miércoles, 27 de febrero de 2008

El miserable

Some die just to live
Vedder, Immortality



— A —


Durante una fría mañana de invierno, Francisco Santiago terminó de leer Los Miserables de Víctor Hugo. Poco antes había devorado también Nuestra Señora de París, pero sólo la novela que recién dejaba sobre sus piernas lo había conmovido de una manera tan extraña y grande.
Santiago bordeaba los treinta años y trabajaba cómodamente en su cubículo de oficina resolviendo los problemas que su jefe no podía solucionar. Como buen oficinista su vida carecía de emociones, mantenía una vida llana y sin complicaciones, lo cual lo había mantenido tranquilo hasta ese momento. Como no estaba casado, tenía a su completa disposición los 120 metros cuadrados que su departamento ofrecía, lo cual le permitía llevar de vez en cuando a sus esquivas amigas nocturnas. A sus propios ojos, Santiago se veía contento, no feliz, pues según sus mismas palabras, la felicidad “no es más que conseguible luego de la resurrección”, lo cual no significaba en modo alguno que Santiago fuese creyente ni nada parecido.
Cuando Santiago vio la contratapa de su edición de Los Miserables, un extraño sentimiento se asentó en su alma, y entonces los recuerdos acudieron rápidos a su cabeza, pero extrañamente no había recuerdo alguno que lo conmoviera, por la sencilla razón que no tenía nada que recordar. Es decir, había tenido infancia y adolescencia, pero dentro de sus años nada había que fuese realmente memorable. Santiago no sabía nada de la adrenalina de la juventud ni de las emociones de la inocencia perdida repentinamente en un oscuro callejón: todo su pasado se reducía a la suma de años y años; no podía ni siquiera asociar alguna etapa de su pasado con algún acontecimiento emocionante, y tenía además la certeza de que seguiría siendo así hasta su vejez.
Se paró repentinamente y se acercó lentamente a la ventana desde la que veía el estacionamiento de su condominio. Aguzó la mirada y abajo logró por fin ver el techo de su automóvil cubierto de una blanca escarcha. Esto no le preocupó mucho, pues sabía de la calidad de la pintura de su vehículo. Aunque también recordó que durante los ’50 las pinturas de automóviles estaban hechas a base de plomo y que nunca se resquebrajaban ni sufrían daños, pero que la conciencia ecológica que luego surgió puso el grito en el cielo por los efectos secundarios que sufrirían todos aquellos que estuviesen expuestos a altas cantidades de aquella sustancia, como ocurría en esas mezclas automotrices. Por suerte, siguió pensando Santiago, la tecnología había suplido ese elemento y se habían conseguido pinturas de tan buena calidad como aquellas con plomo, aunque con un costo monetario un tanto mayor. Se quedó mirando fijamente su vidrio y comenzó a pensar cómo se podría haber sobrevivido en los inviernos cuando los vidrios no eran templados, puesto que sin ese procedimiento, una baja temperatura como la que hoy había, rompería rápidamente esos primitivos y frágiles cristales.
De pronto, Santiago se dio cuenta que tales razonamientos sólo eran excusas para olvidar momentáneamente el vacío de sus recuerdos, la ausencia total de imágenes célebres dentro de su pasado. Decidió no pensar más en todos los progresos técnicos de la humanidad mientras de acostaba y se tapaba con sus frazadas hasta las orejas.
Mientras cerraba los ojos para poder dormirse se vio manejando un viejo Ford Impala por carreteras desiertas que serpenteaban por un árido descampado. Se durmió con esa imagen, pero su sueño se convirtió repentinamente en una pesadilla cuando el parabrisa de su coche le estallaba en la cara cuando comenzaba a entrar a un campo de hielos eternos.



