lunes, 7 de enero de 2008

El aire acondicionado de esta oficina me hace desvariar

Algunas historias se basan en la premisa de otras historias que pueden o no ocurrir. Habría que decir con mayor rigor: la literatura (pensada como experiencia de la humanidad, a su vez pensada como un único sujeto), tiene como condición sine qua non la posibilidad/imposibilidad de lo que ella cuenta. Hasta este momento, me ha quedado claro que la mejor literatura es la que pondera como positiva la imposibilidad de lo que propone.


Me encuentro con una gran zapatilla roja tirada en el suelo. Luego, en un poste justo al lado del metro, con una sandalia infantil. Ambas perdidas. Al primer momento imagino que el calzado fue perdido por la misma persona, el mismo día, pero en diferentes momentos de su vida. Tal que a la salida del metro, un niño perdiese su sandalia, solamente para que una cuadra más allá, la misma persona con dós décadas más encima, perdiese su zapatilla. Todo en el tiempo que dura el avanzar esas decenas de pasos.
De inmediato, recuerdo la paradoja que proponía Borges en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius». Donde en el planeta falso, era inconcebible otra doctrina filosófica que el idealismo. Entonces, la persistencia de las cosas sólo es pensable, id est, demostrable, como una prueba de la asociacion libre de ideas: de pensantes relacionados porque en rigor, sólo existe un (1) ser que todo lo hace, lo siente, lo vive.



Desde quién sabe cuándo, quizás desde los '80, se ha pasado de las grandes verdades, a las verdades espontáneas, que apenas nacen estaán muriendo. La certeza de subir una escalera, las rosas creciendo, el sonido de estas teclas. Un relato puertas adentro. Pero tan radical, que en rigor, sólo podría ser comprendido por quien lo vivió, y únicamente en el momento en que sucedió. Y si asumimos que podemos hacer relato solamente de lo pasado, entonces quien relata tampoco podría contar qué, quién, cómo, dónde.



Tanto Pessoa, como Rulfo y hasta Monterroso fueron oficinistas. O banqueros anarquistas. En estos momentos tecleo en una de ellas. ¿Será quye más ganas de escribir dan en estos lugares? Aunque las oficinas de Lisboa a principios del siglo XX, han de haber sido harto distintas de ésta en la que me encuentro. El sólo imaginar en la que laborada Bartleby, ha de ser semejante a una pesadilla. Rumbas infinitas de papel. Foliadores cuya tinta es similar a la sangre. Plumas tal que flechas envenenadas. De tanto ingresar códigos númericos, digitar jodidos estudios de mercado, de pronto las letras del teclado se borran. Ya no hay QWERY, ni ASDFG, reduciéndose todo a las 17 teclas del lado derecho.



¿Qué se leerá cuando el fin sea inminente? ¿Habrá algo que hacer cuando esto ocurra? ¿Quedará siquiera alguien para contárselo aunque sea, a si mismo?


Mi hermana asegura que este año es el de las grandes explosiones: todo lo que ha estado contenido, latente, durante 2008 saldrá a la superficie de manera brutal. De ahí, según ella, que el volcán Llaima erupcione, de ahí los temblores/terremotos del último tiempo. De ahí, según yo, la revuelta mapuche en el sur: el turismo se acaba y las llamas inundarán (agradable oxímoron) las praderas verdes.



«La tierra tapará el fracaso de la humanidad».
Que es como decir «da lo mismo, porque de donde salimos es hacia donde volveremos; de donde viene el mal es de donde vendrá la salvación.»



La pesadilla de la clase media, es que de un momento a otro las cosas cambien de manera radical. Contra ello(s), atinadamente Karl Krauss dijo: «Cuando los padres han construido todo, a los hijos sólo les queda el derrumbarlo.»


Dicen que Zambra escribe sobre las esperanzas de esta clase. Su última novela, La vida privada de los árboles (Anagrama, Santiago, 2007) guarda relaciones secretas con la primera, Bonsái: cierta cuestión del puertas adentro. De historias que no importan en lo más mínimo, no porque no se inscriban en la Historia, sino porque de hecho, todavía no ocurren —y existe la posibilidad de que no ocurran jamás.



Por eso mi abuela quiere que la lleven en carroza tirada por caballos hasta el cementerio. Literalmente ha explicado que es para retrasar su llegada a la tumba. Por lo mismo, todos los ejecutivos de venta telefónica de seguros (que ahora reviso) omiten olímpicamente ciertas exclusiones al seguro provocados por una muerte accidental. También Krauss tendría algo que decir al respecto: si es cierto que los burgueses no tienen nada en su hogar que no comprendan, la muerte se les presentará entonces como lo peor a vivir.


El burgués debería tener su casa llena de espejos (¿rotos?, no, porque también es supersticioso).