viernes, 23 de junio de 2006

23 de junio de 1975

Han pasado ya treinta y un años desde que en el número 11 de la calle Simon-Crubellier de París 11 una bruma con el pelo enmarañado y una perilla ídem pasase de habitación en habitación molestando sin que nadie lo notase.

Cuando sean cerca de las ocho de la tarde se cumplirán treinta y un años desde ese momento en que Bartlebooth muere. El hombre que quiso borrar toda su obra y con ello desaparecer él mismo. Un viaje largo en que pinta en cada pequeña caleta o puerto una acuarela, luego la envía a su vecino para que la separe y la deje lista como un rompecabezas. Luego de los veinte o veinticinco años de viaje, vuelve y comienza una idéntica cantidad de años armando esos puzzles, en la misma fecha en que fueron pintadas, pero con décadas de diferencia. Finalmente, una vez armado el puzzle, mandarlo a donde fue pintado adjuntando las instrucciones precisas para que sea borrado todo rastro de pintura del papel. Y nada más de su obra.

Cerca de las ocho de la tarde —luego de la muerte de Bartlebooth sobre un puzzle cuando le faltaba poner la pieza con forma de W— otra muerte, la del pintor Valène. Quería el artista una obra mosaical, enorme y falta de proporciones. Un cuadro gigante en el que estuviese representado todo el edificio visto como si no tuviese fachada, todas las habitaciones ahí mirando sin restricciones a la calle a vista y paciencia (sobre todo paciencia) de los espectadores ocasionales. Lo mismo hizo el autor con su libro ridículo. Todas las habitaciones puestas como si nos separasen de ellas las mínimas diferencias de la invisibilidad.

Doctor Dinteville
Rorschash (Gratiolet/Grifalconi)
Bartlebooth (Danglars)
Altamont (Appenzzell)
Moreau
Entrada de servicio/Marcia/Antigüedades/ Portería
Para hacer un bosquejo deficitario de las habitaciones del lado izquierdo.


17 de enero de 2006:
«Ahora debiera escribir lo que pasó ayer en la mesa redonda sobre Perec. No es posible hablar nada acerca de ello, me limitaré a hacer un plano del edificio de la calle Simon-Crubellier y a seguirle rastro a cada una de las partes del libro, ver cómo el caballo se va moviendo por los cuadros por las habitaciones, ver cómo funciona el tablero grecolatino con los números del 1 al 10 y dentro todas la letras del abecedario, que se mueven y modifican y siguen siendo las mismas y forman una construcción en que los temas se mezclan y sólo es cosa de unirlos mediante centenares de palabras siguiendo el hilo conductor de un protagonista millonario que abdica de la vida pasándose veinte años de su juventud pintando acuarelas de paisajes marinos (la sala era la adecuada: atrás de los conferencistas decenas de pequeños cuadros en tonos claros) que luego terminados manda a un hombre que los separa en setecientas cincuenta piezas y luego de esos veinte años se propone pasarse otros veinte años construyendo esos puzzles al mismo ritmo con que los pintó: armar el puzzle del paisaje que exactamente veinte años atrás se pintó; para finalmente volver a juntar esas piezas y dejarlas en una hoja de papel, mandarlas al sitio donde fue pintada y disolverlas en aguarrás y allí acaba todo, una obra cerrada, las obras completas de un inmortal. No quiero poner la pieza final, no importa si es una W o X. Son cerca de las ocho de la tarde (…)

»Perec en el techo (y abajo Bolaño gritándole amorosamente que se baje, que si se baja él le compra todos los helados que quiera. Y Georgie (que puede ser tanto Perec como Borges pequeño) no baja, y le hace un gesto extraño, una morisqueta manual que apunta del suelo al cielo y Bolaño entiende y bueno, que si se baja le promete —¡le jura!— que le compra un edificio en la rue Simon-Crubellier para él solo, un edificio que podrá llenar de puzzles, de acuarelas, de Bartlebooths, de perdidos objetos, de diarios viejos, de historias añejas).»

Y me da pena ahora, que escribo esto, que no lo escribo el 23 de junio de 2006 sino que el 28 de mayo. Y siento el dolor agudo en la base de la nariz que anuncia la inminente llegada de las lágrimas. El mismo dolor y las mismas lágrimas que cuando acabé La vida instrucciones de uso mientras cruzaba Santiago montado en un lata con ruedas.