— B —


Fue durante un crudo invierno cuando Francisco Santiago, oficinista gris y parco pudo por fin acabar Los Miserables, un libro que durante muchos meses lo acosó desde la repisa cercana a su lecho. Estaba cercano a cumplir treinta años, y a pesar de eso, no habían en sus recuerdos ninguna de las escenas recurrentes a las que la memoria se mueve tratando de poner una cuota de emoción en el presente, pues la vida de Santiago había sido tan mínima como las gotas que caían levemente contra su ventana.
Se levantó de la cama, y avanzó hacia su ventana, la noche cubría todo lo que podía ver, noche cerrada, noche de invierno. Buscó automáticamente sus pantuflas en el suelo, pero no las halló. Miró entonces hacia el suelo y sólo encontró la izquierda, de la derecha no había ni pista. Santiago se arrodilló y buscó con la mirada bajo la cama, pero todo estaba muy oscuro bajo ella. Recurrió entonces a una pequeña linterna que depositó en el suelo para que iluminase bajo la cama y así pudo por fin hallar la pantufla que le faltaba. La sacó con un poco de dificultad y en el momento que se la ponía, retiró el pie violentamente a la vez que un temblor de asco recorría el cuerpo de Santiago. Junto con el brusco movimiento, una negra araña salió rauda desde el interior de la pantufla cubierta de polvo, eso acrecentó la repugnancia que Santiago sentía. No perdió tiempo, y tomando con su mano la otra pantufla, mató certeramente a la araña en el momento en que esta volvía bajo la cama. Santiago se quedó viendo la araña muerta durante unos minutos, luego fue al baño y volvió con un trozo de papel higiénico con el que tomó el pequeño cadáver que luego depositó en el vórtice del W. C.
Luego limpió su pantufla rescatada y se cercioró que ningún otro animalejo viviera dentro de su calzado: se tomó el tiempo de revisar los muchos pares de calzado que poseía, y con escrupulosa precisión limpió el interior de cada zapato. Ya acabada su tarea, se dirigió pensativo hacia la ventana y vio las gotas que se deslizaban por el vidrio frío y pudo imaginarse anciano viendo la misma escena, pero eso no fue lo que lo aterró. Sintió frío y volvió a su cama. Luego se dio cuenta que su habitación no estaba helada en lo más mínimo, y supo que había vuelto a su cama por el miedo de verse anciano con una bitácora tan escuálida como la que ahora poseía, por el miedo a seguir haciendo nimiedades como la que acababa de realizar.
Zambulló su cabeza entre sus gruesas frazadas y el temor al futuro vacío al que se acercaba segundo a segundo hizo que un temblor lo recorriera de pies a cabeza. “Mi futuro me da más asco que esa araña” dijo tristemente Santiago, y resolvió entonces no dejar que su hipotético sino fuese llevado a cabo.



— C —


Los Miserables yacían sobre su mullida almohada cuando Francisco Santiago comenzó a pasar revista a su propia vida. Nunca supo explicarse por qué había comenzado tal tarea, simplemente lo hizo y dejó que sus pensamientos retrocedieran por los casi treinta años que cargaba y se sintió desolado.
Santiago contaba ya con un buen puesto en una oficina contable en donde debía hacer las veces de mano derecha de su jefe solucionando los intrincados problemas de impuestos, tributos y otros. Podía decirse que vivía bien, pues siendo aún soltero, ya tenía un departamento propio en un buen barrio de la ciudad. Contaba entonces, con todas las comodidades que su sueldo le permitía, y eso no todos sus compañeros de trabajo podían contarlo con la misma ligereza con que Santiago lo hacía.
Sintió de pronto un leve clic desde el pasillo que daba a su habitación y supo entonces que el agua ya estaba hervida. Se levantó de su cama y se dirigió a la cocina donde preparó un tazón con café al que añadió suculentas cucharadas de azúcar. La lluvia arreciaba en la ciudad oscura y por un momento sintió la extraña necesidad de salir a dar un paseo, pero la loca idea pronto desapareció de su cabeza. Volvió a su habitación y encendió un cigarrillo. Vio como la lluvia caía a raudales sobre los automóviles que desde su piso lograba ver gracias a la tenue luz de los faroles de la calle, y creyó que las gotas se afanaban sobre su ventana y automóvil más que en ningún otro sitio de la ciudad.
Creyó ver una luz lejos, allá donde se encontraba la alta torre de la iglesia que nunca visitaba, pero luego se dio cuenta que estaba mirando en otra dirección, y que lo que veía no era otra cosa que el reflejo de su propia lámpara sobre el cristal mojado de su ventana que distorsionaba las proporciones de todo el exterior.
Ni el café ni el tabaco habían logrado sacar a Santiago de su terrible tarea, y sin embargo bien poco de horrible había en tal acto. Se empecinaba en volver su mente atrás, intentar recordar, lo más posible; algo debía haber que llamara su atención hacia un acontecimiento memorable de su existencia, alguien debía haberse cruzado en su camino que sirviera como punto de referencia para poder saber que sus casi treinta años tenían en algún lugar un ancla. Su tarea no era terrible, era la más sencilla del mundo, y Santiago lo sabía, y porque lo sabía, sufría. Cualquiera en su posición habría podido estar otra vida entera recordando todos aquellos acontecimientos que habían hecho de su vida algo ricamente ornamentado, hubiese sido con bellos diamantes o con asquerosos harapos de mendigo, pero Santiago veía ante si la indecible y vacía soledad del desierto.
La lluvia caía con más fuerza aún sobre su ventana y creyó que en cualquier momento podía ésta entrar y empapar en un segundo la gruesa alfombra sobre la que estaba parado descalzo, la idea lo aterró y aseguró la ventana firmemente, y cuando lo hacía, derramó unas gotas de café sobre su pie. Santiago se quedó mirándolas firmemente mientras con la otra mano todavía sostenía el seguro de la ventana, y quedó fascinado por el espectáculo que tenía ante sus ojos: unas gotas de café que habían quemado levemente los dedos de su pie, ¡eso había sido lo más emocionante que le había ocurrido desde no sabía cuándo! Cerró sus ojos con fuerza inaudita e intentó grabar tal suceso en su memoria.



