viernes, 30 de noviembre de 2007

La importancia del nombre

En estos momentos ha de tener veinticinco más o menos. Ya egresó de periodismo. Nos conocimos en la universidad, en medio de farras o de juegos de ping-pong. Buen conversador, atraía las miradas de las chicas quizás no tanto por ser excesivamente guapo sino más por su desplante, al que siempre estaba dispuesto a echar mano si la situación lo ameritaba.

La antepenúltima vez que le vi, se estaba preparando para un viaje al sur del país. No recuerdo si por vacaciones o a trabajar, me parece que era a esto último, quizás a una radio comunal o a implementar algún proyecto de ese tipo —redes sociales de comunicación, periódicos locales, etc. Creo también haberlo visto con la mochila enorme, lista, para partir al día siguiente, o el mismo a las pocas horas, no lo recuerdo con precisión.

La penúltima vez que le vi fue en la televisión, los últimos días de febrero de 2006. En estado de coma, en una cama de un hospital público, lleno de tubos que le proveían de oxígeno y nutrientes. Misteriosamente, había aparecido a la orilla de la línea del tren en Temuco, apaleado brutalmente. Según la familia andaba haciendo una investigación sobre mapuches “o algo así”. El caso era sobrecogedor, tanto porque le conocía como porque la familia pedía ayuda económica a los televidentes.

La última vez le vi en el metro, caminando de lado, apoyado en una muleta por la franja plana destinada a las sillas de ruedas. No pude creer que se trataba de él, al menos conscientemente, pues al mismo momento me alejé de su campo visual, ¿pero cuál?, si él miraba hacia el suelo, con una cara de nada que me sorprende hasta el momento. Fue este detalle lo que más recalqué cuando conté el encuentro a otros. Avanzaba lento, con un brazo contraído. El mismo rostro pero ido, perdido quién sabe dónde.

Una vez en el andén, me reproché el gesto, alejarme de él. ¿Me habría reconocido?, ¿qué le habría dicho, qué me hubiese respondido? Las respuestas tranquilizaban mi conciencia, al menos por un rato. Tan mal no debe estar, pensé, para que le dejen salir solo. Pero esto era un eufemismo, porque le había visto cómo estaba.

Esto ocurrió hace varias semanas. Sólo ahora pienso que podría haber quedado en similares o peores condiciones (muerto, directamente) luego del atraco que sufrí.

Pero también pienso en el peso del nombre, de su nombre. Quienquiera puede revisar la Biblia y buscar el libro de Job. El hombre que fue sometido a todos los castigos posibles por su dios, por una apuesta de éste con el diablo. A pesar de ello, Job finalmente mantiene su fe, cuestión que le da la razón al dios, respecto al sólido fundamento que es la fe para el creyente. Quizás luego a Job le es retribuído todo lo quitado, en mayores cantidades, no lo recuerdo. Pero esto último, de seguro, no le ocurrirá al Job de carne y hueso que desconocí.

* * *

Esto escribí luego de conocer la noticia, hace demasiados meses:

Job Osorio. Periodista recién egresado de ARCIS. La última vez que lo veo está a punto de viajar al sur. Ahora, meses después, sé que ha aparecido cerca de Temuco desnudo y en estado de coma por una paliza que le han dado. Según la familia andaba haciendo una investigación sobre mapuches “o algo así”. No tienen dinero para trasladarlo al hospital de Temuco donde tendría alguna posibilidad de recuperación.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Sine qua non

Toda fábula (en un muy amplio sentido) está necesitada de escenas que tiendan, tanto a la caricaturización arquetípica, como a la exageración. Siendo éste un dogma por mí impuesto, Los miserables de Victor Hugo, no escapa a la red.

Jean Valjean (que es como llamarse Fernando Fernández o John McJohnson…) sufre lo inimaginable para hacer bien vivir a su hijastra Cosette —más aún, la niña fue por ahí encontrada nada más. Siendo esto así, y recordando la insistencia de la vida por las menudencias, ¿no es acaso esta obra incombustible, un signo que apunta a la condición primordial de la existencia humana?

Miserable fue Valjean en las páginas, miserable fue Flaubert al inconcluir Bouvard y Pécuchet, como Heidegger Tiempo y ser. Detalles estos en la historia del cosmos, pero eventos trascendentes para quienes los sufrieron. Que hoy haya olvidado las llaves, que el bus se retrasara y que escriba estas líneas trémulas, importan lo mismo que un genocidio en África, si lo pensamos desde la hipotética mente del Hacedor.

Somos miserables —moral, vivencialmente— porque otra opción no existe (según se verá), así que la miserabilidad es obligatoria. Qué inmensa desilusión ésta, porque el libre albedrío sólo funciona entonces para elegir el método en que caeremos, en que seremos expulsados una vez más del paraíso inaccesible. Del mismo modo, Adán y Eva fueron pateados en el culo por insolentes. En este acto primigenio, y espectacular porque metafórico, quizás se encuentre la primera respuesta al por qué de esta desdicha, del nudo en la garganta, del vaivén del ánimo. Queriendo alcanzar lo prohibido, recibimos justo castigo —toda futura pena no gira sino entorno a tal figura.

Pero, pregúntome (cual Carry Bradshaw) ¿de dónde la prohibición, el sesgo que nos impide lo deseado, la fractura al íntimo tragón que todos somos? Y entonces de nuevo, todo este sufrimiento existe por mor de aquel policía del deseo, de aceptar que nos sean negados los placeres que requerimos (biológica/sentimentalmente, e incluso «porque sí»). Quién otro que aquel que los expulsó del Edén, pudo haber puesto tal esencia en nosotros.

Somos miserables, entonces, cada vez que creemos que nosotros mismos somos la causa del sufrimiento, pero también cuando le cargamos tal responsabilidad al Creador —torpe paradoja, puesto que él jamás hará algo.

Estamos —desde siempre— de espaldas a una pared, y con una espada rozando el gaznate, queriendo dibujar en el cuello con la punta afilada.

Justo porque no hay opción, porque esta porquería es un laberinto en línea recta, hay que abandonarse al sino particular de este tipo de existencia. Y ni siquiera de resignación estamos hablando, sino de la más completa indiferencia: el agnóstico que verdaderamente vale, no es aquel que dice que dios no existe, sino el que vive como si ése no existiera.