Quisiera que todos leyesen esto justo cuando quedaran pocos minutos para las ocho de la tarde. Que lo leyesen sólo este día 23 de junio de 2006 a treinta y un años de eso.
¿Cómo saber qué pasará conmigo desde hoy hasta el día en que deberé publicar esta notita? Cuatro semanas que pueden hacer mucha diferencia. O ninguna y todo siga igual o peor. Cayendo hasta aburrirse de la caída, hasta acostumbrarse a ella y no prestarle atención a que la piel se vaya desgarrando por el roce brutal del aire. Erosión cutánea y ataraxia absoluta.

Se puede ser como Balzac con sus manuales prácticos para, v. gr., evadir a los cobradores judiciales: no seguir nunca sus propios preceptos. Y caer.

Se puede leer La vida instrucciones de uso y no saber qué hacer con ella de todos modos, y despreciarla, por superávit de esperanzas no cumplidas puestas en ella. Y explotar en el cielo. Como si cada gota de mi sangre significase una chispa plateada que sorprende (o asusta) a los niños.

* * * * *

Posdata de 9 de junio de 2006:
¿Cómo olvidar? ¿Cómo olvidar que todos los 16 de junio desde 1954 se celebra en Dublín el famoso "Bloomsday"? Inauguro desde hoy hasta el pasado esta cita ineludible en el número 11 de cualquier calle del mundo sublunar.

Posdata de 10 de junio de 2006:
Arriba me preguntaba qué pasaría conmigo entre la fecha en que escribí la pregunta y el día que publicase esto. Una pregunta que remitía a expectativas altas puestas en otras cosas y que quizás ya se hayan diluido. «La propuesta es interesante y bien fundamentada aunque ambiciosa. Creo que se debería considerar la fluidez, originalidad y fuerza del texto. Es un autor joven que mezcla bien su visión de mundo con los conocimientos de literatura y su formación en filosofía», dice el comité evaluador del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes aprobando financiar la escritura de una mínima novela que tengo en la cabeza desde hace un tiempo. Me han dado el dinero suficiente para, simplemente, escribir. ¡Dios bendiga al Estado benefactor y paternalista!