— D —


Se podría decir que Los Miserables habían acabado con Francisco Santiago y no al revés. Pero Santiago no gustaba de explicaciones metafísicas porque no calzaban con su propia concepción de mundo y, sobretodo, porque toda teoría de ese tipo le era totalmente desconocida. Dejó el grueso volumen sobre su velador y quedó en un estado similar al de la muerte. Por suerte era todavía soltero y vivía solo, pues si alguien hubiese entrado de improviso en su habitación se habría llevado el susto de su vida.
Santiago vivía en su propio departamento, cosa que lo enorgullecía sobremanera, pues no muchos jóvenes antes de los treinta años pueden decir con toda propiedad “me voy a mi casa”. Trabajaba ocho horas en la oficina que lo había visto ascender rápidamente hasta llegar a convertirse en el brazo derecho del jefe de la sección contable de su empresa. A pesar de ello, Santiago no le había tomado mucho peso a esas circunstancias, es decir, no tanto como sí lo hicieron sus compañeros de labor, siempre recelosos de aquellos que se elevan hasta donde ellos quisieran estar.
Miró alrededor de su habitación, y la gran pantalla de su televisor le devolvió una imagen fría y lúgubre. Las gotas cayendo rápidas por su ventana y su propio rostro pálido ante la tenue luz de su lámpara le provocaron no sé qué impresión de desamparo y soledad que no pudo resistir.
Se paró frente a la ventana y miró hacia abajo. Allí estaba su automóvil mojándose bajo la noche invernal. Abajo, entre la nieve que caía sin compasión, vio una luz roja intermitente y Santiago se preguntó cómo alguien podía mantenerse a la intemperie con ese frío y además fumando. Luego de unos segundos de observar cayó en cuenta que aquella luz intermitente no era más que la señal inequívoca de que la alarma de su automóvil funcionaba sin contratiempos.
Miró al frente y se vio a sí mismo mirando la ciudad oscura y silenciosa bajo la torrencial nieve que cubría de hielo las calles. La imagen no le gustó y bajo la vista rápidamente. Las bolas blancas caían lentamente por su ventana deshaciéndose en decenas de gotitas que avanzaban raudas hacia el vacío.
Recordó entonces vivamente las aventuras del bondadoso Thenardier y su amigo Jondrette, tampoco olvidó a los malvados compinches presidiarios números 9.430 y 24.601, recordó también al estafador señor Blanco y sus cómplices Magdalena y Fauchelevent, y terminó por acordarse del bello final que aguardó a Vasco con Nicolasa.
Le alegró haber sido partícipe de aquella historia, de las largas horas de lectura, de su infatigable curiosidad por saber en dónde acabarían los personajes a los cuales hasta había tomado cariño, “incluido el maldito obispo” se dijo a sí mismo Santiago, y esto hizo que sonriera levemente.
Se sentó al borde de su colchón y quedó entumecido por el raudal de sucesos de los cuales él había sido espectador y se preguntó cuántas historias similares, más terribles, graciosas y dolorosas cabían en la ciudad blanca que divisaba. No pudo salir de su aturdimiento cuando entró en otro más profundo y denso. Él mismo no había participado en ninguno de los millones de pequeños fragmentos de novela que se habían escrito en la ciudad, en el mundo; Santiago no tenía noción de ningún episodio en el cual él estuviese presente como actor, se esforzó y no logró siquiera recordar un rol secundario, de mero reparto dentro de alguna historia. Su vida había pasado sin sustento alguno, estaba pasando sobre la ciudad como una brizna de hierba que se la lleva el viento. No había episodio que Santiago recordara con emoción, nada había con lo que pudiese irse a la cama para tener un buen sueño. Pero de pronto vio nuevamente su libro y sonrió. Tal como el buen posadero Thenardier había salvado a Cosette, Víctor Hugo lo había salvado a él.



