Con la intención suficiente se podrían comenzar a unir los metales, unirlos mentalmente, y con ellos —de ellos— resultaría una nueva máquina. Llena de herrumbre, pero máquina en definitiva. Sus funciones no estarían muy justificadas, su objetivo sería difuso al igual que la forma que tomaría una vez armada. Se debe considerar que todo es una construcción meramente mental. Nimia dirán, y así es.

El recuerdo, de otras máquinas antes vistas puede obnubilar a la nueva construcción. Puede muy bien darse el caso de que ésta se parezca a una enorme lavadora o a un refrigerador reventado de tanta comida que le han puesto dentro. Hay también la posibilidad de que no se parezca a nada conocido. Y ahí se entraría al problema de intentar medir, de estratificar justamente lo que de hecho conoce quien el hipotético constructor: problema de nunca resolver. Allí la cuestión se iría por otros derroteros de los cuales el artesano en metal apenas si podría dar cuenta, puesto que se le escapa precisamente la mecánica necesaria para toda maquinaria posible: querer comprender los métodos cuando el método no es sino el método.

Se prefiguran ya, en todo caso, los contornos posibles de la máquina. Sus raíces pulidas por el viento se entierran en el suelo ceboso, lleno de aceites de distinta procedencia, como si se tratase del cemento de un taller automotriz, pero sin los calendarios de años ya idos ilustrados con generosas chicas en bikini o ya, directamente, desnudas mostrando el clítoris. El aceite ya ha inundado las napas de aguas subterráneas. Se ha intentado lo contrario, pero el desastre ya ocurrió, y de ello se siguió el que ya bien poco se podría hacer en el futuro.

*

Hay que huir pronto, hay que dejar todo esto como está y ya. Correr y escapar de una vez por todas. Habría que moverse en otras direcciones: desdoblarse. Partirse en dos o tres partes y cada una que salga para donde quiera ir, donde sea pero no más aquí. Basta del acá. Digo que este blanco no es un buen lugar para morir, nada más. No es un lugar confortable, si ni siquiera se puede cavar una tumba como es debido hacerlo. Tú cavas y aparece un cardumen entero y luego las focas que quieren devorarlas. Eso ya ha pasado y lo sabemos, ¿por qué entonces la insistencia?

El recuerdo, de otras muertes antes vistas, quizás nos ponga en la expectativa, en la esperanza de un futuro sin más muertes. Quizás sea necesario fundar una ciudad donde la muerte, su idea e incluso su palabra, sea erradicada de antemano. La ciudad de los dioses. De los nunca engendrados. De los ingénitos.

La ciudad de los sin origen.

Te podría definir en una única escena: Tú devolviéndome el libro que te preste. Te pregunto si acaso te sirvió, yo sé que sí. Me lo confirmas, pero agregas: aunque no es una buena edición.

No sé por donde tomar la frase. Si por el lado irónico de que justamente estábamos frente al escaparate de una librería donde estaba la edición buena del libro o por otro que no lo conocí nunca. Quizás debiera quedarme con la primera y dejar a las interpretaciones para otras cosas, para otras personas en otras situaciones, algo así como bajar la guardia frente a ti. Claro, si ya todo el daño estaba inflingido y ya nada más me podías clavar en el pecho, ni una gotita de sangre más me podías chupar: ya lo tenías todo. Sería sano conversar sobre esto, o eso pensé en aquel momento, pero para qué. Si ya toda la mierda había sido lanzada y tu retrete estaba brillante a fuerza de mis mocos o de tu llanto —de cocodrilo. Un lagarto gris que se mueve por las cañerías de Nueva York o Los Ángeles. Dicen que hay de esos viviendo bajo los pies de esos millones de personas. Como el protoplasma diabólico que aparece en una película, que concentra todo el odio de la ciudad y que de un momento a otro va a devenir monstruo enorme que destruirá toda la ciudad (primero) y el mundo (luego).

Quizás fueses el lagarto oculto que me rasgó la piel. Un movimiento necesario para el cambio. Hay que ver el sol luego de la tormenta, la luz luego del túnel. Y en eso insistieron todos. Como si no compartiéramos los mismos clichés, jugando a que yo venía de Marte y no comprendía en absoluto lo de las heridas con cuchillo oxidado: yo ya sabía que luego tendría que vacunarme contra el tétanos. O un Virgilio con faldas: llevándome al centro del infierno y luego huyendo, desapareciendo, entonces me quedo ahí abajo y no sé regresar porque mi guía se hizo azufre. Habría sido divertido un periplo así. Siempre y cuando tuviese la certeza de volver a encontrarte en otro lado, sobre una colina pongamos el caso, materializándote desde una nube salida del suelo. Como este vapor que nubla la vista y no deja escribir con tranquilidad. Sube y mueve las hojas, a veces las calienta tanto que se diluyen, o no se diluyen pero la tinta se corre y todo se vuelve confuso al intentar leerlo nuevamente. Quizás nunca sepas qué estoy escribiendo. Quizás lo que leas sea un cuento infantil lleno de colores y de ositos bailarines y no esto. Cabría una exégesis a fondo para poder leer algo, lo que sea, y dar medianamente con la intención del autor. Pero no hay tiempo, lo sabemos. Ay, leer, leer, leer. Ay, escribir, escribir, escribir.

Pero lo aviso: ya no me duelo de este camino. Y con estas mínimas palabras ya una clausura. No puse ni destino ni menos sino, sino camino. Voluntariamente tomado, voluntariamente seguido. Es seguro que al final sólo habrá un barranco y abajo la nada. Eso es obvio, todos los caminos acaban de esa manera. Pero hay que caer con los ojos abiertos y gritando a todo pulmón como cuando nos subimos a una montaña rusa. Me lanzo y al segundo recuerdo la sensación que sentiré en los próximos minutos. Sé lo que mi estómago sentirá y sé que podré gritar por poco tiempo porque luego tendré la garganta seca, tanto por los gritos anteriores como por el viento que me entra por la boca como un tornado. Como cuando se saca la cabeza por la ventana de un auto a gran velocidad y por dentro todo queda seco. He tomado un camino que se me presenta como inevitable. Escribir esto es tan necesario como ineludible. Poder salir de esta blancura también lo es. Hay que moverse rápido so pena de quedar prendado para siempre en la idea de salir y, dentro de ella, otra idea semejante y así como un sueño dentro de otro. Pero en el tiempo de la conciencia los segundos son otros, como cuando hablamos de kilos aquí o en la Luna, porque hay diferencias notables entre uno y otro lugar. Hay que advertir sobre la relatividad de los términos, sobre la de ellos y también (por sobre todo) sobre las relaciones que provocan, que entre ellos se dan. Desvarío.