viernes, 9 de junio de 2006

E=MC2 E.M. Cioran

            Sueño con A. que me manda un resumen de su biografía sobre Bolaño. Yo no me sorprendo porque en la Tierra Allende el Sueño ella fue muy amiga de él. Leo su carta en que mi nombre aparece con un seudónimo ligado a él, un anagrama torpe que no logra esconderme por ningún lado. Leo su carta y es como una película donde su misma voz me la lee dentro de la cabeza. En alguna parte dice que Bolaño vivía en la calle Colo-Colo cerca del estadio del equipo de fútbol con ídem nombre (y venía hasta el número de la casa). «Claro. Obvio. Yo pasaba por ahí cuando pequeño iba al colegio, ¿ya lo sabía entonces?» pienso dentro del sueño. Y en ese transporte escolar recuerdo a otro A. que me enseñó a hacer globos con chicle, todo un logro en mi infancia. El mismo A. que una vez vomitó cerca de mí. O cuando en esa furgoneta íbamos a buscar a Carlos Saldías y yo todavía le porfío que él vivía en otra casa, no en la que él dice que vivía, hasta que hace poco dejó entrar la duda y que quizás sí, que quizás sí tengo razón que era otra la casa donde vivía. «Pues lo mismo es (para) pensar y (para) ser» dijo P. hace tiempo atrás (1). Todos estos sueños como la cifra de la desesperación, de un desastre inminente. Tengo palpitaciones, estoy hiperventilado anfetaminado desde hace semanas, una ansiedad que no puedo controlar y que por eso es ansiedad. Quizás, ahora sí, el desastre es inminente. Ha pasado el 6 del 6 del 6 y nada. Un astrólogo apellidado Engels dice que él pondría más atención en la segunda semana de agosto, que ahí sí que podría pasar algo en Europa, algo grave supongo, coligo de su rostro apretado por sus visiones o preparado para la cámara de televisión. Tanto que al despertar tengo una jaqueca horrible, quizás no por el sueño, sino porque ha comenzado otro mes horrible, del mes horrible que se repite con insistencia cada cuatro años, ahora en Alemania. «Ahí viene la razón a caballo» dice Hegel cuando ve a Ronaldinho hacer una pirueta con la pelota. Puaj. Miro el diario de hoy y me entero que el médico de la selección brasileña se apellida Borges (Serafim). Tal como el compañero de oficina en Lisboa del desperado Soares. Borges un médico brasileño y un contador portugués. ¿Quién es Borges? Quizás la respuesta esté en la biografía última y superior —dicen— firmada por Edwin Williamson. La ciclópea jaqueca retrocede cuando encuentro la pastilla roja de la tranquilidad. Horas después despierto realmente con la sensación de la borrachera nocturna, cosa falsa, una resaca de la impostura, una cruda inopinada porque no he tomado alcohol. Dice Lagos que soy el único que tiene la sensación posterior al acto antes del acto mismo. Tomar decenas de botellas de alcohol pasando desde el anís al whisky y luego al tequila y quedándome tirado en la calle por el mezcal: la progresión numérica perfecta; el vicio único de Emar en Diez; los alcoholes de oro, plata y bronce: los mismos hombres vaporosos en su idéntica calidad espiritual. Quizás la falsa resaca sea de algún modo verdadera, producto no de la ingesta bucal de destilados sino de la tomatera brutal a la que me someto volitivamente leyendo Bajo el volcán de Lowry. El Cónsul británico, Geoffrey Firmin el alcohólico que no me dejó dormir antes de la jaqueca en que hasta la luz solar me molestaba. ¿Me habré embriagado por leído? Han notificádome de la borrachera. Me he embriagado por leído hasta vomitar dentro de mí un sueño idiota y doloroso. El Cónsul tuvo de superior durante la Gran Guerra a Apollinaire: «Hay hindúes que miran con asombro las campañas occidentales/Y piensan con melancolía en los hombres de quienes preguntan si los verán de nuevo/Porque en esta guerra se ha llevado muy lejos el arte de la invisibilidad» (2). Tiene de vecino en su mansión a un señor apellidado Quincey. Y él lo pone como si fuera el otro, el verdadero: «era éste el último momento de la retirada del corazón humano y del ingreso final de lo demoníaco, de la noche aislada, al igual que el verdadero De Quincey —auténtico opiómano». Es obvio que el mezcal que toma el Cónsul es de marca Los Suicidas. John Huston rodó Bajo el volcán y si la veo, estoy seguro que muero de coma etílico. Otro sueño, en el que se me aparece Kurt Vonnegut como si él fuera un personaje de la película que era mi sueño. Un escritor al que nunca he leído, pero uno en el que más temprano que tarde caeré, lo sé: primero sueño con él y sé que es él sin nunca haberlo visto, y luego me topo en la madrugada con el fin de una película en la que aparece un viejo y una chica vestidos igual que Ignatius Reilly dirigiéndose a un festival de artes y el viejo es escritor y todos lo saludan y alaban a pesar de su suciedad y hosquedad. Veo luego a Bruce Willis y una seguidilla de escenas cual más disparatada. Llego a pensar que quizás tenga algo que ver con Kennedy Toole, pero no, es simplemente un yerro provocado por una novela de Vonnegut, un filme delirante llamado Breakfast for Champions de 1999 según me lanza IMDB.com. Una seguidilla de escenas ridículas o demasiado complejas como para enlazarlas fácilmente: nada se entiende. Una tía lee el texto ése de 'K' y pone en su correo: No entendí nada. Espero que tu mente esté más clara que lo que escribes. Y debería haberle respondido: Subyugo mi pensamiento a la forma de la escritura (de lo) que leo. O, mejor: No tengo por qué estar de acuerdo con lo que pienso (y escribo). «Todo aquello que puede ser pensado, puede ser pensado claramente. Todo aquello que puede ser expresado, puede ser expresado claramente» (3).

            Mis sueños en este agujero fangoso, y lo que de ellos digo, deben ser entendidos así: una escalera de mano por la que nadie sube y que una vez alcanzada la cima, es quemada (la cima y la escalera).

 

 

* * *

(3). Sobornio, fragmento 4.116 (Hackenberg).

(2). A., «Hay».

(1). P. de E., Fragmento B3 según edición de Lactancio (sic).