— E —


Un repentino trueno hizo darse cuenta a Francisco Santiago que por fin había acabado con Los Miserables, el libro que muy temprano ese día había comprado en una librería de tomos ya usados. Lo dejó entonces, junto a Resurrección de Tolstoi. En ese momento, Santiago no se daba cuenta de lo que hacía.
La biblioteca de Santiago no se reducía a la larga pared de su habitación, sino que recorría todo el departamento que habitaba en completa soledad. Allí había ido acumulando los libros que devoraba semana a semana, lujo que podía solventar pues Santiago mantenía un buen puesto de contador, y además no tenía responsabilidades más que con él mismo, lo cual le daba la absoluta libertad para ocupar su dinero sin ningún reproche moral. Vivía pues, solo en su amplio departamento con vista de toda la ciudad en uno de los más altos edificios de la urbe.
Un relámpago iluminó por unos segundos su habitación justo cuando Santiago se dirigía hacia su cama. Se quedó de pronto parado antes de llegar a ella, viendo el mínimo espacio que quedaba ocupado por él. Pero lo que más sorprendió a Santiago era el gran vacío que surgía cada vez que se acomodaba en su rincón del lecho. Se sintió el ser más solo del universo y eso le hizo gracia, pues por un momento se creyó especial, porque él no sabía que a todos les llega el momento de ser Pascal.
Dio un paso, y volvió a caer en oscuros pensamientos. Intentaba revisar rápidamente algún otro momento similar, o en caso contrario, alguno totalmente inverso, pero de nada sirvió el intento. Su vida pasó frente a sus ojos como cuando velozmente se pasa frente a un muro recién pintado de blanco. “Por lo menos no hay mácula” pensó Santiago cuando un fuerte trueno lo hizo mirar a la ventana que se estremecía junto a él. Oyó entonces el sonido de las alarmas de varios automóviles que se activaban en el estacionamiento de su condominio. Abrió entonces la ventana y sintió el viento tibio que le despeinaba y que entraba ferozmente a su habitación, eso le agradó. Miró hacia abajo y logró ver que su automóvil era uno de aquellos que hacía alarde de su sensible alarma gracias a las luces que intermitentemente se encendían en el tablero de controles. Rápidamente fue a buscar las llaves de su vehículo, luego volvió a la ventana que no había cerrado y apuntando tentativamente hacia abajo presionó un botón del comando remoto de la alarma, el estridente sonido se detuvo de inmediato, a la vez que el resto también se silenciaba. “Sensible, quizás mucho” dijo Santiago en voz baja sobre la alarma, cuando cerraba la ventana y la aseguraba pues creía que la lluvia no tardaría en dejarse caer.
Santiago se dejó caer pesadamente sobre su cama y se prometió hacer algo al día siguiente con respecto a su alarma. Dejó las llaves del automóvil en su mesa de noche y se dispuso a dormir, “sensible, sí... mucho” se dijo entre dientes Santiago mientras los párpados caían sobre sus ojos.



— Y —


Francisco Santiago abrió entonces su ventana, pues le agradaba mucho el frescor de la primera mañana. Se acercó a la ventana y miró la ciudad con la potente luz del amanecer veraniego. Desde allí apenas podía ver claramente su automóvil estacionado a muchos metros abajo, pero luego de unos segundos logró localizarlo y vio como los incipientes rayos del sol eran devueltos en el rojo del techo del coche.
Se sentó al borde de su cama y dio un repentino salto, pues se había posado sobre el libro que acababa de terminar, un sucinto resumen escolar de Los Miserables. Tomó entonces el folleto y lo dejó junto a las revistas HQ que se agolpaban bajo su velador.
Dejó que la brisa matutina llenara sus pulmones y enfriara su cuerpo sudado por el calor de la habitación cerrada. La mantenía así durante toda la noche, pues aunque contaba con aire acondicionado dentro de su departamento, sabía que el aire caliente del verano no era lo más conveniente para la cava que se agolpaba por todas las paredes de su loft y que representaba el orgullo y la envidia soterrada de muchos de sus conocidos.
Evidente era que Santiago podía darse esos lujos, pues aún no cumplía los treinta años y no mantenía deudas monetarias con nadie, además de que aún no tenía ningún tipo de obligación familiar, por lo que podía disponer libremente de todo el suculento sueldo que la oficina contable en la que trabajaba le brindaba.
Santiago recorrió mentalmente toda la variedad de cepas y viñas que mantenía en su poder; botellas que representaban una pequeña fortuna pero Santiago apenas reparaba en ello, sólo caía en cuenta del valor de su colección en el momento en que descorchaba elegantemente uno de sus tesoros y lo degustaba sagradamente en su paladar. Fuera de esos sacros momentos, Santiago no reparaba mucho en la valía de sus posesiones.
Se dejó caer en la cama y luego de unos segundos se desnudó. Corrió las sábanas a un lado y sintió su cómodo plumón bajo su espalda y nalgas. Se acomodó y halló su sitio preferido dentro de esa gran cama. Así estuvo durante unos minutos mirando el techo blanco de su habitación. De pronto cerró los ojos y comenzó a recordar la lectura que acababa de dejar. “No pueden hacer leer eso a un escolar” pensó Santiago y se quedó quieto, casi sin respirar, justo en el momento en que una pequeña lágrima salía de su ojo izquierdo, seguida por otra de su ojo derecho. Sin abrir los ojos, un pequeño río de lágrimas inundó sus mejillas. Algunas de ellas se introducían en sus oídos y otras iban a dar a su boca semiabierta que las tragaba sin sentir la sal.
Santiago se sentó en la orilla de su cama manteniendo los ojos cerrados y sintió como las lágrimas corrían por su pecho y mojaban sus muslos. Abrió los ojos mientras los sollozos se agolpaban en su garganta. Se paró, y salió de su habitación; dobló a la derecha y maquinalmente tomó una botella, pues aunque hubiese querido verla, las lágrimas habrían hecho el trabajo imposible. Fue hasta la cocina, tomó el descorchador de última generación y procedió con la botella. Se sirvió en una copa de cuello alto, pero olvidó catar el vino. Volvió hasta su habitación y los sollozos se habían convertido en los más lastimeros gritos de dolor que Santiago hubiese sentido salir de su boca. Inclinó su rostro mojado sobre la copa que sostenía, y las lágrimas cayeron dentro del vino. Agitó el contenido de la copa, a la vez que intentaba contener las lágrimas, cosa que luego de unos momentos logró. Cuando pudo ver claramente se secó los mocos con sus sábanas blancas.
Se volvió y abrió un cajón del armario que estaba al otro lado de la cama. Sacó un grueso libro, ágilmente buscó en las páginas finales, hasta que encontró lo que buscaba. Afirmó el libro con una mano sin perder la página seleccionada, tomó nuevamente la copa en su otra mano y leyó entonces una mínima frase dentro de ese mamotreto de papel, cerró el libro y lo puso bajo su brazo. Francisco Santiago se tomó de un trago la copa del mejor vino que tenía mientras avanzaba resueltamente hacia la ventana abierta, que por trece pisos lo separaba de su automóvil. Cuando estaba a un paso del vacío tiró lejos la copa de cristal y se lanzó por la ventana diciendo “nada importa morir, pero no vivir es horrible”.

martes, 26 de febrero de 2008

Bartleby en la zozobra

Esto va para largo.
1. Coetzee & Borges. Hacia el final de Juventud, el joven protagonista descubre los diarios de viaje a la antigua Sudáfrica, escritos por Burchell. Se propone entonces, volver a escribir como aquellos cronistas. Su desafío es arduo, deberá volver a aprender el idioma de la época, olvidar conocimientos, volverse arcaico, básico. John Maxwell Menard dice: «Puede que Burchell no sea un maestro como Flaubert o James, pero lo que escribe ocurrió de verdad.»

2 . Dos joyas: mientras trabajo, me van a dejar un material (encuestas). Quien las va a dejar, nota sobre mi escritorio Abaddón el exterminador de Sabato, que me ha costado terminar. Pretende, en tono de broma, que lo ha leído: subrepticia pero claramente, lee un pasaje, y luego me desafía a que vaya a tal página donde dice lo que él ha predicho. Lo hace un par de veces mientras nos reímos. Cuando está por irse, dice: «Ése libro es muy bueno... te lo recomiendo a ojos cerrados». ¡A ojos cerrados! Se va y me deja pensando en su afirmación. ¿Sabrá acaso algo sobre el rollo de Sabato con los ciegos? ¿Será él un agente del Mal, de los Ciegos?
Segunda: Justo en la mañana, en el bus enorme, cual oruga, me había enterado lo que rezaba el pórtico de entrada a Auschwitz gracias a El lector de Schlink. Al mediodía, otro tipo me entrega encuestas. Bromeamos sobre el capital, sobre el trabajo. Me dice aquello de que “el trabajo dignifica”, le replico con aquello de que “el trabajo os hará libres” (Arbei macht frei) atribuyendo la frase a los católicos (Opus Dei, Legionarios de Cristo), pero él, dice que no, que esa era consigna que recibía a los prisioneros llegados a Auschwitz. Me tengo que callar, porque tiene completa razón.
Ambas cosas en la misma semana.

3. Fuera de los ya mencionados Monterroso y Rulfo, también T.S. Eliot fue un parco y gris oficinista, dentro de esta órbita del 9 a 6, del cubículo. En el banco, Eliot se llamaba J. Alfred Prufrock.
Yo acá mantengo el nombre, con esfuerzos («Nombres no quedan, pero el nombre dura» dice Borges por ahí)
Por las mañanas, el metro va lleno de lectores del diario gratuito que reparten a la entrada del túnel. Con temor, esperando que la muchedumbre me ataque (o me obliguen a leer lo que ellos), saco Infancia o Juventud de Coetzee. Eso depende de la semana: ésta es la de Juventud. Lo compré apurado, caliente, queriendo seguir con Coetzee un tiempo más. Lo compro junto con Short Cuts de Carver, como regalo para mi novia en el día de San Valentín (sic). Justo veníamos saliendo de un round de proporciones megalíticas, ella con la culpa viva aún, siente que en cada cuento hay un mensaje, un latigazo que la apunta. Pero peor, es que todos esos días hemos protagonizado un cuento de Carver: cuidando la casa de unos tíos en vacaciones, todas las noches haciendo el amor, cocinando, discutiendo, enojándonos para luego reconciliarnos en el placer, en la tranquilidad, y de pronto todo queda stand-by/suspendido, y el cuento acaba pero no las vidas de los narrados.
Sobre Carver: ¿Qué permite la máxima comprensión de sentido, sin implicar negativamente a la comprensión del mismo? El bosquejo leve de los comienzos de sus cuentos, predisponen al lector. Incluso al no estadounidense, que de inmediato sabe cómo es el hogar de los protagonistas o el café donde trabaja ella, etc. ¿Funciona Carver porque Estados Unidos está en todos lados? Quizás sea que aquello que lo hace “funcionar” sea algo que también está en el Norte, y en todos lados, en los detalles cotidianos y por eso nimios —transparentes como el cristal, pero duros como él también.
Así las cosas, Coetzee también las hizo de oficinista. En el Londres sesentero, John trabajó para IBM, programando en computadoras que leían tarjetas perforadas —prefiguración de los disquetes, del CD, del DVD y de quién sabe qué otras cosas.
Escapando de Sudáfrica y su debacle, cae en Londres y su niebla, los tipos fríos como piedra.
Bien dice Gernández, en un correo desde el sur de Shile, que Coetzee es como un pez resbaladizo, que una vez tragado, sus espinas nos corroen las entrañas: «¿Atragantándose con Coetzee? Tened cuidado. El sudafricano es un pez de carne límpida pero con espinas invisibles que, una vez que se manifiestan en el esófago, pinchan y duelen que es una barbaridad.» Claro, si basta con Foe (según él) o El maestro de Petersburgo (según ambos), para darle todos los premios de la galaxia. El mejor premio consistiría en un ejercito enorme, que cuidase que John Maxwell tuviese siempre toda la tranquilidad (o el furor, la locura, eso depende) para dedicarse a escribir. Incontables secretarias, miles de asistentes, centenares de productores. Todo para que escriba, o no lo haga, si és es su deseo.
Ya acabando Juventud, se aproxima o Suite francesa (Irène Némirovsky, Salamandra) o El mundo de Guermantes (tercera revisión proustiana de lo ido-para-siempre). Afortunadamente el Abaddón de Sabato ya ha muerto, entre columnas de fuego, similares a las que manaban de sus fauces rojas y negras.
¿Qué pasa hacia el fin de Abaddón? ¿De dónde las torturas de la dictadura argentina en el libro? Aunque visto en perspectiva, ¿de dónde Abaddón? Tal que hacia el final, Sabato hubiese escrito para los ciegos, quienes no veían (por no poder/querer) lo que ocurría en sus narices, el horror inmenso de la represión y la tortura. Qué irónico resulta pensarlo.
Un anticipo del posterior informe sobre prisión política y tortura que luego comandaría.

¿Qué hacer con el horror oculto en lo cotidiano? Carver tiene una respuesta.
También he acabado La vida privada de los árboles (Anagrama, Santiago 2007) de Zambra (Cf. El arbolito en este blog), donde de nuevo, de otro modo se pregunta por cómo escribir sobre lo privado. La pregunta sería por el tono. Por cómo contar una historia propiamente privada. Puertas adentro de una familia, de una habitación, de un otro. Y, como no se ha inventado la máquina para leer los pensamientos (diría Fernando Vallejo), ¿qué hacer? Porque tampoco es transparente la primera persona, pues supone el ejercicio de la suplantación.
Dije una vez, sobre la primera novela de Zambra: «Hay que hacerse la pregunta por cómo escribir sobre literatura». Esto sería la literatura puertas adentro, de sucesos reiterativos porque comunes, donde, en un quiebre (o en su simple posibilidad) todo cae (o podría hacerlo).
Un tipo cuida a la hija de su pareja, en la espera de su llegada al hogar común. ¿Llegará o no? La novela acaba cuando lo haga, o cuando Julián sepa que no lo hará, porque una novela no puede ser eterna obviamente. ¿Llegará antes que se le acabe la imaginación, para narrarle historias de la vida privada de los árboles a la niña, para que se duerma? ¿Pasa algo si no llega, nunca? ¿Qué hace él con una niña que no es su hija, qué se supone que haga?: «Sería preferible cerrar el libro, cerrar los libros, y enfrentar, sin más, no la vida, que es muy grande, sino la frágil armadura del presente» (pág. 37)
¿Qué se supone que hay que escribir?
No habiendo límite en la letra, en su posibilidad, ¿existe horizonte para lo posible de ser contado? Coetzee no se aproblema (o no se le nota), cuando escribe que folla a una virgen, que sangra toda la noche, y a la cual despide a la mañana siguiente de mala manera. Tampoco a Schlink (en El lector, que incluso mi madre devora y ama) parece importarle mezclar parte de su biografía adolescente, con ficción. Así, no se sabe bien si folló con una mujer adulta, que luego resultó ser una criminal de guerra nazi, o si lo ficcionó, o le habría gustado eso cuando joven, etc...
Contar la vida privada, ¿implica la exacerbación del detalle? Nadie quiere de vuelta al noveau roman, ni la literatura estadística.
¿Qué se supone que hay que escribir? Zambra responde para sí, para lo que él escribe: «El libro de las historias que sería mejor no contarle a nadie, no ventilar, llevarse a la tumba; un libro de confesiones que no diría nada a nadie, que nadie consideraría valiosas. Lo importante sería haberlas guardado, haberse ahorrado el aliento que toma contarlas.» (pág. 99)

4. Un lazo incosciente une varios de los libros de estas últimas semanas. A ver, El lector se emparenta con ambos libros de Coetzee, por el lado de la rememoración de la infancia, de la juventud. Pero también, con La suite francesa por lo de la segunda guerra. ¿Qué sutura estas lecturas? ¿Cuál es el camino que no lleva de un libro a otro, de un autor a otro?

Acostados los dos, dentro de este cuento de Carver, de una revelación de Coetzee, de la lectura erótica de Schlink, y del tiempo eterno de Proust. Así cambian las escenas, un fondo móvil, en el cual lo que se mantiene es la pareja aquella, abrazada —atravesando el cristal, cual rompehielos.